A mediodía Benedicto XVI se asomó al patio interior del palacio apostólico de Castel Gandolfo para rezar el Ángelus con los fieles allí reunidos.
El Papa comentó el evangelio de San Marcos en que “Jesús comienza a hablar abiertamente de qué le sucederá al final”. “Es evidente -dijo- que entre Jesús y los discípulos hay una distancia interior profunda; se encuentran, por así decir, en dos longitudes de onda diversas: no entienden o comprenden solo superficialmente las palabras del Maestro”.
Por ejemplo, Pedro “después de haber manifestado su fe en Jesús, lo riñe porque predice que será rechazado y asesinado”. A su vez, después del segundo anuncio de la pasión, los discípulos “empiezan a discutir sobre cual de ellos será el más grande” y, por último, tras el tercer anuncio, “Santiago y Juan piden a Jesús que los siente a su derecha y a su izquierda cuando esté en la gloria”.
Pero hay otros signos de esta distancia “los discípulos no consiguen curar a un muchacho epiléptico, al que después Jesús sana con la fuerza de la oración; o cuando llevan a Jesús unos niños, los discípulos los regañan y, en cambio, Jesús, indignado, hace que se queden y afirma que sólo quien es cómo ellos puede entrar en el Reino de Dios”.
Todo esto, explicó el pontífice, “nos recuerda que la lógica de Dios es siempre 'otra', respecto a la nuestra (...) Por eso seguir al Señor requiere siempre del ser humano una profunda conversión, un cambio del modo de pensar y de vivir; requiere abrir el corazón a la escucha para dejarse iluminar y transformar interiormente. Un punto clave en que Dios y el hombre se diferencian es el orgullo: en Dios no hay orgullo porque El es la plenitud total, tendiente a amar y dar la vida. Por el contrario, en nosotros, los hombres, el orgullo está muy enraizado y exige una vigilancia y una purificación constante. Nosotros, que somos pequeños, aspiramos a ser grandes, a ser los primeros, mientras Dios no teme a rebajarse y hacerse último”.