Por Jesús Jiménez Prensa
El Toboso es un pueblo más de los cientos que hay en España. Está en Toledo y mucho ha cambiado desde que El Quijote pasó por allí en busca de Dulcinea, al igual que todos esos pueblos españoles, con su plaza y su iglesia. Ahora son el destino de personas extranjeras en busca de una vida mejor, su vida.
En ellos conviven desde hace años, en casas grandes y envejecidas, ancianos y ancianas junto a mujeres extranjeras que cuidan de ellos. Llegaron de Rumania, Colombia, Ecuador o Bulgaria. Llegaron por familiares que ya vivían en el pueblo. El origen de la llegada es difícil de saber, no son generaciones, son muchas personas que van y vienen, que se quedan o huyen.
La vida de un pueblo tan manchego como El Toboso no tiene mucho que ver con la convivencia entre los ancianos y las mujeres extranjeras en las ciudades, donde las americanas del sur pasean por las calles de Carabanchel junto a ancianos ya lentos. No existe ese bullicio y ruido. Todavía en los pueblos la fruta y la verdura la producen los vecinos y se comen churros los domingos.
En El Toboso las mujeres rumanas o suramericanas comparten con los mayores españoles las comidas junto al brasero, juegan a las cartas con el sonido de las campanas de fondo, acuden a la misa de los domingos juntos o toman el fresco en verano junto a las viudas y sus “muchachas”.
Los hijos de Cristina, la mujer rumana de Bucarest que cuida a Teresa, juegan al cuatro en raya con ella. Son los chicotes que dan alegría a la casa con el visillo corrido, donde la luz no entra a partir de las seis de la tarde.
Para muchos ancianos, que toda la vida vivieron en sus pueblos y nunca salieron de España, es extraño escuchar otro idioma en directo y no televisado. Si la mujer que les cuida es rumana no entenderán nada cuando ella hable por teléfono o internet con su familia, allí o aquí. Si es de América del Sur recordarán las novelas de después de las comidas. Aprenderán así que otros idiomas se hablan por el mundo, que otros acentos del español existen más allá de la televisión.
Muchas de estas mujeres les enseñarán geografía real y los ancianos se impresionarán con el tamaño del mundo. ¿Pero tú vienes de allí? Sí. Madre mía, ¡qué lejos! Y serán conscientes, y se lo enseñarán a sus hijos y nietos. Y así los ancianos se convertirán en testigos de una realidad, serán los coprotagonistas de eso que en la televisión llaman la inmigración.
La convivencia en los pueblos, en los pueblitos, es mucho más fuerte, el marido albañil de María, la mujer rumana que cuida de la Tomasa, se encarga de blanquear las fachadas de las casas de los vecinos. El hijo de ambos trabaja en el bar Dulcinea como encargado de los camareros. El hijo de Claudia, la mujer colombiana que cuida de Epifanio y Apolonia, va al colegio público junto al nieto de estos. La convivencia es buena y estrecha, no exenta de roces, como en toda relación.
Todos estos extranjeros viven en el pueblo, al principio en casas alquiladas. Son los vecinos nuevos de los vecinos de siempre. Los ancianos españoles se convierten en testigos de otras vidas, otros idiomas y diferentes mezclas de ingredientes en las comidas. También son conscientes de cómo estas personas se ganan la vida y luchan por continuar.
Los fines de semana, al llegar los hijos de las ciudades, hay en la mesa un plato rumano a base de berenjena asada, cebolla cruda y sal, se llama salată de vinete. Untado con pan será la cena del sábado. El padre del hijo le enseñó algo de gastronomía rumana. También le dirá: Dios mío, la chica rumana le echa pimienta a todos los platos. Es que en el Este las comidas son mucho más fuertes. Sí sí, eso dice la María, pero no, yo no le echo. En otra casa se comentará que los colombianos son muy alegres, que mientras limpian escuchan una música que nada tiene que ver con la copla de su juventud. Es vallenato hija. ¿Vallenato? Eso.
*Periodista, Centro de Colaboraciones Solidarias
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