Durante su reciente periplo europeo, el Presidente Obama chocó con Nicolás Sarkozy al abordar el tema de la integración de Turquía en el Unión Europea. Al igual que la mayoría de los políticos de su país, el dignatario estadounidense es un ferviente defensor de la presencia del populoso estado otomano en el concierto de los Estados democráticos de Occidente. Por su parte, el presidente galo es un acérrimo detractor del ingreso de Ankara en el “club de Bruselas”.
La postura de Sarkozy coincide con la de la clase política francesa, poco propensa a aceptar a un país musulmán en el seno del “selecto” entorno cristiano del Viejo Continente. El ideario del estadista francés poco o nada tiene que ver con el reciente llamamiento al diálogo dirigido al mundo islámico por Barack Hussein Obama.
La postura del Presidente Sarkozy refleja los complejos de muchos gobernantes europeos que, a la hora de evaluar los pros y los contras de las relaciones con el Islam, suelen caer en la trampa de un dañino y peligroso radicalismo. Este error sólo favorece los designios de los fundamentalistas islámicos, partidarios de la confrontación entre la población (cristiana) de la vieja Europa y los casi 24 millones de musulmanes de origen asiático y africano que han pasado a engrosar las filas de de los inmigrantes, legales o clandestinos, que llegaron a estos pagos atraídos por el imán de la opulencia.
Conviene señalar que, en comparación con Estados Unidos, donde el factor étnico y/o religioso no tenía mayor trascendencia para el proceso de integración de los inmigrantes, la sociedad europea y sus clases dirigentes, tienen la costumbre de practicar la discriminación social, cultural, étnica y religiosa, tratando, además, de convertir el problema identitario en un foco de conflicto.
Desde la década de los 70, la identidad religiosa de los inmigrantes musulmanes suele asociarse automáticamente a un sinfín de problemas sociales, como la violencia o la pobreza, la criminalidad y los disturbios callejeros. Sin embargo, los sociólogos estiman que es preciso desvincular los factores étincos o religiosos de los problemas sociales.
Lamentablemente, los gobernantes del Viejo Continente siguen por esta senda, al considerar la conveniencia de establecer relaciones privilegiadas con instituciones que representan supuestamente a la población musulmana. Lo hizo el propio Sarkazy en su etapa de Ministro de Interior de Francia, cuando se empeñó en “fabricar” un tejido de interlocutores musulmanes, aparentemente proclives al diálogo con el Estado. Se trataba de una simple quimera, puesto que los imanes de las mezquitas de París, Marsella o Lyon no hablaban el mismo idioma que los jóvenes de las barriadas pobres, protagonistas de los incidentes de 2005.
El lenguaje empleado por este segmento de la población, es decir, por los jóvenes de origen musulmán, hijos y nietos de inmigrantes árabes, poco tiene que ver con el ideario de Al Qaeda. En este caso concreto, se trata de ciudadanos franceses discriminados a raíz de su apellido, de su procedencia social. Para ellos, la tolerante y hospitalaria República francesa fue incapaz de asumir su histórico papel de crisol de razas y culturas. En efecto, algo falló en el sistema democrático galo, al igual que en otras modélicas estructuras liberales del Viejo Continente. Uno de los motivos, aunque no el único, fue el pánico ante el enemigo fabricado por Occidente hace ya más de tres lustros: el Islam.
Ni que decir tiene que los atentados del 11-S, del 7-J o del 11-M, llevaron el agua al molino de los radicales. El miedo al Islam, al musulmán, al ser diferente, fue alimentado por los políticos conservadores, aunque también por la actuación irresponsable de los medios de comunicación, empeñados en ver detrás de cada mahometano la larga mano de… Osama Bin Laden. De este modo, los trabajadores procedentes del África subsahariana o los inmigrantes asiáticos acabaron convirtiéndose en simples (¡y temibles!) musulmanes.
Los errores de algunos Gobiernos europeos durante las últimas décadas llevan el agua al molino de los fundamentalistas, que no necesitan siquiera hacer el esfuerzo de dividir para reinar. En este disonante concierto anticultural (que no intercultural), Nicolás Sarkozy es un mero interprete; un músico que toca ritmos ajenos. Desgraciadamente, el Viejo Continente se equivoca de partitura…
* Analista político internacional
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