Balada de la bicicleta
Donde se esconde la esperanza
Por Ángel Pasos
Camino de la ciudad el viento y el frío arreciaron. Era temprano y las calles estaban desiertas. Los objetos parecían poseer vida y gemir con el viento, mientras yo repetía en mi mente: “no hay nada parecido a yo, mí, o lo mío”. Repetía esta frase una y otra vez, en un intento vano de comprender completamente su sentido.
Donde se esconde la esperanza
Por Ángel Pasos
Camino de la ciudad el viento y el frío arreciaron. Era temprano y las calles estaban desiertas. Los objetos parecían poseer vida y gemir con el viento, mientras yo repetía en mi mente: “no hay nada parecido a yo, mí, o lo mío”. Repetía esta frase una y otra vez, en un intento vano de comprender completamente su sentido.
La vida se me escapa –pensé-, tantos errores, tanto buscar y ahora… Ahora, sólo ésta soledad. ¿Adónde voy a ir esta mañana?
Había salido de casa sin saber adónde ir. Podía empezar a llover en cualquier momento y no me apetecía llenarme de barro por los campos, así que decidí dirigirme al centro de la ciudad.
Atravesé muchas calles desiertas, saltándome semáforos en rojo. Todo el mundo dormía y mientras descendía por una avenida, sentí como si la ciudad me estuviera engullendo; era como adentrarse en las entrañas de un monstruo trágico y terrible. “La vida no es esto”, recuerdo que pensé en algún momento.
El frío me arañaba la cara y al pasarme la lengua por los labios noté que el viento helado los había cortado y que sabían ligeramente a sangre. Un inmenso nubarrón había cubierto por completo el cielo. Miré a mi alrededor: todas las ciudades son iguales —pensé—. Millones de personas plantándole cara a su destino. Dolor y sufrimiento y todo ¿para qué?
Las fachadas de las casas de esta parte de la ciudad estaban descoloridas. Podía ver los signos de envejecimiento y ruina en cada una de ellas. Ventanas por las que se colaba el viento; aparatos de aire acondicionado oxidados, antenas caídas, cristales rotos que nadie repondrá jamás… Todo en este barrio tenía el aspecto desolador de las cosas que se mueren despacio.
Atravesé un parque inmenso. Por debajo de un puente, bajo la autopista, pasaban un par de drogadictos en busca de su dosis. Tanta desesperanza; millones de personas intentando entender el porqué de ese instante en que quedaron rotas todas sus ilusiones.
Miré hacia adelante y entorné los ojos. Había comenzado a llover y el viento se colaba por debajo de mi abrigo, helándome la espalda. Me estremecí. No tengo ganas de seguir viviendo –pensé en aquel momento-. ¿Dónde se esconde la esperanza esta mañana?
De pronto, en un rincón del parque, una muchacha. Tiene un niño recién nacido entre sus brazos. El niño tiene la piel morena y los ojos muy grandes. Sus ojos infinitos parecen contener una respuesta. Cuando ve que la observo la chica me sonríe. Yo sonrío también y pienso: ahí, entre sus brazos, se esconde la esperanza esta mañana. Y sigo mi camino.
Había salido de casa sin saber adónde ir. Podía empezar a llover en cualquier momento y no me apetecía llenarme de barro por los campos, así que decidí dirigirme al centro de la ciudad.
Atravesé muchas calles desiertas, saltándome semáforos en rojo. Todo el mundo dormía y mientras descendía por una avenida, sentí como si la ciudad me estuviera engullendo; era como adentrarse en las entrañas de un monstruo trágico y terrible. “La vida no es esto”, recuerdo que pensé en algún momento.
El frío me arañaba la cara y al pasarme la lengua por los labios noté que el viento helado los había cortado y que sabían ligeramente a sangre. Un inmenso nubarrón había cubierto por completo el cielo. Miré a mi alrededor: todas las ciudades son iguales —pensé—. Millones de personas plantándole cara a su destino. Dolor y sufrimiento y todo ¿para qué?
Las fachadas de las casas de esta parte de la ciudad estaban descoloridas. Podía ver los signos de envejecimiento y ruina en cada una de ellas. Ventanas por las que se colaba el viento; aparatos de aire acondicionado oxidados, antenas caídas, cristales rotos que nadie repondrá jamás… Todo en este barrio tenía el aspecto desolador de las cosas que se mueren despacio.
Atravesé un parque inmenso. Por debajo de un puente, bajo la autopista, pasaban un par de drogadictos en busca de su dosis. Tanta desesperanza; millones de personas intentando entender el porqué de ese instante en que quedaron rotas todas sus ilusiones.
Miré hacia adelante y entorné los ojos. Había comenzado a llover y el viento se colaba por debajo de mi abrigo, helándome la espalda. Me estremecí. No tengo ganas de seguir viviendo –pensé en aquel momento-. ¿Dónde se esconde la esperanza esta mañana?
De pronto, en un rincón del parque, una muchacha. Tiene un niño recién nacido entre sus brazos. El niño tiene la piel morena y los ojos muy grandes. Sus ojos infinitos parecen contener una respuesta. Cuando ve que la observo la chica me sonríe. Yo sonrío también y pienso: ahí, entre sus brazos, se esconde la esperanza esta mañana. Y sigo mi camino.