Héctor Vargas Haya

El título es un remedo alusivo al calificativo de “el hombre enfermo de Europa”, adjudicado, hace más de un siglo, al viejo imperio turco, víctima del desgobierno de corruptos califas y sultanes y sumido en dramática decadencia y grave crisis económica, financiera y descomposición moral, casi en ruinas, después de los estragos y la ocupación, al término de la guerra mundial de 1914.

 

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Tan insostenible drama dio origen, en 1919, a la acción patriótica denominada la “revolución de los jóvenes”, liderada por Mustafá Kemal, el que triunfante tomó Anatolia, expulsó a los califas y sultanes y proclamó la República de Turquía. Elegido presidente, el Parlamento lo denominó Atatürk o padre de los turcos e inició una nueva forma de gobierno.

Viene a cuento la referencia histórica, a propósito de la descomposición moral en el Perú, convertido en escenario de conflictos, odios, ilícitas ambiciones y galopante corrupción. El Perú no tuvo califas ni sultanes, pero sí terratenientes y hordas militares que acuartelaron a la República, convertida en un feudo, en el que impusieron indeseables y destructoras conductas.

A partir de la instalación de la República, ya había aflorado desenfrenada e incontenible corrupción en agravio del Erario, convertido en fuente de asquerosos enriquecimientos, escandalosa delincuencia pública, que obligó a Bolívar a establecer la pena de muerte contra los que se enriquecían robándole al Estado y contra los jueces que no aplicaran la ley.

Sostienen los historiadores que la ley marcial frenó la corrupción, pero sólo tuvo vigencia durante la corta presencia del Libertador, porque tan pronto se ausentó del Perú, para reintegrarse a su patria, la aludida ley fue derogada, y la corrupción retornó con mayor fuerza.

Por tan grave descomposición moral, González Prada había acuñado la despiadada célebre frase: “el Perú es un país enfermo de lacras morales incurables, donde se pone el dedo brota pus”.

Y el implacable, Manuel Atanasio Fuentes, en su fecunda bibliografía, condena a la degeneración política, instaurada en 1854, por el general José Rufino Echenique, cuyo gobierno fue calificado “el de la orgía presupuestaria” derivada de la ilícita conversión de la deuda interna y los bonos de la deuda externa con los que benefició a su entorno familiar y a sus amigos.

Contra tal grado de corrupción, Ramón Castilla lo derrocó, pero la corrupción ya se había instalado y resultó poco menos que imparable.

Un siglo después, Porras Barrenechea, decía que la fustigadora prédica y la corriente positivista, de hace más de cien años, habían producido en la generación radical un hondo pesimismo sobre las fuerzas espirituales y la convicción de que el Perú era un país enfermo.

No hay historiador que no condene dicha lacra, práctica cotidiana en el Perú, en todos los niveles, como forma de vida. En la “Nueva Crónica del Perú, siglo XX”, editado por el Fondo Editorial del Congreso, año 2000, Pablo Macera y Santiago Forn, abordan el grado de corrupción política y manifestaciones somáticas, indicadoras de la crisis moral en el Perú, incompatible con la civilización, enfermedad que no se mide sólo por el número de actos de co­rrupción, sino por la ausencia de voluntad para combatirlos.

Según unas encuestas, más del 75% de los interrogados respondieron haber ofrecido o recibido ofertas de sobornos, y las aceptan como algo normal, comportamiento derivado de la ausencia de valores morales, por todo eso, cierta vez, Macera llegó a sentenciar que “el Perú era un burdel”, pero acto seguido, el psicólogo Baldomero Cáceres le replicó que estaba equivocado, porque “los burdeles eran lugares muy bien organizados”.

