Por: Wilfredo Pérez Ruiz (*)
Cada vez son más evidentes las muestras de animadversión y malevolencia en todas las esferas sociales. Basta con advertir la forma de conducir de los automovilistas, el proceder del prójimo en lugares públicos, las escenas de celos y los conflictos entre parejas, el obrar ofensivo en una negociación comercial o la manera de afrontar discrepancias, para darnos cuenta del clima de barbarie existente.
Del mismo modo, es también reprochable comprobar cómo estamos “acostumbrados” a la hostilidad, al trato poco educado, inamistoso y, al mismo tiempo, a la visible desconsideración hacia el semejante. Ni qué decir de la indiferencia, la insolidaridad y la apatía que, por cierto, es más peruana que la mazamorra morada.
A la luz de mi experiencia vivencial pienso que las circunstancias tensas, discrepantes y de confrontación, facilitan conocer la magnitud del autocontrol y la formación integral de las personas, más allá de apariencias. Tenga presente: las situaciones beligerantes exhiben la dimensión emocional del individuo. Me refiero a las habilidades blandas.
Requerimos madurar sentimientos de tolerancia y convivencia y, en consecuencia, debemos desplegar una capacidad de aprobación de una persona a otra que sea diferente en valores, ideas, opciones, normas, creencias y prácticas ajenas cuando son contrarias a las propias y aceptar a los demás, comprendiendo el alcance de las distintas medios destinados a entender la existencia humana.
En nuestro quehacer percibimos la beligerancia en las oficinas, las familias, los vecinos y en las actividades más elementales que llevamos acabo. Divisamos en centros comerciales a damas y caballeros ofender a la vendedora por eludir satisfacer sus reclamos que, en múltiples casos, son injustificados. Por ejemplo, en una tienda a la que acudo con frecuencia para realizar las compras semanales en compañía de mi madre de 88 años, observé a un señor incomodarse e increpar a la cajera al verse obligado a ceder su puesto en la caja preferencial. El colmo!
Amigo lector: mire usted como manejan sus carretas los clientes en un supermercado y tendrá una clara noción de la ausencia de afabilidad y miramiento. Observe el estilo de desenvolvimiento de su prójimo y, posiblemente, advertirá las emociones dañinas acumuladas que saltan a la vista en situaciones empleadas como “válvula de escape”. Incluso se utilizan como pretexto los desasosiegos cotidianos a fin de justificar negativas actuaciones.
Existe una atmósfera masiva de rechazo, prejuicio, prepotencia y, por lo tanto, una escasez de inteligencia emocional que impide convivir en los mínimos niveles que el sentido común demandan y que la coexistencia pacífica determina. Hemos transformado el hostigamiento en un modo de vida, la actitud segregacionista en un mecanismo defensivo y el agravio en el sustituto perfecto ante la carencia de argumentos sensatos. Arremeter y arrogarse un desplegar egoísta es un “deporte nacional”.
Tengo un vecino en el departamento del segundo piso de mi casa al que su esposa, por lo menos, tres veces por semana grita de la forma menos imaginada. Sus desencuentros constituyen una “gimnasia conyugal” que ilustra a sus dos pequeños hijos de la armonía, la concordia y el amor de familia. Por su parte, el esposo parece salido del paleolítico superior por las características de su comportamiento.
Las tensiones de la vida diaria no debieran alterar los óptimos estándares de comprensión que se recomienda mostrar en los espacios que habitamos. Sugiero proceder con empatía, habilidad social, asertividad y con una elevada dosis de respeto que conviene alimentar a partir de expandir nuestro “sentido de pertenencia”. Hagamos un esfuerzo comunitario para aprender a convivir dentro de los parámetros de la civilización, la condescendencia y el discernimiento. Podríamos empezar entendiendo que nuestros derechos terminan donde empiezan los ajenos y rehuyamos percibir a los semejantes como enemigos o adversarios inexistentes.
Es oportuno precisar que el ofuscamiento merma nuestra calidad de vida. Forjar vigorosas relaciones humanas nos hará mejores como seres humanos y servirá para afirmar una atmósfera beneficiosa alrededor nuestro. Convendría desistir de las conductas agrestes y de baja autoestima que acentúan la pobre interacción general. En el ámbito profesional este proceder puede traer secuelas perjudiciales e irremediables y, por lo tanto, afectar la favorable evolución del individuo en la empresa.
¿Cuánto entenderemos que nuestra felicidad, paz y tranquilidad es también la de terceros? Desde mi perspectiva, la torpeza impide evaluar las serias secuelas de la creciente “canibalización” de la sociedad en nuestra salud anímica. Anhelo, con ingenua ilusión, que la conveniente reflexión ilumine a los discapacitados emocionales e intelectuales que abundan en dimensiones oceánicas en “perulandia”, inclusive en los escenarios menos imaginados. Recordemos lo dicho por Thomas Jefferson: “Una opinión equivocada puede ser tolerada donde la razón es libre de combatirla”.
(*) Docente, consultor en organización de eventos, protocolo, imagen profesional y etiqueta social. http://wperezruiz.blogspot.com/