Balada de la bicicleta
Gaviotas
Por Ángel Pasos
Pasado el barranco, más allá de donde traza la curva el río, existe un mundo misterioso, extraño, que vive ajeno a las miradas de los hombres. Es un mundo de luz y de vegetación, de agua, de serenas y tranquilas puestas de sol, que tiñen de dorado los lagos escondidos. Mi bicicleta dice que allí, en ese lugar recóndito y perdido, nacen todos los pájaros.
Cae la tarde y mi bicicleta y yo estamos sentados en la orilla. Una parte de la superficie del lago está cubierta de gaviotas. Se diría que estuviera cubierta de nieve. He oído decir que llaman a esas aves “gaviotas reidoras” y te aseguro, amigo mío, que si pudieras estar aquí, en medio de este barullo atronador y blanco, podrías entender el porqué de ese nombre extraño.
Mi bicicleta me mira perpleja, y se ríe. Yo también me río; los gritos de estos pájaros nos han entrado por la nariz y por los ojos, como el polen, o los mosquitos, cuando bajamos deprisa hacia las huertas de la vega.
Hemos pasado mucho tiempo así, sentados en la orilla, entre los juncos, contemplándolas, luego se ha puesto el sol allá, tras los cortados. Es un momento extraño, como si un ser inefable, sin medidas, las hubiera llamado de improviso. Primero una, luego otra, hasta que el resto de la bandada, ha levantado el vuelo, rumbo al último resplandor del día.
Mi bicicleta y yo hemos permanecido allí, mudos, en medio de un silencio frío. Las hemos visto alejarse. Formaban grandes grupos, y en cada uno de ellos, los pájaros más grandes y más fuertes ofrecían su estela de viento y de sabiduría a los pequeños.