La escasez del feble
Por Alejandro Sánchez-Aizcorbe
En agosto de 1975, mi destino se había decidido. Vivía en una fábrica de ollas quebrada en el distrito de La Victoria, debajo del club de veteranos de Alianza Lima. Pancho Pequeño Pozo, natural de Huacho y personaje legendario, me había dado posada en aquel primer piso. Dormíamos en el mismo cuarto entre ollas de todos los tamaños, comíamos chita al vapor en la avenida Manco Cápac, continuábamos una amistad iniciada diez años antes en las calles de Santa Cruz.
Yo acababa de cometer uno de esos errores fantásticos de los que jamás me he arrepentido: había decidido ser escritor. Otro de mis errores de ese tipo se conjuga en tratar de ser socialista, estar casi seguro de la factibilidad de la utopía, y tomarle el pulso a la economía nacional y mundial.
Nuestra moneda era el sol y un sol era por cierto grande y pesado. La inflación estaba en camino de convertirse en tragedia. Tanto así que el sol llegó a valer más como aleación que como moneda. El resultado no se dejó esperar: las doradas monedas empezaron a escasear. Aburrido como andaba pese a mis cuitas con una morena espléndida del jirón Huascarán, no encontré mejor manera de entretenerme, aparte de leer La Celestina —tan relacionada con la ciencia económica—, que acumular los codiciados soles.
Viajaba en microbús uniendo algunos de los ambientes que han significado mucho en mi vida: la Universidad Católica, San Marcos, Surco, Santa Cruz y La Victoria. Observando la lucha de los cobradores por conservar los soles y sus fracciones para poder cobrar a los pasajeros y darles el vuelto exacto, decidí hacer algo que pocos han hecho: vencer a los cobradores de microbús. ¿Cómo? Cierre los ojos en este momento e imagine la respuesta.
¿Acertó? Aquí va: pagándoles con billetes sin entregarles el billete hasta que me pusieran en la palma de la mano las monedas del vuelto. Nunca perdí una de esas pequeñas batallas. Si me exigían sencillo, les decía no tengo, pues, no me cobres. Sólo una vez la cosa estuvo por llegar a mayores, porque el chofer, que ya me conocía o sabía que yo no era el único que hacía la trastada, no se detuvo en la esquina que le indiqué sino una par de cuadras más allá. A pesar de haber triunfado encaletando varios soles, justo cuando me apeaba le menté la madre, pateé la puerta del vehículo y empecé a cruzar la pista sin descuidar la retaguardia. El chofer se bajó del micro y me devolvió la mentada con creces como deseando devolverme la patada. Me bastó girar sobre los tacos, reiterar el insulto y decirle:
—Súbete a tu carro y cierra la puerta.
Entre los bocinazos de los autos detenidos y las miradas temerosas de los pasajeros y el cobrador, el tipo dudó un instante, me dijo algo que no entendí por el ruido y se subió al micro. Le dije:
—Cierra la puerta, sonso.
La cerró.
—Así me gusta que me obedezcas.
No tuve tiempo de ordenarle que arrancara pero arrancó con unos pelos menos y unas canas más.
El riesgo medido de la maldad me ha dado buenos resultados. Lo mismo se aplica a la ciencia económica, que utiliza sintagmas equivalentes al daño colateral de nuestros días para hablar de la muerte de gente inocente, y devorarse en pocos años los recursos naturales para justificar la existencia de yates de 485 millones de dólares con sistemas de defensa antimisiles y destacamentos de prostitutas, y uno, que ya no sé si será verdad, el History Supreme, construido con 100,000 kilos de metales preciosos, inclusive oro y platino, y decorado con huesos de tiranosaurio rex y aerolitos.
La arrogancia del poderoso es una manifestación supina de la ignorancia.
Llegué a acumular una respetable cantidad de soles que en su momento gasté convidando cervezas a un boliviano y a un italiano en El Suizo de la Herradura, donde le recité al italiano, que acababa de perder a su padre y a su amante: Mis recuerdos buscan playa como peces moribundos. Casi llora. Pero el más triste era yo, quizá porque me estaba gastando mis mal ganados reales del mismo modo en que tira la plata el dueño de los huesos de tiranosaurio. Al día siguiente, los remordimientos.
A raíz de aquella experiencia, escribí una de mis primeras prosas, titulada “La escasez del feble”, que jamás publiqué por un bien entendido sentido de la vergüenza y quizá porque todavía conservaba la esperanza de abordar el History Supreme por la escalerilla de la escritura. Sin embargo, me pregunto qué resultados obtendría si en vez de humildes soles, como entonces, estuviera yo ahora especulando con oro, uranio, o con el cada día más escaso petróleo, naturalmente ligado a la época de los dinosaurios.
Ya se rumorea acerca de que la producción de oro ha llegado a su pico como la del petróleo. De allí que la conga sí, la conga no, se siga bailando furiosamente. Y que en Venezuela, el país con las mayores reservas de petróleo del mundo según la OPEP, se juegue una porción importante del futuro de las Américas.
Semanario Siete (www.siete.pe), nº 17, 11-17 de marzo de 2012, p. 25. En línea: http://www.scribd.com/doc/85047843/Semanario-Siete