Supremacía estadounidense e inferioridad latinoamericana: Religión y raza en la formación de dos ideologías complementarias

Con el telón de fondo de la mirada feliz del “Tío Sam”,  un limpio y bien acicalado Theodore Roosevelt coge del pescuezo a Colombia, representada como un bandido de piel oscura, desgreñado y “patas en el suelo”. Estados Unidos estaba interesado en construir y poseer el Canal de Panamá. Por ello, el Nuevo Pueblo Elegido de Dios alentó, organizó y financió la escisión de dicho territorio de Colombia, creándose la República de Panamá. Caricatura de William Allan Rogers en “Harper's Weekly”, 21 de noviembre de 1903.

Contenido

I.       Introducción
          ¿Puede autogobernarse una América Latina poblada de mestizos, negros y católicos?
          América Latina: Autogobierno, federación política y pobreza

          Ideología de la supremacía estadounidense

II.     Las colonias anglosajonas de América del Norte: El Nuevo Pueblo Elegido de Dios
          Singularidad de Estados Unidos como nuevo Pueblo Elegido de Dios
          Derecho divino de los conquistadores a la tierra de los pueblos nativos
          Estados Unidos: La luz del mundo
          Difusión de la civilización y el autogobierno como Destino Manifiesto de Estados Unidos
          Influencia de la religión sobre la política en Estados Unidos

III.   Hegemonía de la raza blanca e ideología de la supremacía estadounidense
          Los anglosajones americanos como herederos de los pueblos teutones

IV.    Defensa de la ideología de la supremacía estadounidense
          Prejuicios de los intelectuales blancos sobre los americanos nativos
          Prejuicios de los intelectuales blancos sobre las personas de raza negra

V.      Supremacía estadounidense, religión y raza
          La maldición de Noé condena a la esclavitud a las personas de raza negra
          Libertad sí, igualdad no: Discriminación racial en Estados Unidos

          Ideología de la inferioridad latinoamericana

VI.    Racismo en Estados Unidos y la ideología de la inferioridad de América Latina: La piel oscura como determinante de la inferioridad de personas y pueblos
          El componente racial blanco de América Latina
          El componente americano nativo en América Latina
          La población de origen africano en América Latina
          La población mestiza de América Latina

VII.  Conclusiones

Notas

Obras citadas

Un Teddy Roosevelt blanco y agigantado, abre paso a la civilización en Panamá. América Latina es representada por pobladores de tez morena y estatura inferior. Roosevelt hace gala de su nueva diplomacia, consistente en hablar de manera suave pero, eso sí, portando un gran garrote para instaurar el orden deseado si sus palabras no son tomadas en cuenta. La caricatura pertenece a William Allan Rogers y apareció en “The New York Herald” en el año 1904.

I.  Introducción

Desde los años iniciales de Estados Unidos como república, ha existido en este país una ideología que considera a América Latina como su patio trasero y que entiende a nuestra región como un área degradada del mundo, conformada por pueblos mediocres, de escasa o nula importancia. Más precisamente, esta ideología entiende a América Latina como un territorio habitado por individuos de rango inferior, indignos de ser llamados –y de ser considerados– americanos.

El político estadounidense Theodore Roosevelt (1910, 27) explicó hace más de un siglo que la calificación de americano está reservada para los residentes del país del norte y no para los habitantes del patio trasero. Luego de señalar que los ciudadanos de Estados Unidos “tenían en sus venas menos sangre aborigen que cualquiera de sus vecinos [latinoamericanos]”, Teddy señaló que “era de destacar que [los países latinoamericanos] hubieran permitido tácitamente que los estadounidenses se apropien del título de «americanos» para designar su nacionalidad distintiva e individual”.

Además de cumplir el papel de “patio trasero” de Estados Unidos, América Latina es considerada por esta ideología como “las sobras del mundo”, por citar la descriptiva frase del economista del Banco Mundial y autor Rudiger Dornbusch (1990, 129). Debido a su insignificante poder económico y político, América Latina es vista como una región del mundo en la que la historia nunca se produce. El Secretario de Estado Kissinger explicó con claridad lo que podría denominarse el axioma de la inferioridad geopolítica de los países del sur: “América Latina no es importante. Nada importante puede venir del Sur. La historia nunca se ha producido en el Sur. El eje de la historia comienza en Moscú, se traslada a Bonn, cruza a Washington, y luego se dirige a Tokio. Lo que pase en el Sur no tiene ninguna importancia” (citado por Hersh, 1983, 263).

El propósito del presente ensayo es analizar las fuentes y la razón de ser de la ideología de la inferioridad latinoamericana. Sin negar el papel central desempeñado por factores económicos y políticos en la definición de esta doctrina, nuestro estudio hará hincapié en los fundamentos religiosos y raciales de una visión ideológica que estaba vigente siglos antes de la primera aventura imperialista de Estados Unidos más allá de su frontera sur.

Trataremos de probar que la ideología de la inferioridad latinoamericana es una consecuencia de la percepción de las élites dominantes de EE.UU. sobre la posición de este país en el mundo, su misión política global, y el papel redentor que deberían cumplir sus habitantes blancos con respecto a las poblaciones de países entendidos como inferiores.

Argumentaremos que los elementos que contribuyeron al nacimiento de la ideología de la inferioridad latinoamericana se encuentran en los dogmas religiosos y raciales traídos por los anglosajones en su migración a la América del Norte durante el siglo XVII. Con el transcurrir del tiempo, estas creencias fueron aceptadas y asumidas por la mayoría de los estadounidenses, siendo incorporadas por el liderazgo político norteamericano como supuestos implícitos de su política general y exterior. Tras décadas de evolución, los componentes religiosos y raciales de esta doctrina de inferioridad se convirtieron en factores que permitieron racionalizar el dominio económico y político de América Latina por Estados Unidos. Fue así como la creencia en la inferioridad latinoamericana adquirió de manera imperceptible el carácter de ideología nacional. Hoy se encuentra profundamente arraigada en las clases dirigentes y en un amplio sector de la población de Estados Unidos. Sintomáticamente, al mismo tiempo, se encuentra excluida de la discusión académica y pública.

¿Puede autogobernarse una América Latina poblada de mestizos, negros y católicos?

Mientras el maestro anglosajón trata de enseñar el significado del concepto “democracia”, un alumno latinoamericano, de apariencia morena, demuestra no tener interés en la lección. La caricatura pertenece a William H. Crawford y fue publicada en el “New York Times” del 22 de diciembre de 1963 con la leyenda “¿Puede la clase prestar atención, por favor? ¿Quizá algún alumno?”

Las élites dominantes de Estados Unidos creyeron encontrar la explicación de la inferioridad de América Latina en las condiciones políticas, culturales y económicas imperantes en nuestra región.

