Amnistía Internacional (AI) ha publicado y difundido su Informe sobre los acontecimientos ocurridos entre fines del 2022 e inicios del 2023, luego de haberlo hecho la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). AI afirma, en un sentido similar a ésta, que “desde la destitución y el arresto del expresidente Pedro Castillo el 7 de diciembre de 2022 y los consiguientes estados de excepción declarados por las autoridades, Perú entró en una de sus crisis políticas y sociales más profundas de las últimas décadas”.
En esa situación, “miles de personas salieron a protestar a las calles” y como respuesta a las manifestaciones, en las que 49 personas manifestantes perdieron la vida, once personas fallecieron en contextos de bloqueos carreteros y centenares de personas resultaron heridas, incluyendo a un policía, quien perdió la vida, las autoridades hicieron “uso de la fuerza letal y uso excesivo de fuerza menos letal”. En esas circunstancias, afirma, existen elementos como para sostener que se realizaron ejecuciones extrajudiciales por algunos efectivos de las fuerzas del orden.
Además de ello, que de alguna manera reafirma lo dicho por la CIDH, la importancia de lo señalado por AI también está en la insistencia de subrayar un aspecto fundamental para comprender los hechos que condena. Por lo menos desde el 2007, luego del denominado Baguazo, ha venido señalando que los agentes de seguridad del Estado peruano están haciendo un uso desproporcionado e inadecuado de la fuerza.
Fue entonces, hace más de una década y media, cuando concluía que “el uso de equipo militar como fusiles AKM o granadas no es apropiado para el desempeño de funciones policiales de mantenimiento del orden durante reuniones públicas de carácter pacífico, especialmente cuando es empleado por agentes que no cuentan con capacitación sobre estándares de derechos humanos relevantes para el mantenimiento del orden público”.
Remarcaba que el Estado peruano tenía la obligación de garantizar que los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, debían hacer uso de la fuerza sólo cuando fuere estrictamente necesario y en la mínima medida requerida según las circunstancias, y únicamente como acción extrema, de acuerdo con la normatividad —internacional y nacional— entonces vigente.
Por ello, recomendaba que debían tomarse medidas para el procesamiento judicial de los responsables e indicaba la necesidad de establecer las garantías necesarias para la vigencia irrestricta de los derechos humanos. La condición que subyacía detrás de estos resultados fue explícitamente enunciada: “El gobierno peruano no puede seguir pasando por alto los derechos humanos de la población indígena del Perú en nombre del desarrollo”.
Ocho años después, en el 2015, el Informe de AI destacó la proliferación de conflictos sociales vinculados a la actividad extractivista. Señaló que durante ese año nueve personas habían fallecido en estas protestas, sin que se abriera una investigación por tales muertes. Pero también mostró su preocupación por la promulgación de una norma que eximía de responsabilidad a los miembros de las fuerzas del orden, si es que mataban o herían a personas en servicio, remarcando que existían varias denuncias sobre uso excesivo de la fuerza.
A fines del 2020, Amnistía Internacional reiteró sus preocupaciones por la violencia indiscriminada ejercida por los agentes estatales peruanos. El monitoreo que realizaron a las protestas que se llevaron a cabo entonces, comprobaba episodios que ejemplificaban el uso excesivo e innecesario de la fuerza por la Policía Nacional del Perú (PNP) en las manifestaciones en el contexto de la crisis política que atravesaba el país, que generó una crisis de derechos humanos. “Los videos verificados digitalmente por Amnistía Internacional son evidencia contundente de la violencia ejercida por la Policía contra la población a la que debería proteger”, dijo entonces Erika Guevara Rosas, directora para las Américas de Amnistía Internacional.
De esta manera, si algo evidencia el seguimiento de Amnistía Internacional a la respuesta del Estado peruano ante las protestas sociales en las últimas décadas, es la necesidad de una comprensión más amplia y exhaustiva de la tendencia a criminalizar la movilización ciudadana y, en ese contexto, analizar a profundidad el marco regulatorio sobre el uso de la fuerza.
Como indica José Saldaña Cuba, pese a afectar los derechos a la vida, integridad y libertad, en ocasiones estas acciones pueden ser legales o al menos disputar su legalidad. Al respecto, las normas más relevantes son el Decreto Legislativo 1186 (2015) y el Decreto Legislativo 1095 (2010), que regulan el uso de la fuerza de la Policía y de las Fuerzas Armadas, respectivamente.
Ambos dispositivos fueron los ejes desde los cuales se elaboró un marco normativo que, afirma Saldaña, se caracteriza por: (1) la existencia de vacíos legales y deficiencias, especialmente en el Decreto Legislativo 1095; (2) la extensión de la impunidad en el Decreto Legislativo 1186; (3) la profusión de los convenios policiales con empresas mineras, privatizando la seguridad pública (Decreto Legislativo 1267); (4) la participación de la División Nacional de Operaciones Especiales (DINOES), que radicaliza el uso de la fuerza; y, (5) los constantes cambios en las directivas de la PNP, dirigidas a flexibilizar los controles.
Si este ambiente ya podía ser considerado excesivamente peligroso para las debidas garantías ofrecidas a ciudadanas y ciudadanos, hubo quienes lo consideraron insuficiente. En marzo del 2020, la Comisión Permanente del Congreso promulgó la Ley 31012, de Protección Policial, que puso fin a cualquier indicio legal sobre el uso proporcional de la fuerza por la policía.
Aun así, en enero del presente año, en medio de la convulsión social, el congresista Jorge Montoya presentó un proyecto de ley que proponía modificar el Decreto Legislativo 1186, en términos similares a los ya establecidos en la Ley 31012. Más allá del obvio error cometido por el congresista, lo importante del caso fue la intencionalidad de su acción: buscó que el principio jurídico de la proporcionalidad fuera reemplazado por el principio de defensa de la vida, legalizando así el uso de la fuerza letal por la policía cuando sean superados en número y se cometan actos violentos.
Así, podríamos preguntar, ¿dónde radica la racionalidad de la criminalización de la protesta social mediante dispositivos legales? Sin aspirar a una respuesta concluyente, un elemento a considerar es que no es un asunto particular del Perú, sino que es generalizable a América Latina que, al parecer, sería un resultado de la imbricación entre las políticas neoliberales y las nuevas configuraciones de la seguridad. Ese entrecruzamiento entre neoliberalismo y seguridad se lleva a cabo en un Estado que ha sido crecientemente privatizado —“capturado”— por las élites, como lo evidencia la naturaleza de la legislación que produce.
desco Opina / 2 de junio de 2023