Luego de más de diez semanas de explosión social y convulsión —es decir de múltiples movilizaciones, porque no es una sola—, los números que dan cuenta de ella son escalofriantes y de escándalo. 48 civiles y un policía muerto en las protestas, 11 civiles más que perdieron la vida en hechos vinculados al bloqueo de carreteras, más de 1300 civiles y 580 policías heridos son algunas de las cifras que dan cuenta del terror, la violencia y el autoritarismo que el gobierno de Dina Boluarte viene impulsando como única respuesta a los profundos malestares que movilizan las protestas que se han estado sucediendo desde el 7 de diciembre pasado. Aunque éstas nuevamente han disminuido como parte de los flujos y reflujos que las caracterizaron desde un primer momento, están lejos de agotarse, como lo evidencia el Reporte del 23 de febrero de la Defensoría del Pueblo, que registra 36 puntos de bloqueo en vías nacionales, en 9 provincias de Puno y Cusco, movilizaciones y concentraciones en otras 7 en Lima, Junín, Cusco y Puno, así como convocatorias contra las paralizaciones, de esas que parece que alienta como parte de su estrategia el Ejecutivo.
Tras casi dos meses de polarización y enfrentamientos, aún no se entiende cabalmente lo que está pasando. Desde los extremos pareciera creerse que asistimos a la prolongación de un escenario de fantasías que Omar Coronel vislumbrara al inicio del mandato del profesor. Fracasado el intento de golpe de Estado de Pedro Castillo, deplorable imitación del de Alberto Fujimori, desde el nuevo gobierno, que rápidamente devino en autoritario y tempranamente incorporó a las fuerzas del orden estado de emergencia mediante, se instaló el discurso tradicional de la derecha del país frente a situaciones de protesta como las que estamos viviendo. Denunciar una conspiración e injerencia extranjera (Evo Morales, los ponchos rojos y sus balas dum dum), identificar terroristas y enemigos internos que azuzan (senderistas, movadefistas, mineros ilegales) y subrayar la ingenuidad e ignorancia de las mayorías movilizadas es un libreto viejo, que se cree efectivo para enmascarar la represión abierta. La multiplicación del «terruqueo» es, quizá, la única novedad en este escenario.
Si las protestas inmediatas tuvieron mucho de respuesta identitaria y de defensa del valor de un voto, ninguneado desde el momento cero por el Congreso de la República y la derecha extrema, las matanzas en Apurímac y Ayacucho, por lo menos dos menores de edad en el primer caso y seis personas, incluyendo a un menor, que no participaban en las protestas en el segundo, sumaron a sectores cada vez más numerosos que se movilizaban contra la represión y exigían el adelanto de elecciones por la falta total de legitimidad de un Ejecutivo que apostó rápido por la muerte y por la frivolidad de un Congreso y un Ministerio Público que mantuvieron los ojos cerrados y aplaudieron la respuesta de Boluarte. Las protestas se dieron en casi todas las regiones del país y la respuesta gubernamental, como ocurre siempre en esas circunstancias, fortaleció a los liderazgos más radicales en los distintos territorios.
La violencia estuvo claramente presente y no tuvo un solo origen. Muchas veces reactiva a la acción de las fuerzas del orden, aunque marginal, también hubo distintas violencias organizadas. Así, mientras los mineros informales de Chala atentaron contra locales judiciales donde se ventilan largos conflictos entre ellos, un sector de los movilizados en Madre de Dios lo hacía por su legalización. Delincuentes comunes y extorsionadores aprovecharon, como ocurre siempre, el espacio de las protestas y seguramente minúsculos remanentes del pasado también estuvieron activos.
Las movilizaciones de enero marcaron un tercer momento. La masacre de Juliaca, 18 muertos, incluyendo tres menores de edad y un policía bárbaramente asesinado y quemado, marcaron un punto de quiebre que fue seguido por la marcha a Lima, la intervención de la Universidad de San Marcos y las movilizaciones que se sucedieron posteriormente. Aunque éstas parecen haber amenguado los últimos días, todo indica que continúan, más fuertemente territorializadas en Puno, las provincias altas de Cusco y Apurímac, anunciando la posibilidad de nuevas olas en otros espacios del país, Lima incluida, donde los miedos y fantasías del alcalde metropolitano y las autoridades locales de Miraflores y San Isidro, los ha llevado a prohibir movilizaciones y protestas en sus respectivos territorios. Por lo menos aquellas que exigen que se vayan todos porque no han parpadeado, ni ellos, ni la Policía frente a las groseras manifestaciones de acoso contra Gustavo Gorriti y Rosa María Palacios.
Desde las izquierdas, más allá de algunas voces que persisten en el despropósito de negar el golpe de Castillo como parte de su afán por victimizarlo para obtener réditos, distintas lecturas parciales identifican desde un movimiento social pluricultural y de todas las sangres, hasta una movilización antineoliberal, coincidiendo, quizá, en la importancia de un momento claramente democratizador, en el que la protesta es notoriamente política y la creciente apelación a una Asamblea Constituyente alude fundamentalmente al rechazo al pasado y a la urgencia que adquiere un nuevo contrato social.
La última encuesta de IPSOS Apoyo no deja mucho lugar para dudas. La aprobación de la señora Boluarte llega apenas a 7%; 49% que llega a 60% en el medio rural, califica el comportamiento policial de excesivo; 41% en el interior del país considera que la Presidenta y sus ministros ordenaron disparar a matar y 49% cree que aquella y Otárola son quienes tienen mayor responsabilidad en la crisis frente a 10% que responde que el Movadef y otros grupos extremistas.
Todo indica que más tarde o temprano, el adelanto de elecciones se producirá, no obstante las dificultades de una explosión social y diversas movilizaciones que están lejos de lograr su articulación y que tienen expresiones como las del novísimo Comité Nacional Unificado de Lucha del Perú, que rechaza el adelanto de elecciones como parte de una farsa, escondiendo su posicionamiento político que apunta a hacer de la «reposición» de Pedro Castillo una carta electoral.
desco Opina / 24 de febrero de 2023