En el ámbito político, los líderes estadounidenses señalaron como característicos los continuos conflictos internos de América Latina, muchos de ellos derivados en golpes de estado o guerras civiles; la consiguiente inestabilidad de los gobiernos hispanoamericanos; la rampante corrupción existente en las esferas oficiales y la carencia de instituciones democráticas eficientes. En materia cultural, indicaron como determinantes la ignorancia, el fanatismo y la pereza de su población. En el campo económico, el atraso y la pobreza de los países del área fueron entendidos como indicadores infalibles de la inferioridad latinoamericana.

En el pensamiento dominante estadounidense, la interacción de las condiciones anteriores resultó, desde el punto de vista de los movimientos poblacionales, en la generación de corrientes migratorias de “personas indeseables” –provenientes de América Latina– hacia Estados Unidos. En 1913, el presidente estadounidense William H. Taft presentó como ejemplo el caso de los inmigrantes mexicanos (Taft 1973, 77). En la actualidad, posiciones similares son defendidas por influyentes políticos de Washington. Por ejemplo, refiriéndose a las migraciones hacia Estados Unidos, el líder conservador Patrick Buchanan comentó: “El tema candente aquí... tiene que ver, casi totalmente con la raza y el carácter étnico. Si ciudadanos británicos, huyendo de una depresión, entraran a este país [Estados Unidos] a través de Canadá, no se produciría mayor alarma. La objeción central al actual flujo de inmigrantes ilegales es que no se trata de gente blanca que hable inglés y que provenga de Europa occidental; lo que llega es gente que habla español, negra o de piel color marrón o café, proveniente de México, América Latina y el Caribe” (citado por Berlet y Quigley 1995, 37).

América Latina: Autogobierno, federación política y pobreza

Desde principios del siglo XIX, resultaba claro para las clases dirigentes de Estados Unidos que lo que ellas consideraban la ignorancia de los pueblos latinoamericanos, la falta de visión de sus líderes, y la influencia de la Iglesia Católica, afectarían negativamente la capacidad de autogobierno que podría desarrollar la región.

En 1811, en una carta dirigida a Alexander von Humboldt, el tercer presidente de Estados Unidos –Thomas Jefferson– hizo explícita su opinión inicial sobre el tema. Escribió al respecto: “¿Qué clase de gobierno establecerán [los latinoamericanos]? ¿De cuánta libertad pueden gozar sin que se intoxiquen con ella? ¿Están sus líderes suficientemente iluminados como para formar gobiernos bien establecidos? ¿Está su gente preparada para supervigilar a los líderes? ¿Han colocado a sus indios [asimilados a la sociedad criolla] en pie de igualdad con los blancos?... A menos que la educación pueda transmitirse entre los indígenas con mayor rapidez que lo que demuestra la experiencia, las sociedades latinoamericanas se verán afectadas por el despotismo antes que estén listas para defender los avances que hubieran obtenido” (Whitman 1945, 271).

Siete años después, en 1818, las preocupaciones originales de Jefferson dieron paso a una visión aún más pesimista sobre las perspectivas de autogobierno de los países de América Latina. Refiriéndose a los latinoamericanos, Jefferson explicó: “El enemigo peligroso [que tienen] está dentro de ellos mismos. Sometidos al despotismo religioso y militar, la ignorancia y la superstición encadenarán sus mentes y sus cuerpos. Creo que sería mejor para ellos obtener la libertad en forma gradual. Progresivamente obtendrían el conocimiento y la información [que necesitan], para hacerse cargo de sí mismos con la comprensión debida; con mayor seguridad si, paralelamente, se ejerce sobre ellos el control que resulte necesario para mantenerlos en paz unos con otros” (Cappon 1959, 524).

No fue sino hasta 1821, año en que Perú alcanzó la independencia política de España, que el presidente Jefferson llegó a su conclusión final. Sentenció que América Latina era una región incapaz de vivir en democracia. Jefferson escribió: “Desde un principio temí que estas gentes no estuvieran suficientemente iluminadas para practicar el autogobierno y que, después de experimentar hechos de sangre y masacres, terminaran viviendo bajo tiranías militares, más o menos numerosas” (Cappon 1959, 570).

Otros líderes de la independencia de Estados Unidos compartieron opiniones similares con respecto a América Latina. Lleno de dudas, John Adams, segundo presidente de Estados Unidos, escribió: “[Los latinoamericanos] serán independientes de España. Sin embargo, ¿podrán tener gobiernos libres? ¿Puede coexistir un gobierno libre y la religión católica romana?” (Cappon 1959, 523).

En un primer momento, los dirigentes estadounidenses asumieron que siguiendo su ejemplo, la América Latina independiente establecería una federación de estados, conformada por democracias prósperas. Sin embargo, observaron que esta posibilidad se vería obstaculizada por la sucesión de movimientos revolucionarios, crisis fiscales y brotes de corrupción gubernamental. En un ensayo publicado en The Forum, en 1894, el futuro presidente Theodore Roosevelt percibió esta realidad y la atribuyó a las discordias existentes entre las naciones de América Latina: “El espíritu de patriotismo provincial y la incapacidad para asumir el compromiso de adhesión a la patria grande ha sido la causa principal que ha producido semejante anarquía en los estados de América del Sur. Esto ha dado lugar a que se presente ante nosotros, no una gran federación de naciones hispanoamericanas –que se extienda desde el Río Grande hasta el Cabo de Hornos– sino una multitud conflictiva de estados, plagados de revoluciones, ninguno de los cuales ha llegado a adquirir, siquiera, el rango de una potencia de segunda importancia” (DiNunzio 1994, 167).

Por otra parte, los políticos estadounidenses racionalizaron el atraso y la pobreza de América Latina como el resultado natural de su incapacidad para mantener una economía de mercado debidamente estructurada. Partieron de la observación que las cajas fiscales de América Latina usualmente se encuentran en bancarrota. Dada su incapacidad para recaudar impuestos, la región mantiene una abultada deuda y, a pesar de los incumplimientos en su pago, siempre está solicitando nuevos préstamos. Debido a la existencia de este círculo vicioso de endeudamiento, durante el siglo XIX los hombres de negocios estadounidenses “no vieron futuro [en América Latina], salvo la continuación indefinida del régimen hispanoamericano de revoluciones, repudio de la deuda, devaluación monetaria y bancarrota... No puede esperarse buen gobierno ni buena fe de mestizos ni negros (Adee 1969, 322).

Ideología de la supremacía estadounidense

II.    Las colonias anglosajonas de América del Norte: El Nuevo Pueblo Elegido de Dios

Representación del Destino Manifiesto de Estados Unidos como pueblo singular e iluminado por el conocimiento divino que marcha a la conquista de los territorios occidentales de América del Norte

El concepto de inferioridad es una noción relativa que establece una correspondencia de subordinación entre un grupo que se siente o considera “superior” respecto de otro grupo al que el primero entiende como “inferior”. En esta concepción, la superioridad de uno implica la inferioridad del otro. Sólo una sociedad o grupo humano que se cree o entiende “superior” puede calificar a otra sociedad o grupo humano como “inferior”. Si se tiene en cuenta este antecedente puede afirmarse que la ideología de la inferioridad de América Latina es consecuencia conceptual del desarrollo de una ideología opuesta y anterior a ella. Esta doctrina –que ejerce el rol dominante– es la ideología de la supremacía de Estados Unidos en relación con el resto del mundo: la ideología de la inferioridad latinoamericana tiene su origen en la ideología de la supremacía estadounidense.