La gran corrupción que ha adoptado en el Perú, se halla casi institucionalizada, como desvergonzada práctica consuetudinaria, que, descaradamente, hasta se ha llegado a legalizarla mediante artilugios, como los denominados “LOBBYS”, creados por ley 28024, de 23 de junio del 2003 y que, según se sostiene, significan antesala, cabildeo, opinión, conferencia, para agilizar gestiones, intereses comunes entre el Estado y los empresarios y promover decisiones correctas en la concesión de servicios.

Pero ocurre que los benditos lobbys terminaron legalizando la corrupción entre postores y autoridades, los que los utilizan para las componendas. Son doscientos años de caos y corrupción institucionalizada que displicentemente es admitida, y a modo de conformismo se repite “en todas partes hay corrupción”, sin reparar que en que en otros escenarios hay sanción.

Hace décadas, respondiendo a la trillada expresión “en todas partes se cuecen habas” el poeta César Moro decía: “sí es verdad, pero la diferencia está en que en el Perú sólo se cuecen habas”.

En su libro Perú, el historiador alemán E. W. Middendorf, expresa que “después de la disolución de la Confederación Perú-Boliviana, el país cayó en un estado de anarquía, y sólo bajo el gobierno de Castilla se restableció el orden, era desconsolador imaginar todo lo que un gobierno inteligente y desinteresado hubiera podido realizar con los millones que afluyeron, pero sólo se condujo a una bancarrota sin paralelo.

“Castilla fue un patriota y aunque dominante, no era codicioso y su dignidad no le permitió enriquecerse a costa del Estado, fue su sucesor, el general Rufino Echenique, quien en asuntos de dinero era diferente, el arreglo de la deuda externa favoreció exclusivamente a extranjeros, se abultaron las escandalosas irregularidades. Castilla se valió del descontento público para derrocarlo.

Piérola se aprovechó del gobierno de José Balta, y firmó el lesivo contrato Dreyfus…”. Tomo 2°, página 135ª

Decía González Prada: “veamos a Piérola instalado en el poder, concediendo favores y cargos de confianza a los que en todas las épocas se distinguieron por la rapacidad y la desvergüenza. El restaurador de las tiranías y clausura de periódicos se valía de subterfugios o triquiñuelas de tinterillo para confiscar imprentas y acallar a los que hablan con independencia y osadía”, “nos haríamos dignos de Bolognesi y Grau, si en vez de limitarnos a enterrar montones de polvo y huesos, sepultáramos nuestras miserias y nuestros vicios. Los vivos seríamos superiores si trazáramos una línea de luz y dijéramos: aquí termina un pasado de ignominia y empieza la regeneración”.

Y en su libro Aletazos del Murciélago, de 1866, dice Manuel A. Fuentes: “Así somos y así seremos: para esto de cumplir con las leyes, no hay más que llamar a un peruano que se deja sacar todas las muelas antes que dejar de obedecer una ley…y las autoridades obedientes con escándalo; para unos es tener una buena colocación y crecida renta; para otros, ponerse un par de charreteras, ser bravos en tiempo de paz y pacíficos en tiempo de guerra……. Según ellos, el Estado no es floreciente cuando no son el primer florón; el orden está fuera de los rieles cuando no son los locomotores”.

El COVID-19, puso en evidencia la inmoralidad en la salud pública que colapsó, carente de oxígeno, camas, unidades de cuidados intensivos, etc., y la mortandad, hasta de médicos y auxiliares.

Vergonzosamente Perú había registrado, un número de infectados y fallecidos que superaba a los de Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Colombia, Bolivia y Venezuela juntos.

El Estado había renunciado a su obligación de cautelar la salud pública, al transferirla a favor de empresas privadas, después de liquidar al Instituto Peruano de Seguridad Social, titular de millonarios aportes económicos de más de siete millones de trabajadores, que debiera ser administrado por un Directorio.

Se sostenía que no había presupuesto, pero sí hubo para construir dispendiosos monumentos, como la “villa olímpica”, con cuya millonaria inversión se pudo haber edificado modernos nosocomios, pero pesaron mucho más las ilícitas angurrias.

 

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14.03.2023
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