Bosque sano, buena vida
Escribe: José Álvarez Alonso (*)
Hace unos 25 años me visitó en Iquitos un investigador canadiense llamado Oliver Coomes. Estaba realizando un estudio sobre la economía rural en la cuenca del río Tahuayo. Me contó preocupado cómo las comunidades de la zona, especialmente en la cuenca baja, estaban agotando rápidamente sus recursos de subsistencia: madera, fauna silvestre, pescado… Hasta las áreas cultivables escaseaban, pues el monte alto (bosque primario) estaba ya muy lejos, y la gente estaba talando purmas cada vez más jóvenes para hacer sus chacras, de apenas 4-5 años; como se sabe, los suelos de altura deben descansar (“empurmarse”) por al menos 10-15 años para que recuperen su fertilidad.
“Algunas familias se están dedicando a hacer abanicos de chambira para poder ganarse algo de dinero, cuando las palmeras se acaben no sé de qué van a vivir”, recuerdo que me dijo. Por cierto, éste es un drama que se observa cada vez con más frecuencia en comunidades amazónicas, especialmente las más cercanas a Iquitos u otras ciudades amazónicas. Es el círculo vicioso del saqueo de recursos, degradación de los ecosistemas, más pobreza y más saqueo.
Una generación después el buen Oliver se sorprendería de visitar de nuevo Santa Cruz o Esperanza, en el bajo Tahuayo, y conversar con moradores. Estas y otras comunidades comenzaron a involucrarse en la gestión del área de conservación regional Tamshiyacu-Tahuayo cuando nació el PROCREL (Programa Regional de Conservación, Gestión y Uso Sostenible de la Biodiversidad de Loreto), y en alianza con el IIAP y la ONG Naturaleza y Cultura Internacional, comenzó a trabajar con las comunidades bajo el enfoque de “conservación productiva”.
“Comenzamos a cuidar nuestros recursos hace como unos cinco años, pensando no tanto en nosotros como en nuestros hijos”, nos cuenta como Don Jesús Sinarahua, agente municipal de la comunidad de Santa Cruz. “Al paso que íbamos no iba a quedar nada para ellos. Mucha gente entraba a sacar recursos, madera, mitayo, hoja, tumbaban el aguaje, el ungurahui, la chambira… Ya se estaban acabando muchos recursos, los habilitadores se llevaban la plata y nosotros cada vez más pobres.”
Le preguntamos qué cambios han observado luego de estos años de organizarse para manejar sus recursos. “Antes no conocíamos el irapay cerca, teníamos que caminar hasta dos horas para sacar hoja, ahora la hoja está cerca, rapidito sacamos una carga de mil hojas y en la noche ya hemos tejido medio ciento de crisnejas. Don Rosendo Díaz completa: “También tenemos ahora mucho más pescado. Antes venían rederos y congeladores de Iquitos, con redes honderas de una o una y media pulgadas, acababan con todo, hacían pudrición de peces en las cochas. Luego no hallábamos ni para picar peje para la casa. Ahora abunda el pescado, cuando llega la vaciante hay demasiado. Nosotros tenemos cada vez más recursos, cuando a otros les pasa al revés.”
La comunidad cuenta con un puesto de vigilancia, donde se turnan para vigilar día y noche el ingreso de gente al área. También tienen un bote con motor fuera de borda para supervisar a los que ingresan, para ver que no lleven ningún tipo de aparejo de pesca ilegal, y que no extraigan más de lo permitido, o recursos prohibidos, como la madera. Encontramos de turno en el puesto a Don Lutger Sinarahua, el teniente gobernador; le acompañan sus dos hijitos. Nos cuenta que al principio tuvieron que intervenir a varios madereros obstinados que, pese a que sabían que estaba prohibido, intentaron sacar madera; con la ayuda de personal del PROCREL y de la policía les decomisaron sus trozas. “Ahora ya no entran más, saben que aquí cuidamos, cada vez tenemos que intervenir menos a los infractores”, nos cuenta.
En la comunidad de Santa Cruz también funciona un comité de artesanas que trabaja la fibra de la chambira; con ellas fabrican las hermosas -y ya famosas- canastas que se exportan a Estados Unidos. Doña Amelia Díaz, presidenta del Comité, nos cuenta cómo comenzaron el trabajo y la historia de la formación de la microempresa ‘Mi Esperanza’: “Ahora trabajamos más descansado, y ganamos más. Antes hacíamos carbón, chacra para sembrar yuca y hacer fariña, pero era muy cansado y no ganábamos casi nada. Además ya se estaba acabando el bosque.” Otra socia del comité nos cuenta que gracias a esta microempresa ahora no le falta nada y tiene refrigeradora, equipo de música, televisión y un peque peque, todo un capital para una familia ribereña.
En la vecina comunidad de Esperanza visitamos con Don Mario Huanaquiri la zona donde manejan la chambira, una gran parcela de bosque primario donde habían extraído ya bastante madera; ahora está reforestada con cientos de palmeras. Cada artesana tiene parcela de al menos media hectárea reforestada con decenas de palmeras. Con admiración observamos el proceso de cosechar la “vela”, la hoja terminal de la chambira, esa espinosa palmera que parece imposible de manejar. Colocan una cuchilla en la punta de un palo, y con un par de movimientos ya está la hoja en el suelo; luego de unas vigorosas sacudidas, se abren los folículos de donde se extraerá la fibra, y en unos minutos ya está el manojo amarrado y listo para el “beneficio”. “De una palmera sacamos en promedio dos velas al año, y de una buena vela sale una canasta, que vendemos a unos 25 ó 30 soles”, explica.
En el pueblo las artesanas nos muestran las canastas que les han merecido ya varios premios. Doña Érika Caro Catashunga es la gerente de la microempresa Mi Esperanza. En su casa de dos pisos cuenta con una oficina con computadora, impresora y escáner. Desde allí, cuando hay buena conexión de internet, contacta con sus clientes y organiza los pedidos. “Algunas artesanas han llegado a ganar más de 1500 y hasta 2000 soles al mes vendiendo canastas; antes yo me dedicaba a mi casa, y como otras muchas madres, no ganaba nada”, nos dice. Otras madres se animan y nos cuentan cómo ha cambiado su vida con esta novedosa actividad. Todo un modelo para el futuro de tantas comunidades amazónicas, hoy sumidas en la extrema pobreza.
Me acordé de mi amigo Oliver Coomes, ahora profesor en una universidad canadiense. Se sorprendería al ver cómo las comunidades del bajo Tahuayo han cambiado lo que parecería un irreversible camino a la pobreza y la degradación creciente de sus bosques y cochas, y hoy acarician un futuro promisorio, gracias a un bosque y unas cochas cada vez más sanos y productivos. Esperemos que pronto muchas más comunidades amazónicas sigan este camino y “conserven productivamente” sus recursos.
(*) Biólogo, investigador del IIAP.