Los orígenes de la ideología de la supremacía estadounidense se remontan al establecimiento de las colonias inglesas en América del Norte. Los anglosajones que llegaron a la costa este de lo que es hoy Estados Unidos, partieron de una Inglaterra que mantenía una pugna abierta por el dominio del mundo. En aquella época Inglaterra aplicaba una estrategia mercantilista que buscaba obtener riquezas y colonias con el fin de asegurar el poder político. Debido a que la mentalidad mercantilista entendía las ganancias de una nación como la necesaria contrapartida de las pérdidas de otras, las colonias y las riquezas deberían obtenerse antes que lo hicieran otras potencias de Europa occidental. Dentro del proyecto mercantilista inglés, estaba claro que la grandeza y la riqueza eran bienes limitados que no deberían compartirse con naciones enemigas, como España, Francia u Holanda. Dentro de la estrategia de Inglaterra para alcanzar la hegemonía global, los conquistadores de América del Norte no albergaron dudas acerca de su papel como adelantados ingleses en la cruzada por el poder mundial.

Los migrantes anglosajones también estuvieron conscientes de su rol como empresarios. Siendo Inglaterra la nación capitalista más progresista de su tiempo, los colonos que acometieron la empresa de conquistar América del Norte reconocieron el rol empresarial que deberían desempeñar. Muchos de ellos emigraron luego de haber participado en la conformación de sociedades por acciones cuyo fin era la colonización y la obtención de ganancias a través del establecimiento de asentamientos humanos en Norteamérica. A diferencia de la obsesión por el oro y la plata demostrada por los españoles que conquistaron México o Perú, los migrantes anglosajones fijaron como prioridades la apropiación de tierras y la realización en ellas de actividades agropecuarias, industriales y comerciales. Las empresas establecidas por los migrantes anglosajones constituyeron la manifestación de un nuevo tipo de asociación entre personas, que pronto se reflejaría en las constituciones y cartas de fundación de las colonias inglesas en América del Norte.

Singularidad de Estados Unidos como nuevo Pueblo Elegido de Dios

Sin embargo, la apropiación de la tierra –en particular cuando ella es ocupada por un grupo nativo– requiere de justificación moral. Los colonos ingleses desarrollaron esta racionalización construyéndola a partir de los preceptos de su fe religiosa. Fue así como los inmigrantes anglosajones comenzaron a considerarse a sí mismos como miembros del nuevo Pueblo Elegido de Dios. De la misma manera que los judíos de la antigüedad al llegar a la Tierra Prometida, los anglosajones que fundaron las colonias en Norteamérica se autodefinieron como siervos del Señor. Este compromiso los elevaba a la condición de Hijos de Dios embarcados en una reedición del éxodo, esta vez hacia América, la nueva tierra prometida. Siguiendo supuestamente la orientación divina, los conquistadores ingleses se establecieron en el Nuevo Israel ubicado en la costa este de América del Norte.

Se encuentra aquí el origen de la noción de las colonias inglesas en Norteamérica –y, por ende, de Estados Unidos– como un pueblo diferente, singular. Se trata de una nación que por su capacidad y dotes morales únicas fue la elegida por Dios para mantener una posición superior en el mundo y para recibir privilegios especiales.[1]

Derecho divino de los conquistadores a la tierra de los pueblos nativos

En las colonias que fundaron los conquistadores anglosajones hicieron valer los derechos a la propiedad de la tierra que les había sido concedida como gracia del Altísimo por ser el Nuevo Pueblo Elegido de Dios.

En 1609, el reverendo William Symonds, clérigo de la Iglesia de Inglaterra, explicó a los futuros colonos de Virginia que su deber era “ir al lugar que Dios nos indica que poseamos en paz y abundancia, una tierra que el Señor plantó, [una posesión] como el Jardín de Edén, diferente a cualquier otra parte de la tierra” (Symonds 1968, 35).

Dos décadas después, John Cotton, patriarca de la colonia de Nueva Inglaterra, complementó la doctrina anterior con la racionalización del derecho de los conquistadores ingleses a la propiedad de la tierra de los pueblos nativos. Para el líder de la Iglesia Congregacional, la localización de un pueblo en un determinado territorio constituía expresión “de un mandamiento del Señor”. Apoyando su interpretación en textos bíblicos, Cotton aseguró que “Dios crea espacio para un pueblo” de tres maneras diferentes: “En primer lugar, cuando [Dios] expulsa a los enemigos del pueblo [migrante], luego de librar una guerra legal contra los nativos, guerra declarada por Dios… Sin embargo, esta forma de guerra y de expulsión –sin que medie provocación alguna– depende del mandato especial de Dios. Si la orden divina no existe, [la guerra y la expulsión] no deben realizarse. En segundo lugar, cuando [Dios] concede su gracia al pueblo [migrante] ante los ojos de los habitantes nativos, autorizándolo a asentarse entre ellos, por ejemplo mediante la adquisición [de la tierra]… En tercer lugar, cuando [Dios] crea una nación en un espacio que, a pesar de no estar deshabitado [en su totalidad], si lo está en el territorio específico donde [los nuevos habitantes] residen. En donde existe un territorio desocupado existe libertad para que los hijos de Adán y de Noé lleguen y habiten, a pesar que no hubieran comprado el territorio o que no hubieran pedido permiso para habitarlo… De manera que es libre para cualquiera el poder tomar posesión de territorios desocupados. No obstante, ninguna nación debe expulsar a otra de su territorio sin que exista el mandamiento divino para ello –como existió en el caso de los israelitas– a menos que los pobladores nativos cometan injusticias [contra los recién llegados] y no estén dispuestos a compensar pacíficamente dichas injusticias. En estas condiciones, [el pueblo migrante] puede hacerse justicia por propia mano librando una guerra legal y sometiendo a los habitantes nativos” (Cotton 1968, 107-108).

En los siguientes siglos, la doctrina de Cotton se convertiría en la descripción de los métodos expansionistas seguidos por Estados Unidos en naciones “paganas” aún no tocadas por los Hijos de Dios en su misión civilizadora. Por supuesto, los estadounidenses que practicaron dichas conquistas entendieron que contaban con el “mandato divino” para poder realizarlas.

