Por Federico Mayor Zaragoza*
Con frecuencia, callamos a medida que nos hacemos mayores, en lugar de aprender a desinhibirnos y manifestar sin cortapisas lo que pensamos. Hace años leí que “los padres enseñan a hablar a sus hijos pequeños; ya crecidos, los hijos enseñan a sus padres a callar”.
“En los tiempos que vivimos, escribía hace unos días Manuel Cruz, nadie debería permanecer callado respecto a los asuntos que a todos conciernen”.
El pleno ejercicio de los Derechos Humanos no se alcanzará hasta que los seres humanos se expresen libremente, hasta que su voz sea oída y atendida por quienes ejercen, en su nombre y representación, el poder. No es casual que en la Constitución de la UNESCO el “libre flujo de ideas por la palabra y por la imagen” figure en el mismo artículo —el primero— en el que se define a la educación como el desempeño del don supremo de la especie humana, la libertad, junto a su esencial acompañante, la responsabilidad. “Libres y responsables”.
Ya hace siglos que algunos “adelantados” a su época preconizaban la ineludible necesidad de manifestar sus opiniones para vivir “humanamente”. Es famoso el poema de Quevedo: “No he de callar, por más que con el dedo, / ya tocando la boca o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo. / ¿No ha de haber un espíritu valiente? / ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? / ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?”.
Pero la inmensa mayoría de los ciudadanos siguieron siendo súbditos silenciosos, espectadores impasibles, testigos mudos y atemorizados de lo que acontecía. Y daban su propia vida sin rechistar.
Me impresionó la capacidad de algunos líderes para tratar de interpretar la voz y el grito pensados pero contenidos: “Dejadme escuchar este silencio ensordecedor”, dijo el Presidente François Mitterrand.
En 1969, el Profesor José Luis Aranguren escribía lo siguiente: “El intelectual presta sus voz a los unos, es su portavoz, y procura despertar con su voz la de los otros, de los enajenados, de los manipulados, de los que, para repetir las palabras orteguianas, no asisten a la existencia, a la suya que, como ya he dicho, no es nunca sólo suya, sino que está siempre entretejida con la de los demás”.
“Nos queda la palabra”… repitió Fernando Buesa en los plenos de las Juntas Generales de Álava (1983-1989). Víctima de ETA, la Fundación que lleva su nombre ha perpetuado su luminosa estela con el nombre de “El Valor de la Palabra”. Los asesinos le abatieron físicamente pero, ciertamente, nos queda, nos quedará para siempre, la palabra, su palabra.
Deber de palabra para la plena efectividad de los Derechos Humanos. Para la transición de una cultura de imposición, violencia y dominio a una cultura de diálogo, conciliación, alianza y paz. Luis García Montero ha plasmado en unos inspirados versos el amanecer de la era del entendimiento y de la solución de los conflictos por la palabra: “Venga a mi, / en los ojos del joven que levanta la mano / y pide la palabra, / y confía sin más en las palabras…”.
Hoy, por fortuna, me gusta repetirlo porque es componente básico de la esperanza de cambio, el tiempo de silencio ha concluido. ¡“Delito de silencio”!... porque, gracias a la moderna tecnología de comunicación e información, se avecina la inflexión histórica de la fuerza a la palabra. Derechos Humanos, deber de palabra.
*Profesor de Bioquímica en el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa
Centro de Colaboraciones Solidarias