En el Perú actual la idea de consenso político ha desaparecido. La elección de la Mesa Directiva del Congreso con cuatro listas postulando ha sido un buen ejemplo de ello. La desorganización de la oposición parlamentaria se confirma así como un factor clave para explicar la sobrevivencia de un gobierno cuya incapacidad se traduce en una creciente impopularidad. Y si no existió capacidad de acuerdo de los congresistas siquiera en el conflicto con el Ejecutivo, menos la hubo en relación a metas nacionales de cualquier tipo, que urgen sobre todo en el ámbito económico.
El año legislativo estuvo marcado por contrarreformas en lo constitucional, lo electoral y lo educativo, esfuerzos en los que participaron todas las bancadas sin distinción. Del lado de la oposición en particular, el grueso de su tiempo estuvo dedicado a buscar la vacancia presidencial mediante dos intentos fallidos, cuando no se procedió a la censura selectiva de ministros, no tanto como forma de control político, sino como un mecanismo para corroer al Ejecutivo, que entre eso y sus nombramientos fallidos, finalmente ha sumado cincuenta y nueve ministros en un año. Varios de esos relevos están relacionados a casos de corrupción sobre los cuales el mandatario no ha logrado ofrecer al país una explicación satisfactoria.
El mensaje a la nación del presidente de la República el 28 de julio, ha sido también una demostración reiterada de que el obstáculo más grande al desarrollo del Perú continúa siendo la tremenda ineficiencia e ineficacia de parte del actual sector público, agravada por la inoperancia y la rampante corrupción que facilita este gobierno. Sin verdadera autocrítica y con cifras cuestionables, el Presidente Castillo siguió el guion de sus predecesores: una gris enumeración de avances en una realidad paralela, salpicada de anuncios populistas y de críticas a los medios de comunicación y la oposición. Para la anécdota quedan sus señalamientos a la “oligarquía” y sus vacías menciones a la justicia redistributiva, la reforma agraria o la asamblea constituyente, tres banderas con las que hoy nadie relaciona su Presidencia. A un año de gestión es cosa olvidada la declarada voluntad política del gobierno para introducir estas reformas. Ante la vacilación de sus gabinetes, y del propio Castillo, que frenaron los cambios sociales y económicos que se necesitan.
Los pocos aciertos del gobierno se diluyen ya en el pasado: la exitosa campaña de vacunación y el retorno más o menos ordenado a la “nueva normalidad”. El país continúa con una economía ortodoxa, equilibrada desde el BCR y el MEF aunque con un crecimiento cada vez más lento, siempre dependiente de la exportación minera, atravesada por serios conflictos sociales que ponen en cuestión el desarrollo de nuevos proyectos. También está el incremento en el gasto social, aunque sin cambiar en lo sustancial los mecanismos de asignación del presupuesto público.
Queda claro que estamos ante un régimen liderado por personas sin experiencia, sin apoyo político de las mayorías y rodeado de facciones clientelares y corruptas, en un ambiente de elevada conflictividad, todo ello síntoma de una democracia que alberga a una clase política que colapsó y que carece totalmente de liderazgos aglutinantes.
Ahora el Perú tiene instituciones menos sólidas y un presidente sin liderazgo. Nada que celebrar y, lo que es peor, ninguna propuesta por donde seguir, en la medida en que la convocatoria a elecciones generales continúe como una opción declarativa. Lo esperable es que en los próximos meses continúe el proceso de fraccionamiento y de marchas sin rumbo por parte del Ejecutivo y el Legislativo. Ninguna señal de algo diferente en el empate de suma cero que vive el país.
desco Opina / 1 de agosto de 2022