Estados Unidos: La luz del mundo

Como consecuencia del mito de la singularidad de la América anglosajona, el Altísimo confió al iluminado Nuevo Pueblo Elegido el cumplimiento de misiones superiores. En primer lugar, los Hijos de Dios deberían convertirse en ejemplo para los países salvajes. Ya lo había adelantado Jesucristo cuando explicó a sus seguidores que ellos eran “la luz del mundo”. Recuérdese que los primeros cristianos se entendían a sí mismos  “como una ciudad asentada sobre un monte, [que] no puede esconderse”, ciudad destinada a alumbrar luz (Mateo 5, 14-16). Siguiendo la prédica de Jesús entre sus primeros fieles, los anglosajones americanos interpretaron que ellos también habían sido designados para constituirse en “la luz del mundo”. Las colonias anglosajonas en América –que luego conformarían Estados Unidos– deberían dejar que su “luz brille ante los hombres” y que la humanidad pueda ver sus “buenas obras”. En este sentido, el puritano John Winthrop, primer gobernador de la Colonia de la Bahía de Massachusetts, señaló en 1630: “El Señor es nuestro Dios y se deleitará de habitar entre nosotros, como Su propio pueblo… El Señor hará que nuestro nombre sea alabanza y gloria… Debemos tener en cuenta que vamos a ser como una ciudad asentada sobre un monte; las miradas de toda la gente se concentrarán sobre nosotros” (Winthrop 1968, 115).

En 1651, coincidiendo con Winthrop, el ministro calvinista Peter Bulkeley subrayó la importancia de la idea de la singularidad anglosajona. Para el fundador de la ciudad de Concord, en Massachusetts, los anglosajones americanos eran el único pueblo sabio y santo que habitaba en el mundo: “Ésta puede ser nuestra excelencia y nuestra dignidad entre las naciones con las que vivimos en el mundo, que ellas estén compelidas a decir de nosotros que sólo este pueblo es sabio, es un pueblo santo y bendito; que todos los que nos vean pueden ver y saber que el nombre del Señor gobierna sobre nosotros y que somos la semilla que el Señor ha bendecido… Y nosotros aquí, la población de Nueva Inglaterra, debemos trabajar de manera especial para brillar en santidad sobre las demás gentes. Como pocos, poseemos riqueza y abundancia de ordenanzas y medios de gracia. Somos como una ciudad asentada sobre un monte, a la vista abierta de toda la tierra; los ojos del mundo están sobre nosotros, porque profesamos que somos un pueblo en alianza con Dios” (Bulkeley 1968, 212).

Difusión de la civilización y el autogobierno como Destino Manifiesto de Estados Unidos

La segunda obligación de los Hijos de Dios era la de civilizar a los pueblos paganos del mundo, introduciéndolos a la cultura y la religión anglosajonas y a las formas de autogobierno racional.[2] El Nuevo Pueblo Elegido debería llevar a cabo una misión que provenía del mandato de Dios y por ende era superior: iluminar a los demás pueblos del mundo y predicar la racionalidad, el orden de la civilización y las prácticas electorales a los “salvajes”. Los anglosajones americanos deberían abrir los ojos de las naciones bárbaras y enseñarles que Dios creó la naturaleza y el orden natural –universal, absoluto e inmutable– como el mejor orden posible para la humanidad. Las sociedades humanas podrían alcanzar la felicidad sólo si aplicaban las leyes naturales del orden divino en la conformación y funcionamiento de sus instituciones políticas y económicas. Obviamente, para ello deberían adquirir de manera previa el conocimiento completo de los principios del orden natural, tarea difusora confiada, por supuesto, al Nuevo Pueblo Elegido de Dios.

Por tanto, los Hijos de Dios no deberían retener exclusivamente para ellos el conocimiento de los secretos del autogobierno y de la manera en que las naciones deberían construirse y organizarse. Teniendo en cuenta que la mayor parte de la humanidad, especialmente en el continente americano, desconocía las leyes del orden natural, los guardianes de la revelación divina deberían propagar la buena nueva. En 1839, el influyente periodista y diplomático John O’Sullivan –famoso por haber acuñado la expresión Destino Manifiesto– explicó: “En su magnífico dominio del espacio y del tiempo, la nación de naciones [Estados Unidos] está destinada a manifestar a la humanidad la excelencia de los principios divinos; debe establecer en la tierra el templo más noble que se haya consagrado jamás al culto del Altísimo, lo Sagrado y la Verdad. Su palabra debería resumirse en la presencia en un hemisferio [el Occidental]… gobernado por la ley natural y moral de Dios… Estados Unidos ha sido elegido para cumplir la misión bendita de llevar la luz creadora de vida a las naciones del mundo excluidos de ella” (O’Sullivan 1968, 510, 511).

Gradualmente, los colonos ingleses establecidos en América del Norte entendieron que tenían la obligación moral de rehacer el mundo y dirigir una cruzada mundial de virtud, progreso, democracia y libertad contra la inmoralidad, el atraso y la opresión observados en las “naciones bárbaras”. Siguiendo esta línea de pensamiento, en 1816 Thomas Jefferson escribió que el papel de Estados Unidos era el de constituir “una barrera contra el retorno de la ignorancia y la barbarie” (Cappon 1959, 484). Por su parte, en 1839, el anteriormente citado O’Sullivan afirmó que “el deber peculiar de este país ha sido ejemplificar y encarnar una civilización en la cual los derechos [y] la libertad… deben constituir el objetivo más elevado… La disciplina de la Providencia se ha orientado con este fin desde los más tempranos momentos de la historia de la raza angloamericana… Somos la nación del progreso humano. ¿Quién o qué podría fijar límites a nuestra marcha hacia el progreso? Ningún poder terrenal podrá; la Providencia está con nosotros” (O’Sullivan 1968, 504, 510). Ocho años después, en 1847, el financista y diplomático estadounidense Albert Gallatin (1968, 369) resumió la misión de los anglosajones americanos: “mejorar el estado del mundo y constituirse en la república modelo que demuestre que los hombres son capaces de gobernarse a sí mismos”.

Influencia de la religión sobre la política en Estados Unidos

De la anterior descripción, puede concluirse que desde los tiempos de la conquista inglesa de la América del Norte, la religión estableció una estrecha relación orientadora sobre la política, dependencia conceptual que sigue siendo vigorosa en nuestros días. En ejercicio de sus funciones pastorales, los clérigos protestantes sugirieron las primeras ideas políticas que se discutieron en las colonias inglesas, inaugurando una interacción entre la religión como filosofía dominante y la política como actividad humana dependiente.

Pueden encontrarse manifestaciones adicionales de la influencia de la religión sobre la política examinando las estructuras gubernativas y las leyes establecidas en las colonias. Por lo general, las nuevas instituciones se fundaron siguiendo la inspiración bíblica general y las propuestas específicas de los clérigos.[3] No sólo ante los ojos de los creyentes, sino para las clases que intentaban gobernarlos, los anglosajones asentados en las colonias se convirtieron en los Hijos de Dios en América, el Nuevo Pueblo Elegido de Dios, portador de una misión civilizadora y democrática entre las naciones atrasadas del mundo.

