Por Herbert Mujica Rojas
Hasta el martes por la noche era el editor de una revista y, como soy el primero en reconocer con modestia, que eso poco importa al común de la gente, sólo me atrevo a invocar algo de reflexión sobre la anécdota que ya empecé a narrar. El miércoles debía pasar a recoger una modesta armada dineraria, algo así como la tercera parte de cualquier trabajo similar pero era la génesis y luego se vería en la cancha, la publicidad, los contactos, la calidad y demás esperanzas. Descubrí cerca del mediodía que era “temido”, “reconocido”, “agresivo”, “negativo” y no sé qué más boberías sólo para no dar la modesta suma de S/ 500. Y siempre hemos dicho que si Ripley, el de “aunque usted no lo crea”, viviera en Perú, se moriría de hambre. Aquí hay cristianos capaces de llorar cada domingo en el templo, para, de lunes a sábado, volver a su cotidiano y rico desprecio por el trabajo profesional de todo el resto.
Como no sé si mañana o pasado pueda seguir disfrutando del servicio telefónico y como éste ya anda en los estertores de sus plazos terminantes, prefiero redactar hoy ya entrada la noche para reírme un poco de la estupidez humana, la mía, la de Demetrio Smallbrain, que así se llama el personaje de corta estatura y de gran vozarrón que es el fautor de esta historia más bien común que rara.
Hay almas a quienes lo retorcido les viene en el ADN. Se han creído el cuento que todos en Perú tienen un precio y que sus dólares, euros o nuevos soles sí pueden comprar todas las conciencias, sufragar títulos universitarios e improvisar análisis que magníficos copiadores zurcen con esfuerzos geniales y tijeras afiladas. Son tan autosuficientes que desdeñan la inteligencia ajena y asumen que la suya representa un momento estelar de la historia. Engolan la voz y con lentes de fino carey recitan lo que por la mañana y gracias a algún culto diario capitalino memorizaron o escucharon de la radio. No hablan, predican. Sus sentencias equivalen a mil maestros del derecho, otro tanto de psicología y el doctorado les llega por derecho divino.
Don Demetrio es uno de aquellos. Está convencido que puede apoderarse de la opinión del resto. Sus dólares y soles, sin duda honestos hasta donde se sabe, le avituallan de una pericia en el trato con hombres y mujeres, empleados, proveedores y cultiva la alucinación que lo que otros logran navegando en el estudio a conciencia, él lo compra y con jurados que felicitan el recital de páginas que otros han confeccionado.
A nadie puede escapar que en la sabiduría de este cúmulo de circunstancias, hay que ser un estúpido de altísimas condiciones exquisitas para creer que el burro puede saber algún día de alfajores. Pero, confesemos, sin mayor dilación, las orejas me las he ganado con inocencia y cretinismo. No hay vuelta que darle. La confesión de parte, releva de pruebas a todo aquél que en este momento esté enderezando el dicterio apropiado y sobre mi cabeza: ¡idiota! Me lo tengo bien merecido.
En el fango no nada un genio, hay sapos, ranas y lodos. ¿A cuento de qué buscar futuro dónde sólo hay el entusiasmo arrollador de quien posee alforjas llenas y con determinaciones funcionales al poder o de quien pueda regalarle algo de aquél? Mejor es que a uno le echen so pretexto de elogios cuando la verdad es que todo es hueco y sólo se es un estorbo, con inveterada costumbre de decir la verdad, sin antifaces, cómodos esguinces o silencios muy bien comprados.
En nuestro país no da dinero hablar claro. Te condecoran con juicios, te obliteran o simplemente no te toman en cuenta para nada. Por lo menos en el ámbito periodístico se dicen cosas que otros callan no obstante de lo cual, sigues siendo un ejemplar raro en tu propia tierra.
En fin hay que seguir luchando, con la sonrisa optimista por coraza, con la fuerza que da una indomeñable convicción de saber que se camina lento pero seguro, con la sensación que en algún momento habrá quienes te lancen el salvavidas que impida que el agua en las narices lo ahogue a uno. Como los árboles de Casona: hay que morir de pie.
Comencemos de nuevo y la fe del carbonero cuyo músculo alimenta la máquina con el mineral para que no pare su andar victorioso y olvidemos este capítulo.
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