Por una vejez digna
Por José Carlos García Fajardo (*)
Desde 1980 hasta ahora se han construido más edificios que desde la prehistoria hasta 1980. Con este dato, que impresionó al escritor Javier Cercas, evoca las palabras de un amigo “uno se hace viejo el día en que va con alguien por una calle de su ciudad y señala a su alrededor diciendo: “¿Ves eso? Pues todo eso eran campos”. De ahí arranca la reflexión sobre el sentimiento de vejez en una sociedad en la que todo parece ser una apoteosis de lo juvenil. “Cuando yo tenía 18 años era un príncipe sin miedo; ahora que tengo 46 no soy más que un mendigo que apenas está aprendiendo a convertir sus errores en sarcasmos”.
No vale argumentar que va en contra del sentir general y contra las evidencias de que todos envejecemos cada vez más pronto aunque las estadísticas digan que morimos cada vez más tarde. Y muchos consideran un insulto que se les llame viejos. Al contrario que en la civilización china, en donde decirle a una persona mayor que se conserva muy joven, es uno de los peores insultos. En otras muchas culturas el respeto a las personas mayores, los cuidados que les presta toda la comunidad es una de las claves de la transmisión de esos saberes así como de la permanencia de sus señas de identidad. Estas han sido atacadas desde por conquistadores, evangelizadores y colonizadores de los países más ricos y poderosos. Ante la realidad universal de los movimientos de poblaciones, y no sólo del sur al norte, no conviene olvidar esos ricos valores. Algunos gobiernos europeos parece como si quisieran desposeerlos de sus personalidades, desarraigarlos para mejor servirse de ellos al pretender uniformizarlos con los modelos de desarrollo económico y social que tantas fisuras presenta detrás de las candilejas.
Es cierto que hay un encomiable esfuerzo por implementar políticas sociales que valoren, acojan e integren a estas minorías, ya casi mayorías, de personas con más años y con jubilaciones más tempranas. Como siempre que se anteponen criterios de rentabilidad, las personas expulsadas del mercado laboral, por dejar de ser productivas, algo se rompe en la cosmovisión de esas personas que se sienten inútiles porque las aprecian por su aportación a la economía y los expulsan cuando ya no los consideraron recursos humanos y económicos. No se sienten personas que forman parte viva de la sociedad sino ‘extraños’ al sistema imperante, cada vez con más trazos de totalitarismo ideológico.
Si “Dios ha muerto”, las religiones son innecesarias, todo es química, los valores han sido postergados en nombre de la eficacia, de la rentabilidad y de los beneficios, no es extraño que muchos se encuentren desorientados y se debatan entre la farsa de actuar, vestirse y hasta hablar como si fueran jóvenes, y ya no lo son sino personas mayores envejecidas para las exigencias del sistema, mientras otros enmudecen, se apartan, se ‘enferman’ para poder hablar con médicos y enfermeras o se van haciendo invisibles y buscan sus espacios, horarios y la disminución de sus necesidades porque creen que molestan. Muchos llegan a campeones del auto sabotaje.
No puede admitirse que la sociedad no reaccione ante este nuevo dato del envejecimiento cada vez más prematuro en relación con el mayor número de años de vida, o de sobre vida. Tampoco cabe la exaltación de la vejez, la enfermedad y la muerte, estilo Whitman o Boris Groys, pero sí hay que reconocer, con Philip Roth y tantos otros pensadores realistas, que la vejez es una putada irremediable que puede llevar aparejadas la humillación, la marginación y el dolor de estar vivos. Por no habernos educado ni preparado para asumir del mejor modo esta realidad del envejecimiento y de los deteriores consiguientes, mientras todos los esfuerzos se habían dirigido a prepararnos “para ser personas de provecho”, económico se entiende, para afrontar la adolescencia, la juventud, la responsabilidad social, mientras no se habían cuidado de resaltar los valores que se encuentran en esos años de vida añadidos a los periclitados sistemas económico, político y social.
Pero algunos se han puesto en pie para analizar la situación, estudiar los problemas personalizados, corrigiendo el planteamiento anterior que buscaba la resignación y hasta la recompensa de un hipotético “Más allá”. Es preciso vivir para ser felices, para ser nosotros mismos, aquí y ahora, en un crecimiento que busca la plenitud en cada instante y no el ser tratados como objetos o instrumentos de producción, de consumo o de asistencia social. Es más, mucho más, se trata de una revolución inaplazable que tenemos que abordar al tiempo que hacemos frente a esa bomba de destrucción masiva que es la explosión demográfica.
(*) Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM)
Director del CCS
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