III.  Hegemonía de la raza blanca e ideología de la supremacía estadounidense

Richard G. Butler (1918-2004) rodeado de guardaespaldas en el Congreso Ario del año 2003. Butler, fundador de la Iglesia de Jesucristo Cristiano y líder del grupo Naciones Arias, proclamó que la raza aria era la raza superior del mundo. Siendo los anglosajones estadounidenses los primeros entre “las doce tribus arias de Israel”, Butler llegó a la conclusión que Estados Unidos debería ejercer la supremacía mundial.

El desarrollo de la ideología de la supremacía estadounidense recibió un aporte importante cuando a la noción de la existencia de un Nuevo Pueblo Elegido se asoció el concepto de raza y la distinción entre una raza superior –la raza blanca– y un conjunto de razas inferiores (las razas no blancas). Perteneciendo los Hijos de Dios a la raza blanca, los colonos ingleses de la América del Norte entendieron que dicha característica era la confirmación de formar parte de un pueblo superior –Estados Unidos– nación destinada a ejercer la supremacía en el mundo tal cual la bíblica ciudad asentada en la cumbre de un monte. A partir de la citada confluencia ideológica, con el transcurrir de los años se fue estableciendo una creciente asociación entre la profesión de fe cristiana, la pertenencia al Nuevo Pueblo Elegido de Dios y ser de raza blanca. El principal resultado de esta identificación religiosa, racial y política fue la apropiación de la idea de Dios. Dios se secularizó, se convirtió en estadounidense[4] y pasó a ser el activo más importante de la cultura anglosajona americana.[5] Por no ser blancos y no haber sido favorecidos por la “selección” divina, los demás pueblos y razas del mundo, en especial las personas de piel oscura  –americanos nativos, negros, mestizos, etc.– resultaban inferiores al Nuevo Pueblo Elegido.
Primera página del periódico “The World” publicado en New York el 5 de septiembre de 1921. El diario pone al descubierto las acciones de la organización racista Ku Klux Klan en contra de los afroamericanos, los inmigrantes, los católicos y los judíos.

La idea de la supremacía de los Hijos de Dios y de la raza blanca se afirmó en los siglos XIX y XX. En un artículo publicado en 1858 en que proponía la anexión de México a Estados Unidos, la facción del Partido Demócrata denominada “América Joven”, afirmó: “Siguiendo el mandato de la Providencia, ha llegado el momento en que es imperiosamente nuestro deber asumir el control de México e incorporarlo al tren del progreso del mundo, de la misma manera como fue nuestra obligación establecer la raza caucásica en este suelo y abrirlo a los rayos ilimitados del sol. Pocahontas, el rey Felipe y Red Jacket no cumplieron con los designios de Dios para este continente. Éste tenía que cambiar de manos. Así también debe suceder con México y, tarde o temprano, con todo el mundo hispanoamericano. Sólo nuestra raza puede civilizar y gobernar el Hemisferio Occidental” (United States Magazine and Democratic Review 1968, 39).

En 1885, el clérigo Josiah Strong, secretario de la Sociedad Misionera del Hogar Congregacional, combinó el factor racial con consideraciones de darwinismo social y reafirmó la propuesta de “América Joven”: “La civilización de Estados Unidos es la civilización de América... El futuro del continente es nuestro... Esta poderosa raza avanzará sobre México, América Central y América del Sur, los territorios insulares, África y más allá. ¿Puede alguien dudar que el resultado de esta competencia de razas será la supervivencia de la más apta?” (Strong 1968, 73, 75).

Los anglosajones americanos como herederos de los pueblos teutones

La idea de la supremacía de los Hijos de Dios se vio reforzada cuando prominentes estadounidenses percibieron que debido a su ascendencia anglosajona resultaban herederos del genio político de los pueblos teutónicos. En las postrimerías del siglo XIX, diversos líderes de la nación recordaron la ascendencia germánica de los anglosajones. Por ejemplo, Theodore Roosevelt (1910, 26) escribió: “El componente germánico predomina en la sangre del inglés promedio, de la misma manera que el componente inglés predomina en la sangre del estadounidense promedio”.

Así se llegó a la conclusión que la herencia teutónica era uno de los factores más importantes del éxito estadounidense.[6] Supuestamente por su elevada inteligencia y moralidad, la raza germánica había sido preparada por la Divina Providencia para el establecimiento y desarrollo de las instituciones democráticas. En 1896, el senador Henry Cabot Lodge resumió el punto: “Cuando hablamos de una raza... nos referimos a su carácter moral e intelectual... Lo que caracteriza a una raza son sus características mentales y, sobre todo, sus características morales, producto del lento crecimiento y acumulación de trabajo y conflictos a lo largo de siglos... La asociación de ambos caracteres genera el espíritu de dicha raza; representa el producto de su evolución histórica, la herencia de sus antepasados, y las motivaciones de su conducta. Los hombres de cada raza poseen un conjunto indestructible de ideas, tradiciones, sentimientos, modos de pensar, una herencia inconsciente proveniente de sus antepasados, contra la que ninguna argumentación surte efecto... El análisis demuestra que... si bien los anglófonos derivan de orígenes diferentes... hay entre ellos... una abrumadora preponderancia de población de la misma raza, que es la raza de las grandes tribus germánicas... Ellas se consolidaron a lo largo de más de mil años de guerras, conquistas, migraciones y luchas internas y en el extranjero. Como resultado de esta evolución han alcanzado una constancia y definición de su carácter nacional desconocidos para cualquier otro pueblo” (Lodge 1968, 91). El líder republicano llegó a la conclusión que sobre la base moral e intelectual de su ascendencia teutónica, los anglosajones americanos tendrían un porvenir brillante: “Nuestra historia, nuestras victorias y nuestro futuro descansan sobre las cualidades morales de la raza anglófona” (Lodge 1968, 91).

La aceptación de la ascendencia racial germánica tuvo consecuencias peculiares en la elaboración de la ideología de la supremacía estadounidense. En primer lugar, reforzó la creencia que Estados Unidos debería aceptar lo que el poeta Rudyard Kipling llamó en 1899 “la responsabilidad del hombre blanco”. A principios del siglo XX, el senador Albert Beveridge explicó en qué consistía esta responsabilidad: “No renunciaremos a la parte que nos corresponde en la misión de nuestra raza, administradora de la civilización del mundo por mandato de Dios. Vamos a continuar con nuestro trabajo... con gratitud por habérsenos confiado una tarea digna de nuestra fortaleza, y agradeciendo a Dios Todopoderoso que nos haya señalado como Su pueblo escogido para dirigir la regeneración del mundo... Esta cuestión es muy profunda... Es elemental. Es racial. Dios no ha preparado a los pueblos de habla inglesa y teutónicos durante mil años para que permanezcan en una vana e inútil autocontemplación y autoadmiración. ¡No! Él ha hecho que seamos los organizadores por excelencia del mundo para establecer el orden donde hoy reina el caos. Él nos ha premunido del espíritu de progreso para vencer a las fuerzas de la reacción en toda la tierra. Él nos ha hecho expertos en temas relacionados con el gobierno para de esta manera poder establecer el gobierno entre pueblos salvajes y seniles. Si no fuera por esta fortaleza, el mundo recaería en la barbarie y la oscuridad. Y de toda nuestra raza ha señalado al pueblo estadounidense como Su nación elegida para dirigir finalmente la regeneración del mundo. Ésta es la misión divina de Estados Unidos. Guarda como reserva para nosotros todo el beneficio, toda la gloria y toda la felicidad posible para el hombre. Somos administradores del progreso mundial, guardianes de su justa paz” (Beveridge 1968, 336, 343).

