Rafael Romero
No importa si los llamados críticos de televisión no dicen una palabra sobre Canal 11 ni sobre el programa “Nuestra última batalla”, que conduce Ricardo Belmont de lunes a viernes a las 10 de la noche, ya que el silencio forzado de esos comunicadores prueba la consigna con la que se mueven bajo las órdenes de sus jefes de la Sociedad Nacional de Radio y Televisión y del Consejo de la Prensa Peruana. Además prueba que reina en nuestro país la desinformación y la discriminación más descaradas.
Precisamente, “Nuestra última batalla” sale al frente como consecuencia de una larga lucha, donde un broadcaster peruano ha apostado todo por su país, pero ve que quienes lo gobiernan le hacen el juego a una argolla dedicada a subvencionar con el dinero de todos los peruanos a cuatro grupos mediáticos oligopólicos. No obstante, cuando Ricardo plantea una última batalla no se refiere de ningún modo a perder la guerra contra la injusticia, la ilegalidad y la inseguridad jurídica articulados por un sector corrupto del Estado peruano en contubernio con representantes de la ANDA e Ibope que buscan sacar de juego a un medio de comunicación social que defiende un periodismo ético y los valores humanos.
Comprendo a Ricardo porque no se puede aceptar que un puñado de amigotes que se mueven entre las oficinas gubernamentales y algunos edificios privados, logren que más de veinte millones de soles vayan, prácticamente en calidad de subsidio estatal, a cuatro familias, y en perjuicio de los radiodifusores locales de todo el Perú. Ante ese boicot, por un lado, contra los medios más chicos, y frente a una suerte de privilegio ilícito o favoritismo burocrático, por el otro, es lógico que cualquier ser humano digno se rebele y opte por abrir la posibilidad de marcharse del país a comenzar de cero, con todo el dolor que esto representa al ver que en su patria se le cierran las puertas.
Lamentablemente la verdad es una sola: hay discriminación en el país y se infringe diariamente el Artículo 2, inciso 2) de la Constitución, así como la Ley 28874 (que regula la publicidad estatal) y la Ley 28278 (de radio y televisión), y que son las normas que deberían aplicarse coherentemente con la Ley de contrataciones del Estado. Pero aquí existe algo más grave: el incumplimiento por parte del gobierno de la Declaración para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que recusa textualmente la discriminación y la inequitativa distribución de la publicidad oficial. Por todo ello, el programa “Nuestra última batalla”, en las ediciones que tengan que emitirse, habrá cumplido su deber de ponernos frente a nuestra conciencia como nación para construir democracia. Democracia que todavía está en pañales en el país.
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