Por Xavier Caño (*)
Hablando de la pena de muerte, necque nominetur in nobis (ni siquiera la nombremos entre nosotros). No hay nada de que hablar, porque la pena capital debe desaparecer. Pero, puestos a hablar, recuerdo que alguien definió a la Unión Europea como “el territorio en el que no hay pena de muerte”. Aunque hay muchos errores, injusticias y retrocesos en la construcción europea, la abolición de la pena de muerte es un indiscutible logro a universalizar.
En el 62º período de sesiones de la Asamblea General de Naciones Unidas, se ha presentado una resolución para que los estados apliquen una suspensión indefinida a la ejecución de penas de muerte. El apoyo de la ONU a la suspensión mundial de las ejecuciones es fundamental para un mundo sin pena de muerte.
La ONU ha elegido una vía asequible. Que los 87 estados que aún mantienen la pena de muerte en sus códigos penales la supriman, pudiera ser misión imposible, pero que no la apliquen es factible. Como han hecho ya 21 estados en los últimos años. Entre estados abolicionistas de la pena de muerte por ley y de hecho, ya son 108 los estados que no ejecutan.
En el lento camino hacia la abolición de la pena de muerte, hay noticias esperanzadoras. El Tribunal Supremo de EEUU ha suspendido desde septiembre tres ejecuciones de penas capitales. Algunos analistas perciben un paso hacia una moratoria de hecho de la pena de muerte. El máximo tribunal estadounidense parece pronunciarse a favor de paralizar la pena letal, aunque no a abolirla. Las suspensiones decretadas son respuesta a otros tantos recursos de condenados a muerte que, en un último intento, se han acogido a la octava enmienda constitucional, reclamando que no se les cause un sufrimiento insoportable. El pasado 25 de septiembre, el Tribunal Supremo anunció que estudiaría si la inyección letal -aplicación de la pena de muerte en 37 de los 38 estados que reimplantaron esa pena en 1976- es anticonstitucional.
Pero no todas son buenas noticias. En la República de Vietnam, un tribunal de Hanoi ha condenado a tres mujeres, de 38, 39 y 41 años, a la pena de muerte por traficar con unos 3 kilogramos de heroína. Durante 2007, tribunales vietnamitas han condenado a muerte a 69 personas, 40 lo han sido por narcotráfico. En Vietnam, el tráfico, el transporte o la posesión de heroína, a partir de 600 gramos, supone pena de muerte.
Hay numerosas razones para abolir la pena de muerte. La primera es que la pena de muerte es la máxima negación de los derechos humanos: viola el derecho a la vida, proclamado en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Es cruel, inhumana y degradante. No tiene poder disuasorio, no reduce la delincuencia grave ni la violencia política y nunca se ha demostrado que disuada del delito con más eficacia que otras penas. Es discriminatoria, porque con frecuencia se emplea de forma desproporcionada contra los más pobres y contra las minorías. Y es inevitable que afecte a víctimas inocentes, porque la justicia humana se equivoca, y no se puede garantizar que no se ejecutará a inocentes. Además, es arbitraria. ¿Cuántos de los que pueden contratar grandes bufetes de abogados han sufrido la pena capital?
La pena de muerte ha de ser abolida en todo el mundo: vita mutatur non tollitur (la vida se cambia, pero no se arrebata). A algunos, tal vez a muchos, les pueda parecer que la abolición de la pena de muerte es una utopía irrealizable. Pero eso mismo debía parecer siglos atrás la supresión del derecho de pernada, el derecho del señor feudal a pasar la primera noche con una recién casada y desflorarla. O más cerca de nosotros, apenas hace un siglo y medio largo, utópica parecería la abolición del esclavismo, la compra y venta de seres humanos como ganado; negocio secular floreciente de países muy civilizados, como Inglaterra, Portugal o EEUU.
Para cuestiones que parecen tan difíciles y lejanas como ésta de abolir la pena de muerte, apliquemos lo que decían los estudiantes en mayo de 1968: seamos realistas, exijamos lo imposible.
(*) Escritor y periodista
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