De igual manera inspiró el actual resurgimiento de la prédica racista en Estados Unidos. En la década de 1980, Richard Butler, pastor de la Iglesia de Jesucristo Cristiano (Identidad Cristiana) y líder del grupo conocido como “Naciones Arias”, explicó la misma hipótesis, esta vez bajo el sugestivo título de la Cristiandad Revelada. Para el reverendo Butler, la base de la “fe y el culto” es “la verdad racial... ario, cristianismo y raza son una sola cosa (Butler 1995a, 150). Butler remarcó que la Biblia era “la historia de la familia de raza blanca” y que no todas las razas descendían de Adán: “Adán es el padre pero sólo de la raza blanca” (Butler 1995b, 147). Teniendo en cuenta que la raza aria es la raza superior del mundo y siendo los anglosajones estadounidenses los primeros entre “las doce tribus arias de Israel”, el clérigo llegó a la conclusión que Estados Unidos debería ejercer la supremacía mundial.

IV.  Defensa de la ideología de la supremacía estadounidense

Primera página del periódico “The World” publicado en New York el 5 de septiembre de 1921. El diario pone al descubierto las acciones de la organización racista Ku Klux Klan en contra de los afroamericanos, los inmigrantes, los católicos y los judíos.

Los defensores de la supremacía racial y nacional estadounidense sustentaron esta creencia haciendo uso de tres conjuntos de argumentos.

El primer conjunto provino de la percepción de ciertos hechos históricos como confirmatorios de la superioridad del Nuevo Pueblo Elegido de Dios. Entre éstos se mencionó la derrota militar de Gran Bretaña, el triunfo de la Revolución de la Independencia de Estados Unidos, el progreso técnico y la prosperidad económica de la nación.

Un segundo conjunto de argumentos provino de la creencia en una supuesta progresión hacia el oeste de la civilización, la cultura y los imperios nacionales. En el siglo XVIII, el obispo y filósofo George Berkeley, escribió: “El desarrollo de los imperios marcha hacia el oeste”. Nathaniel Ames, editor del Astronomical Diary and Almanack, corroboró en 1758 que “el progreso de la literatura humana –como la dinámica del sol– marcha del este hasta el oeste. Es así como se desplazó de Asia a Europa y ahora ha llegado a la costa oriental de América” (citado por Ames 1968, 29). En 1782, de Crèvecoeur (1968, 586), comentarista de la Revolución de la Independencia, señaló que “los estadounidenses son los peregrinos occidentales que traen con ellos el gran acervo de las artes, las ciencias, el vigor y la industria que aparecieron inicialmente en el oriente. Los estadounidenses son los que culminarán el gran círculo”.

Las menciones a la progresión imperial hacia el occidente continuaron a lo largo del siglo XIX. En un artículo publicado en 1839, O’Sullivan postuló que la sociedad estadounidense era la expresión de la última etapa de progreso. Partiendo de Persia, pasando por India, Grecia, Judea y Roma, “la historia de la humanidad es la historia de una gran marcha, más o menos rápida, algunas veces impedida por obstáculos, otras veces facilitada por la fuerza, pero en todo momento con tendencia a alcanzar un objetivo: la máxima perfección del hombre. El avance de la civilización muestra el progreso del hombre desde un estado de individualismo salvaje a un individualismo más elevado, moral y refinado... Dicho primer estado de la civilización prevaleció en la infancia de nuestra raza... Puede llamársele la fase teocrática, y, por ser la más temprana de nuestra raza tras dejar atrás la barbarie, surgió entre las antiguas comunidades de Oriente, Judea, Persia y la India... La última etapa de la civilización, que es la democrática, tuvo su primera existencia permanente en este país” (O’Sullivan 1968a, 502- 504). En 1851, el filósofo y poeta Henry Thoreau resumió la observación:”Vamos hacia el oriente en busca de la historia y del estudio de las obras de arte y la literatura, volviendo sobre los pasos de la raza. En cambio, nuestra marcha hacia el occidente es una progresión hacia el futuro, imbuidos del espíritu de empresa y aventura” (Thoreau 1968, 126).

El último conjunto de argumentos a favor de la supremacía estadounidense fue aportado por nuevas disciplinas científicas como la etnología y pseudociencias como la frenología y la eugenesia. Durante el siglo XIX se hizo común la aparición de estudios que señalaban a la raza aria como la responsable en la obtención de los logros más importantes de la civilización, en todos los niveles.[7] En particular, la mayoría de los citados estudios pretendieron mostrar que la rama estadounidense de la raza aria era la raza superior por excelencia. Los mismos estudios “probaron” la inferioridad de las razas no arias. Usando procedimientos que se presumía eran expresión del último progreso científico en el campo –como mediciones craneales, evaluaciones culturales, pruebas de cociente intelectual y estudios de familia– estas exposiciones llegaron a concluir que las razas inferiores, es decir las razas no arias –americanos nativos y afroamericanos– se caracterizaban por el retraso mental, la pereza y la falta de capacidad en general.

Prejuicios de los intelectuales blancos sobre los americanos nativos

En 1628, Jonas Michaëlius, el clérigo que fundó la Iglesia Reformada Holandesa en Nueva York, enunció lo que se convertiría en la descripción estándar de los americanos nativos. Los caracterizó como seres “totalmente salvajes e incivilizados, ajenos a toda decencia, descorteses y estúpidos como palos, competentes para todas las maldades e impiedades, hombres perversos que no sirven a nadie, excepto al Diablo... Son ladrones y traidores en toda su estatura; y en crueldad son más inhumanos que la gente de Berbería y muy superiores a los africanos” (Michaëlius 1957, 34).

