Por Alberto Sierra (*)
“A los mayores les gustan las cifras (…) pero jamás preguntan sobre lo esencial”, dice El Principito de Saint Exupéry. El interés de “los mayores” por las cifras podría ser la razón de que cada 20 de Noviembre, el Día Mundial de la Infancia, los medios de comunicación nos recuerdan que cerca de 27.000 menores de cinco años mueren cada día por enfermedades prevenibles; que el paludismo mata a un niño cada 30 segundos; o que quince millones de niños se quedaron huérfanos durante el último año a causa del sida.
Este día también sirve para que las organizaciones de la sociedad civil demos las cifras que permiten ver los efectos positivos de la Convención sobre los Derechos del Niño, firmada hace 18 años, y los puntos que quedan por cumplir. Así, hemos podido decir que en 2006 han muerto cuatro millones de niños menos de los que perdieron la vida en 1990 y hemos denunciado que la mitad de los recién nacidos en países en desarrollo no existen a efectos legales.
Que los adultos rara vez nos preguntemos sobre lo esencial, como nos recuerda el “extraordinario hombrecito” creado por el escritor francés, podría ser el motivo de que durante el resto del año los 130 millones de niños que continúan sin poder ir a la escuela no aparezcan hoy en las páginas de los grandes diarios ni en las noticias de los informativos de televisión. No aparecer en los medios significa, en la teoría periodística, que estos niños no interesan a la sociedad o, al menos, que no son noticia importante.
En estas fechas, cercanas a la Navidad, los medios de comunicación aparecen repletos de anuncios dirigidos a los más pequeños. Publicidad para que pidan más juguetes en sus cartas a Papa Noel y a los Reyes Magos. Animados por la idea errónea que les transmiten sus mayores y la sociedad en la que viven de que cuantos más juguetes tengan, mejor; porque no les enseñan que cuanto mejores sean los juguetes, más los disfrutarán.
“Cuando se les habla de un nuevo amigo, los mayores jamás preguntan sobre lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar: “¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?” Pero en cambio preguntan: “¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?” Sólo con estos detalles creen conocerle”, nos recrimina el pequeño príncipe.
Cuando leemos las cartas de nuestros hijos, los adultos no nos preguntamos dónde ha sido fabricado ése juguete, si habrá intervenido en su producción alguno de los 300 millones de niños que viven explotados en los países más pobres ni cuántos niños no podrán recibir la visita de los Reyes Magos. En cambio nos preguntamos, “¿Cuánto cuesta? ¿Podré pagarlo? ¿En qué lugar será más barato? ¿Habrá otro juguete similar a menor precio?”. Sólo tenemos en cuenta estas preguntas para saber si debemos satisfacer las necesidades o no de nuestros hijos.
En España se gastaron 800 millones de euros en regalos durante las pasadas navidades, mientras que el volumen total de las ayudas anuales que los países desarrollados dan a los más pobres para el desarrollo de la educación es, según el PNUD, de 1.200 millones de dólares.
Si analizamos por qué 1.000 millones de niños viven en la pobreza, adoptamos una actitud responsable y solidaria, y denunciamos la indolencia de los gobiernos y de las multinacionales que siguen sin respetar los derechos reconocidos en la Convención sobre los Derechos del Niño, ya estamos tendiendo puentes para que los niños más desfavorecidos puedan salir de la situación en la que se encuentran.
Acordarnos sólo el 20 de noviembre de ellos es olvidarnos de que, alguna vez, todos fuimos niños y nosotros sí pudimos disfrutar de la infancia. Cada día, debería celebrarse el día de la Infancia.
(*) Periodista
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Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)