Miguel Ángel Rodríguez Mackay
Ayer, 3 de agosto, se ha celebrado el Día del Diplomático Peruano. La diplomacia jamás puede defenderse. De todas las actividades del hombre, es tal vez la única que debe trabajar estrechamente aliada con el silencio no en el sentido de misterio, sino en su dimensión más noble que es la discreción. Algunos creen erradamente que el embajador es el representante personal del jefe de Estado. No. Conforme la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas y el derecho diplomático, lo es del Estado.
El diplomático comunica a su gobierno los propósitos de los gobernantes extranjeros alertando al Estado del peligro que lo amenaza y advirtiendo de sus intenciones. La diplomacia es la primera línea defensiva de los intereses del país y de su soberanía. La vida diplomática, con sus atractivos, implica sacrificios. Los he visto en el terreno y en general, diría que es admirable.
Alejarse del país por largos años adaptándose a otros lares, no siempre es fácil, pues jamás pierden su calidad de extranjeros. Su labor no siempre es bien apreciada y nunca debe olvidar que todos sus éxitos son del Estado y todo fracaso es personal. Mantener el prestigio de su país con el suyo, es su deber. Si algo sucede, su nombre pronto se olvida, pero no el de su país. Debe decir la verdad, pero ello no lo obliga a decirla toda, dejando espacio para la reserva.
Debe ser prudente, pero no temeroso. El diplomático que a todo le teme no puede ejercer esta carrera pues la representación del Estado exige valor. Decir lo que piensa y con firmeza cuando las cosas se hacen mal, lo enaltece; en cambio, el silencio lo hace cómplice. Aunque no conduce la política exterior, puede influir en su formulación mediante informes correctos y recomendaciones consideradas.
Correo, 04.08.2014