Siglo y medio después, en 1782, el abogado y ex clérigo Hugh Brackenridge sugirió el mismo retrato de los “animales vulgarmente llamados indios”. Negándoles que “tuvieran derecho a poseer la tierra”, Brackenridge describió a los americanos nativos como “indios salvajes”, con la “piel pintada de rojo y una pluma atravesándoles la nariz”. Estos “animales” se asentaron “en el amplio continente de América del Norte y América del Sur... Tienen forma de hombres y pueden pertenecer a la especie humana, pero sin duda, en su estado actual, se acercan más a la condición de demonios”. Brackenridge afirmó que los indios deberían ser aniquilados porque siendo un obstáculo al avance de la civilización, era necesario favorecer dicho progreso. Las sociedades civilizadas “no podían confiar en la palabra [de los indios] ni en sus promesas. Cuando te hacen la guerra, cuando te toman preso y te tienen en su poder ¿te perdonarán? En esto se apartan de la ley natural... Sobre esta base, ¿no son asesinas todas las naciones indias?... Las torturas corporales a las que someten a sus prisioneros justifican su exterminio” (Brackenridge 1968, 582-583).

Un siglo más tarde las opiniones sobre los indios no habían cambiado. En 1872, Francis Walker, Comisionado de Asuntos Indígenas y futuro presidente del Instituto de Tecnología de Massachusetts, consideró a los americanos nativos como “hombres salvajes”. Llegó a compararlos con “bestias salvajes... que no están acostumbradas al trabajo manual y [se encuentran] físicamente descalificadas para él por la práctica de la caza… Carecen de herramientas e instrumentos, [son] imprevisores y son incapaces de autocontrolarse… [Son] particularmente susceptibles a influencias malignas y teniendo marcados apetitos animales carecen de gustos o aspiraciones intelectuales que mantengan sus apetitos bajo control” (Walker 1968, 294, 296).

Al final del siglo XIX, el futuro presidente Theodore Roosevelt consideró a los nativos americanos como “una docena de salvajes miserables que cazan luego de largos intervalos en territorios de mil kilómetros cuadrados como si fueran de ellos” (Roosevelt 1910, 248).

Prejuicios de los intelectuales blancos sobre las personas de raza negra

La creencia en la inferioridad de las personas negras tiene una larga historia en la América sajona. En el siglo XVII, el ya mencionado Jonas Michaëlius (1957, 34), sugirió que la población africana estaba conformada por “ladrones, vagos y basura inútil”. En 1781, en las Notas sobre el Estado de Virginia, Thomas Jefferson presentó el tradicional estereotipo de los intelectuales blancos de la época sobre las personas negras, las que “secretan menos por los riñones y más por las glándulas de la piel, lo que les da un olor muy fuerte y desagradable”. Según Jefferson, los individuos negros también eran promiscuos carnalmente y “muy ardientes con sus mujeres, pero el amor parece en ellos ser más deseo vehemente que una mezcla delicada y tierna de sentimiento y sensación”... Los negros parecen “participar más de la sensación que de la reflexión... En materia de memoria son iguales a los blancos; en raciocinio muy inferiores... En cuanto a imaginación son aburridos, insípidos y anómalos... Nunca hasta ahora he podido encontrar un negro que haya podido hilvanar un pensamiento por encima del nivel de una narración simple” (Jefferson 1944, 257-258).

El senador y futuro presidente Abraham Lincoln compartió similar entendimiento al de Thomas Jefferson sobre la inferioridad de las personas negras. En 1858, debatiendo con su competidor electoral, el juez Stephen Douglas, Lincoln expresó que era imposible pensar en la igualdad entre blancos y personas de piel oscura: “No es mi propósito introducir la igualdad política y social entre las razas blanca y negra. Existe una diferencia física entre las dos que, a mi juicio, probablemente impida por siempre que coexistan en pie de perfecta igualdad. En la medida en que deba existir esa diferencia, al igual que el juez Douglas, estoy a favor que la raza a la que pertenezco ocupe la posición superior” (Lincoln 1964, 105). En Charleston, Lincoln reiteró esos conceptos: “No estoy ni jamás he estado a favor de introducir de manera alguna la igualdad social o política entre las razas blanca y negra... No estoy ni jamás he estado a favor que los negros sean electores o miembros de jurados, ni de autorizarlos a desempeñar cargos políticos, ni que se casen con personas blancas... Y en la medida en que [ambas razas] no pueden vivir [en igualdad], mientras habiten el mismo suelo debe existir una raza ocupando la posición superior y otra la inferior. Como cualquier otro hombre, estoy a favor que la posición superior sea desempeñada por la raza blanca” (Lincoln 1964, 106).

Marcha de trabajadores de limpieza pública de Memphis, Tennessee, abril de 1968. Todos llevan un letrero que proclama “Yo soy un hombre”. Los carteles de los manifestantes tratan de enfrentar el mensaje secular de muchos intelectuales blancos en el sentido que los afroamericanos eran simios y no seres humanos.

Por su parte, en 1865 el presidente Andrew Johnson señaló que “en el progreso de las naciones, los negros han demostrado una menor capacidad para el gobierno que cualquier otra raza... [Son] tan completamente ignorantes de los asuntos públicos, que su voto consiste nada más que en llevar una boleta de votación al lugar donde se les ha indicado que la depositen” (Johnson 1970, 29).

Asimismo, debe recordarse que las personas negras fueron consideradas por los pensadores angloamericanos como inmorales y con tendencia a la criminalidad. En este sentido, Federico Hoffman (1970, 105) escribió en 1896 para las Publications of the American Economic Association, que los hábitos de vida “de la gran mayoría de la población de color” están marcados por “la inmoralidad y el vicio”.

Otros dos intelectuales arios que enfatizaron la supuesta tendencia a la criminalidad de las personas de piel oscura fueron Roosevelt y Armistead. Theodore Roosevelt explicó que “la pereza y la ociosidad, y sobre todo, el vicio y la delincuencia son los males que pueden originar a la raza negra daños mayores que todos los actos de opresión del hombre blanco” (Roosevelt 1994, 333). En cuanto al reverendo W. S. Armistead (1970, 104), éste señaló en 1904 que los afroamericanos eran “depravados... bestias de sangre fría” y tenían corazones “sanguinarios”.

Sin embargo, las palabras más terribles sobre los afroamericanos fueron pronunciadas por pensadores cristianos que les atribuyeron la condición de primates. En el año 1900, combinando los versículos del Génesis sobre la creación del hombre y los “hallazgos” de la frenología y la eugenesia, Charles Carroll, decano de la Facultad de Teología de la Universidad de Harvard, sugirió que los afroamericanos eran simios y no seres humanos: “[Si] la persona de raza blanca fue creada a imagen de Dios, entonces el negro fue creado siguiendo algún otro modelo... Su misma apariencia sugiere al mono... Toda la investigación científica... demuestra que el negro es un mono... El negro es el único antropoide o mono parecido al hombre” (Carroll 1970, 102).

