Luis Toledo Sande
Ante otro 11 de septiembre era previsible que los medios dominantes —así como quizás también, influidas por ellos, hasta las conversaciones cotidianas—, remitieran en particular a ese día de 2001, que desde los primeros momentos dichos medios han procurado convertir en el 11 de septiembre por antonomasia. Se tiende así un manto de silencio y olvido sobre el que vivió en 1973 el pueblo chileno con la asonada fascista, y a partir de entonces. ¿Qué quedará para el conocido como la Diada, el de 1714? Entonces el pueblo catalán sufrió el brutal embate de fuerzas comandadas por el mercenario anglo-francés James Stuart Fitz James, duque de Berwick. Esas tropas decidieron el restablecimiento en España de la dinastía borbónica, la misma que en 1975 se reinstauró en ese país con la llamada Transición Democrática, fraguada por el sanguinario dictador Francisco Franco, quien, entre otras cosas, tuvo a su cargo la preparación del actual rey.
Esos hitos sitúan la efeméride del 11 de septiembre, como parte del devenir de la humanidad, en la historia de confrontaciones y sometimientos de la cual es inseparable la tragedia que en 2001 segó miles de vidas en el Centro Mundial de Negocios de Nueva York, aunque no tantas como las tronchadas por la dictadura fascista en Chile. Es harto sabido que la tragedia de las Torres Gemelas la capitalizó como pretexto, para reforzar su política de conquista imperial, el gobierno de una nación experta en el ejercicio del terrorismo de Estado, y que prohijó al cabecilla de Al Qaeda presentado como responsable de aquel fatídico acontecimiento.
Ese mismo gobierno se jacta de haber asesinando al sombrío personaje que antes utilizó en tareas terroristas diversas y en capítulos como la lucha contra los soviéticos en Afganistán, y que incluso después del 11 de septiembre de 2001 siguió siéndole útil. Objetivamente le sirvió, con declaraciones grabadas en videos que circularon cuando al imperio le convenía para avalar la “cruzada contra el terrorismo”. No por gusto aquella desgracia neoyorquina ha quedado entre los episodios en los cuales se sabe o se sospecha que ha intervenido la complicidad de agentes y fuerzas de los propios Estados Unidos. Baste comprobar la participación de Al Qaeda en las acciones promovidas para justificar la invasión a Libia y, ahora, en los actos de violencia que forman parte de una posible operación mayor contra Siria.
La presunta misión de luchar contra el terrorismo —por la que se inició en Afganistán una guerra moralmente injustificable y que sigue costando vidas— la han sumado el gobierno de los Estados Unidos y sus cómplices a otro de sus propósitos “mesiánicos”: propagar en el mundo “la democracia”. En semejante afán figuran los planes contra Siria, donde se ha fabricado —como se hizo en Libia— una oposición con probada presencia de mercenarios y beneficiada por un avieso manejo de la (des)información.
Los mercenarios allí utilizados por quienes procuran satanizar al gobernante de Siria para justificar —siguiendo una práctica conocida— una posible invasión a ese país, pública y groseramente alardean de sus crímenes. Ante evidencias tan monstruosas cabe una conclusión: sea engañado quien desee serlo. No faltarán quienes cobren por simular que lo son.
Sostener esas verdades no implica idealizar al gobernante sirio, como tampoco había que idealizar al de Libia, linchado por las tropas interventoras. Pero lo cierto es que su muerte fue motivo de júbilo para el imperio que antes había entrado en diversos juegos perversos con él. Como símbolo del grotesco gozo perdura, entre otras imágenes, la risa macabra de una Hilary Clinton devenida caricatura del temperamento de Lady Macbeth, pero sin la intensidad trágica impresa por el genio de Shakespeare a su personaje. Todo está a la vista para el que quiera ver, y para eso los ojos del pensamiento son más importantes y poderosos que los del rostro.
¿Tiene el gobernante sirio la voluntad de aferrarse al poder? ¿Será esa la causa real de la hostilidad que contra él desatan las fuerzas imperiales en sus maniobras mediáticas? Por ambición de mando, por satisfacer intereses cuyo logro el ejercicio del poder garantiza, por el tesón de autoridad que parece ser fascinante, por sentido de responsabilidad, por bien o mal entendida cuestión de honor, y aun por vocación misional de servicio a los ciudadanos que representa, como norma un gobernante no lo distingue la disposición a renunciar a su investidura, o a permitir que se la arrebaten fácilmente.
Para comprender y repudiar la naturaleza de las maniobras imperiales dirigidas a derrocar gobernantes, no es necesario atribuirles a estos virtudes beatíficas. ¿Molesta a los rectores de los Estados Unidos, fabricante de gobiernos sanguinarios, un rey como el de Arabia Saudita, su aliado? ¿Los irritan en general las monarquías? Estas, por muy decorativas que resulten, son clara expresión institucional de la herencia antidemocrática acumulada durante siglos en el mundo; pero, que se sepa, los Estados Unidos no han gestado planes para librar de reyes a pueblo alguno, y menos si el monarca les resulta dócil. Su modelo “bipartidista” —que otros países han importado— si para algo sirve en verdad es para asegurar la permanencia de un rey: el capital, que se autoconsidera bien representado por presidentes, reyes, gobernantes sediciosos y golpistas: por quienquiera que sin miramientos ni escrúpulos garantice su poder sobre la mayoría de la población de un país dado, y del mundo.
