Mirar a Vallejo hoy mismo
Por Eduardo González Viaña
“Volver a mirar a César Vallejo en el siglo XXI” se llama la conferencia –y el homenaje internacional- que rinde a nuestro gran poeta el 16 y el 17 de marzo la University College de Londres. De acuerdo con los “rankings”, esta casa de estudios se encuentra entre las siete más importantes del mundo. Nada menos que 21 ganadores del Premio Nóbel salieron de sus aulas.
Es fácil comprender por ello la envergadura del acto así como la dimensión que ya tiene el autor de “Trilce” en el planeta. El problema es qué hacer para “volver a mirarlo” en este siglo. Justamente, yo he tenido la suerte de ser invitado para decirlo. Se me ha dado el honor de presidir la sesión plenaria con una disertación sobre mi novela “Vallejo en los infiernos”.
Ese es un honor inmenso y una responsabilidad mucho mayor. Los debo al hecho de haber escrito la primera novela biográfica sobre Vallejo, y de haber mostrado en ella que, en vez del metafísico llorón que algunos dibujan, el escritor fue un rebelde, y su obra podría haber sido escrita en nuestros días, y la gente supondría que se trata de un hecho que está sucediendo en algún lugar del Perú de hoy.
Tengo varias razones para decirlo:
La primera: Como lo denuncio en mi novela, César Vallejo fue en realidad un preso político y un candidato a pasar largo tiempo en la cárcel o a morir de súbito castigado por sus ideas socialistas. Los críticos y comentaristas de su obra suelen dedicar sólo unas líneas breves –y a veces mezquinas- a este hecho, que es fundamental en la gesta de “Trilce” y en la comprensión de ese libro y del propio país que le da origen.
Nuestro poeta fue testigo y denunciante de un acto criminal ocurrido en Santiago de Chuco, su pueblo, (1920) cuando azuzados por los poderosos, los gendarmes acantonados allí se levantaron en armas, intentaron eliminar a las autoridades locales y asesinaron a un intelectual amigo del poeta. Con piedras y con sus propias fuerzas, los vecinos impidieron que aquello se convirtiera en un genocidio.
La acción judicial fue iniciada contra los gendarmes y sus instigadores. Sin embargo, movida por fuerzas misteriosas, la Corte Superior de Trujillo la convirtió en una investigación judicial contra los denunciantes y las propias víctimas. El juez ad hoc enviado al lugar de los hechos festinó trámites, fabricó pruebas, inventó personas, dibujó firmas de personas ausentes y, bajo tortura, obtuvo la confesión de un supuesto autor material de los crímenes quien decía haber sido armado por Vallejo.
Cuando el abogado del poeta, pidió que el supuesto sicario fuera llevado ante la Corte de Trujillo, la “justicia” lo envió atado al lomo de una mula bajo custodia armada. A la mitad del camino, sus captores lo bajaron del animal y lo mataron a balazos aduciendo que había intentado huir.
Por casualidad, el juez ad hoc era también abogado de poderosas empresas donde habían estallado sublevaciones sociales, Casagrande, que en vez de salarios ofrecía coca y raciones de comida a sus trabajadores, y Quiruvilca, la mina donde miles de indios eran empujados a trabajar 20 horas al día hasta la extenuación, la tuberculosis y la muerte.
En la Universidad de Trujillo, nacía entonces una generación de jóvenes intelectuales atraídos por el socialismo, por el anarquismo o por la sola idea cristiana de liberar a los oprimidos. Las grandes empresas y sus agentes querían escarmentarlos, inventarles algún sambenito y eliminarlos físicamente si fuera posible. Vallejo fue la víctima escogida, el incendiario, el terrorista de la época.
La segunda razón es que lo que fue real en 1920 se repite hasta la saciedad en nuestro tiempo. Quiruvilca, -denunciada por Vallejo en su obra “Tungsteno” y evocada en mi libro “Vallejo en los infiernos”- se parece entrañablemente a la región de mayor conflicto social del Perú de hoy, las minas. En Cajamarca, una región “vallejiana”, se encuentra la más grande explotación del oro en el mundo. Sin embargo, el setenta por ciento de la población padece extrema pobreza. Las denuncias de contaminación son frecuentes. Por fin, los sacerdotes que encabezan la protesta son amenazados de muerte y perseguidos por una banda de forajidos en estrecha relación con el cuerpo de seguridad de la mina.
La tercera razón para aducir la realidad de mi novela es algo que no se suele contar: Vallejo, uno de los grandes poetas de la lengua castellana en el siglo XX, no pudo regresar jamás a su país. Si lo hubiera hecho, habría sido conducido de inmediato a los infiernos de alguna cárcel tremebunda. Ello se debe a que el proceso penal instaurado contra él nunca se extinguió, y sus enemigos anduvieron todo el tiempo buscando la extradición.
Algunos comentarios supuestamente académicos obvian este hecho, y aluden a una risible “pasión metafísica” su imposible retorno.
Lo he dicho otras veces, y ahora lo repito. Vallejo y su vida no son reales una vez. Lo son una y otra vez. Espero que no por mucho tiempo.