V.  Supremacía estadounidense, religión y raza

La identificación propuesta entre la supremacía de la América anglosajona y la superioridad de la raza blanca vino acompañada de un conjunto de argumentos religiosos y raciales.
La idea de la supremacía de los Hijos de Dios y de la raza blanca se afirmó en los siglos XIX y XX. En un artículo publicado en 1858 en que proponía la anexión de México a Estados Unidos, la facción del Partido Demócrata denominada “América Joven”, afirmó: “Siguiendo el mandato de la Providencia, ha llegado el momento en que es imperiosamente nuestro deber asumir el control de México e incorporarlo al tren del progreso del mundo, de la misma manera como fue nuestra obligación establecer la raza caucásica en este suelo y abrirlo a los rayos ilimitados del sol. Pocahontas, el rey Felipe y Red Jacket no cumplieron con los designios de Dios para este continente. Éste tenía que cambiar de manos. Así también debe suceder con México y, tarde o temprano, con todo el mundo hispanoamericano. Sólo nuestra raza puede civilizar y gobernar el Hemisferio Occidental” (United States Magazine and Democratic Review 1968, 39).

En 1885, el clérigo Josiah Strong, secretario de la Sociedad Misionera del Hogar Congregacional, combinó el factor racial con consideraciones de darwinismo social y reafirmó la propuesta de “América Joven”: “La civilización de Estados Unidos es la civilización de América... El futuro del continente es nuestro... Esta poderosa raza avanzará sobre México, América Central y América del Sur, los territorios insulares, África y más allá. ¿Puede alguien dudar que el resultado de esta competencia de razas será la supervivencia de la más apta?” (Strong 1968, 73, 75).

Los anglosajones americanos como herederos de los pueblos teutones

La idea de la supremacía de los Hijos de Dios se vio reforzada cuando prominentes estadounidenses percibieron que debido a su ascendencia anglosajona resultaban herederos del genio político de los pueblos teutónicos. En las postrimerías del siglo XIX, diversos líderes de la nación recordaron la ascendencia germánica de los anglosajones. Por ejemplo, Theodore Roosevelt (1910, 26) escribió: “El componente germánico predomina en la sangre del inglés promedio, de la misma manera que el componente inglés predomina en la sangre del estadounidense promedio”.

Así se llegó a la conclusión que la herencia teutónica era uno de los factores más importantes del éxito estadounidense.[6] Supuestamente por su elevada inteligencia y moralidad, la raza germánica había sido preparada por la Divina Providencia para el establecimiento y desarrollo de las instituciones democráticas. En 1896, el senador Henry Cabot Lodge resumió el punto: “Cuando hablamos de una raza... nos referimos a su carácter moral e intelectual... Lo que caracteriza a una raza son sus características mentales y, sobre todo, sus características morales, producto del lento crecimiento y acumulación de trabajo y conflictos a lo largo de siglos... La asociación de ambos caracteres genera el espíritu de dicha raza; representa el producto de su evolución histórica, la herencia de sus antepasados, y las motivaciones de su conducta. Los hombres de cada raza poseen un conjunto indestructible de ideas, tradiciones, sentimientos, modos de pensar, una herencia inconsciente proveniente de sus antepasados, contra la que ninguna argumentación surte efecto... El análisis demuestra que... si bien los anglófonos derivan de orígenes diferentes... hay entre ellos... una abrumadora preponderancia de población de la misma raza, que es la raza de las grandes tribus germánicas... Ellas se consolidaron a lo largo de más de mil años de guerras, conquistas, migraciones y luchas internas y en el extranjero. Como resultado de esta evolución han alcanzado una constancia y definición de su carácter nacional desconocidos para cualquier otro pueblo” (Lodge 1968, 91). El líder republicano llegó a la conclusión que sobre la base moral e intelectual de su ascendencia teutónica, los anglosajones americanos tendrían un porvenir brillante: “Nuestra historia, nuestras victorias y nuestro futuro descansan sobre las cualidades morales de la raza anglófona” (Lodge 1968, 91).

La aceptación de la ascendencia racial germánica tuvo consecuencias peculiares en la elaboración de la ideología de la supremacía estadounidense. En primer lugar, reforzó la creencia que Estados Unidos debería aceptar lo que el poeta Rudyard Kipling llamó en 1899 “la responsabilidad del hombre blanco”. A principios del siglo XX, el senador Albert Beveridge explicó en qué consistía esta responsabilidad: “No renunciaremos a la parte que nos corresponde en la misión de nuestra raza, administradora de la civilización del mundo por mandato de Dios. Vamos a continuar con nuestro trabajo... con gratitud por habérsenos confiado una tarea digna de nuestra fortaleza, y agradeciendo a Dios Todopoderoso que nos haya señalado como Su pueblo escogido para dirigir la regeneración del mundo... Esta cuestión es muy profunda... Es elemental. Es racial. Dios no ha preparado a los pueblos de habla inglesa y teutónicos durante mil años para que permanezcan en una vana e inútil autocontemplación y autoadmiración. ¡No! Él ha hecho que seamos los organizadores por excelencia del mundo para establecer el orden donde hoy reina el caos. Él nos ha premunido del espíritu de progreso para vencer a las fuerzas de la reacción en toda la tierra. Él nos ha hecho expertos en temas relacionados con el gobierno para de esta manera poder establecer el gobierno entre pueblos salvajes y seniles. Si no fuera por esta fortaleza, el mundo recaería en la barbarie y la oscuridad. Y de toda nuestra raza ha señalado al pueblo estadounidense como Su nación elegida para dirigir finalmente la regeneración del mundo. Ésta es la misión divina de Estados Unidos. Guarda como reserva para nosotros todo el beneficio, toda la gloria y toda la felicidad posible para el hombre. Somos administradores del progreso mundial, guardianes de su justa paz” (Beveridge 1968, 336, 343).

De igual manera inspiró el actual resurgimiento de la prédica racista en Estados Unidos. En la década de 1980, Richard Butler, pastor de la Iglesia de Jesucristo Cristiano (Identidad Cristiana) y líder del grupo conocido como “Naciones Arias”, explicó la misma hipótesis, esta vez bajo el sugestivo título de la Cristiandad Revelada. Para el reverendo Butler, la base de la “fe y el culto” es “la verdad racial... ario, cristianismo y raza son una sola cosa (Butler 1995a, 150). Butler remarcó que la Biblia era “la historia de la familia de raza blanca” y que no todas las razas descendían de Adán: “Adán es el padre pero sólo de la raza blanca” (Butler 1995b, 147). Teniendo en cuenta que la raza aria es la raza superior del mundo y siendo los anglosajones estadounidenses los primeros entre “las doce tribus arias de Israel”, el clérigo llegó a la conclusión que Estados Unidos debería ejercer la supremacía mundial.

V.  Supremacía estadounidense, religión y raza

La identificación propuesta entre la supremacía de la América anglosajona y la superioridad de la raza blanca vino acompañada de un conjunto de argumentos religiosos y raciales.

Ver documento aquí.

Ver documento aquí.

Constitución de Estados Unidos de América. En su Artículo I, Sección 2, tercer párrafo, estableció que para efectos electorales, un afroamericano era equivalente a tres quintas partes de una persona blanca.

Ver documento aquí.