El imperio no apoya movimientos populares: entrena, financia y emplea tropas que sirvan a sus intereses de dominación planetaria. A propósito de Libia, Luis Britto García escribió un artículo medularmente claro: “Cómo diferenciar una invasión de la OTAN de un movimiento social”. Se publicó en diversos sitios digitales, y aún puede leerse. La experiencia libia confirmó los puntos de vista del autor venezolano, y lo que está ocurriendo en Siria va por un camino similar.
No sería mera conjetura sostener que, si las fuerzas imperialistas no han consumado su agresión directa contra Siria —y ojalá no lleguen a hacerlo—, será porque no han conseguido un aval similar al que tuvieron para agredir a Libia. Entonces la escasa visión o la debilidad de gobiernos como los de Rusia y China, de peso en el antidemocrático Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, les dejó abierto el camino para sus desmanes. Lo tramado ahora contra Siria es un capítulo más de los planes del gobierno estadounidense y sus aliados, que, entre otros ejemplos de su actitud, dan el de no utilizar su poderío para poner fin a la marginación y la masacre del pueblo palestino por parte del gobierno de Israel, a fin de cuentas una sucursal, enclavada en el Medio Oriente, del imperio genocida.
Cuando el diplomático ghanés Kofi Annan, formado en los Estados Unidos y exsecretario general de la ONU, viajó a Siria como enviado de esa organización —la cual se sabe para cuántas cosas ha servido bajo la coyunda yanqui— en busca presuntamente de una solución pacífica al conflicto, todo parecía cuestión de días. El gobierno sirio aceptó condiciones y plazos que a todas luces resultaban incumplibles, y que las fuerzas movilizadas desde el exterior no respetarían. Aquello hacía pensar en la crónica de una muerte anunciada.
La negativa rusa y china a secundar el proyecto imperialista contra Siria —ya no podían seguir ignorando el peligro que significaba para ellos mismos— debe tenerse en cuenta al analizar por qué, aunque aquellas condiciones y aquellos plazos no se cumplieron, la OTAN no ha intervenido todavía en Siria directa o visiblemente. En tales circunstancias, Annan, de conocida historia en esas lides diplomáticas, acabó renunciando a su misión siria (al menos en su parte pública).
¿Tomó Annan esa decisión porque vio dificultado el que pudo haber sido su papel de mamporrero de la OTAN? ¿Lo habrá hecho porque recordó el doloroso final de aquel inspector de la ONU que murió infartado a raíz de ver cómo se desconocía el dictamen, avalado por él, que desmentía la falsa acusación a Irak de tener armas de exterminio masivo? Concédase el beneficio de la duda a Annan, aunque ello suponga cometer ingenuidad, pues candoroso e inocente no se supone que él sea: era secretario general de la ONU cuando se fabricó aquel pretexto para justificar una nueva escalada en la agresión a Irak.
Si alguien cree de veras que la turbulencia en Siria contra el gobierno la mantiene un movimiento popular legítimo, pudiera ir a esa nación y jugarse allí la vida junto a quienes, a su juicio, reclaman mayor democracia y justicia social. Tal vez entonces tenga verdadero motivo para sentirse orgulloso de su idea y de su actitud, o, por el contrario, descubra que las posibles legítimas aspiraciones del pueblo sirio —que, como todos, merece justicia social y democracia— están siendo manipuladas por fuerzas ajenas a él, mercenarios incluidos. Nada que ver con un verdadero movimiento social.
No es el momento para que nadie, y menos aún quienes honradamente se consideren, o sean, de izquierda —concepto que las fuerzas dominantes en el mundo, ayudadas por la patética y vergonzosa izqmierda, y por las circunstancias imperantes, procuran oscurecer cada vez más—, se dejen arrastrar por argucias de estación alguna. Al imperio le viene muy bien crear confusiones y ganar la mente de personas que puedan ejercer influencia, en especial los llamados líderes de opinión.
En la actual encrucijada habrá quienes acometan, hasta con la mejor voluntad, la descalificación del gobierno sirio, y promuevan contra él críticas que probablemente en otro contexto darían lugar a meditación y discusiones más productivas. Pero tampoco faltarán, si no están ya en pleno apogeo, quienes de hecho secunden la convocatoria imperial o se desorienten ante ella por ingenuidad, o por vanidad y petulancia de supuestos gurúes filosóficos, por ceguera o intereses de quién sabe qué índole. Así —aunque no sea ese en todos los casos su propósito— podrán quizás cumplir, o ya cumplen, una función que los dejará mal parados ante la historia, sin capacidad para librarse de ser también ellos considerados mamporreros de la OTAN.