Comerse el mundo
Por Daniel Innerarity (*)
Hoy la moral parece haberse desplazado desde el dormitorio hasta el comedor. La moral ya no viene después del comer sino al mismo tiempo. Comer no es un acto privado, ética y políticamente irrelevante, sino una práctica cotidiana en la que el mundo se juega su destino en la que nos comemos el mundo. Pensemos en el hecho de que con una metáfora alimentaria (la macdonalización) solemos referirnos al malestar ante la globalización. Con nuestra decisión acerca de qué comer, decidimos también cómo queremos vivir e incluso en qué clase de mundo queremos vivir.
En la justicia alimentaria se concentra buena parte de nuestros principales dilemas éticos y políticos: los problemas de la alimentación presente y futura de una creciente población mundial teniendo en cuenta la sobrecarga ecológica del planeta; la discusión en torno a las posibilidades de suprimir el hambre en el mundo mediante los transgénicos, con sus riesgos inherentes; el número creciente de personas que se alimentan de una manera insana en todo el mundo. Se extiende la exigencia de una agricultura sostenible, de una política alimentaria respetuosa con los derechos humanos; coinciden en el tiempo las exigencias de justicia económica global y el desarrollo de una ética del consumo, lo que podría estar anunciando una nueva convergencia entre el gusto y la justicia.
El desarrollo económico desde la segunda mitad del siglo XX ha conducido a una extensión social del bienestar anteriormente inimaginable. Por primera vez en la historia, gracias a la producción segura de alimentos y a su provisión en el mercado, una gran cantidad de consumidores de los países ricos dispone de los presupuestos materiales necesarios para poder comer lo que quiera. En las estanterías de cualquier gran supermercado está a nuestra disposición una enorme cantidad de productos a precios asequibles. Esa particularidad nos obliga a formular principios éticos en orden a la universalización de los bienes y nos sitúa frente a las contradicciones del mundo actual en lo que se refiere a las posibilidades y las realidades de la alimentación.
En las relaciones que se establecen como consecuencia de la alimentación comparecen asuntos que tienen una fuerte dimensión de justicia, como la producción y provisión de alimentos. Pero el asunto se amplía con la progresiva toma de conciencia de que el consumidor está igualmente obligado a examinar su conducta de acuerdo con criterios de justicia. También el que come debe tomar en consideración el valor de justicia de lo que come, si está producido con equidad, si daña el medio ambiente, si pone en peligro su propia salud y se convierte por ello en una carga para otros, si lo hace responsablemente examinando sus consecuencias globales.
Mejorar el estado de la alimentación mundial no está al alcance de uno solo, por supuesto, pero tampoco de los grandes poderes; las autoridades políticas y económicas no pueden nada sin los seres humanos, sin los consumidores y sus microdecisiones cotidianas.
La clave está en la fuerza transformadora de los estilos de vida. La renuncia a consumir no es una estrategia practicable de sostenibilidad. Lo que se reclama cada vez con más fuerza es una modificación de nuestro estilo de vida. En el debate sobre desarrollo sostenible los consumidores ocupan ahora un lugar central; son considerados como verdaderos motores de todo cambio estructural en la medida en que tienen la posibilidad de “hacer política con el carro de la compra”.
Entre un 30% y un 40% de los problemas medioambientales se deben, directa o indirectamente, al comportamiento dominante en el consumo. Una gran relevancia para la salud y el medio ambiente tiene, por ejemplo, el elevado consumo de carne; el uso de productos congelados también plantea graves efectos sobre la sostenibilidad; muchas enfermedades y alergias se deben a una mala alimentación, especialmente las que están vinculadas al sobrepeso. La alimentación sostenible tiene una clara dimensión ecológica. Podría mencionarse a este respecto la compra de alimentos con criterios de regionalidad, trazabilidad y estacionalidad. De este modo, por ejemplo, se minimiza el transporte y se fortalecen los circuitos económicos regionales.
Una cuarta parte de las basuras domésticas tienen su origen en el empaquetamiento de los alimentos. Los envases reciclables o los productos con poco envoltorio contribuyen a disminuir notablemente la cantidad de basura y el uso de energía.
Existe un contrapoder en la información, los incentivos y las sanciones fiscales. Del mismo modo que la política requiere de los ciudadanos para su legitimación y la economía depende en última instancia del comportamiento de los accionistas y consumidores, las prácticas cotidianas de la comida actúan sobre las relaciones de poder que constituyen el complejo mundo de la alimentación (y, por añadidura, el mundo en general). Dentro de los espacios de juego existentes, nuestra libertad de determinar qué y cómo comemos establece límites reales a la industria y a la política.
Las costumbres alimenticias permiten al individuo configurar el tipo de vida que desea para sí y modificar su relación con el mundo. Cada uno de nosotros, en el ámbito de su conducta alimentaria, puede llevar a cabo una mejora del mundo, inapreciable pero insustituible. Comer es hoy un acto político global, una verdadera conspiración revolucionaria. Nuestras decisiones cotidianas en esta materia configuran el mundo, para bien o para mal.
(*) Profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza