Acerca del último artículo de Christine Chemnitz
Por Alejandro Sánchez-Aizcorbe
Christine Chemnitz, directora del Departamento de Políticas Agrícolas Internacionales de la Fundación Heinrich Böll, ha escrito en inglés un artículo que se traduce al castellano como “El alto costo de la carne barata” (The High Cost of Cheap Meat). El artículo de Chemnitz fue publicado en Project Syndicate (http://www.project-syndicate.org/commentary/christine-chemnitz-and-shefali-sharma-enter-the-nightmare-of-factory-style-livestock-production).
Si bien el artículo de marras se circunscribe al tema de la carne, creemos que el manejo de la contradicción entre producción para el consumo interno y producción para la exportación debe regularse bajo el principio del bien común. No es aceptable que en una república centroafricana que produce frutas los ciudadanos consuman frutas europeas porque están subvencionadas.
Tampoco es aceptable que los habitantes de un país como el Perú, que aún lucha denodadamente contra la pobreza, la desnutrición y la tuberculosis, vean alejarse la quinua de sus mesas debido al boom de su exportación y la consecuente al alza de sus precios en el mercado doméstico.
Como tampoco es aceptable que se exporten cientos de millones de toneladas de carne que producen males —cáncer, obsesidad, enfermedades cardiovasculares, resistencia a los antibióticos. etc.— cuyos costos medioambientales y de salud —como apunta Chemnitz— no están incluidos en el precio de la etiqueta sino que se transfieren a los consumidores, al Estado y a las futuras generaciones —que pagarán dichos costos tanto en impuestos como en lo que les cueste sanarse o controlar las enfermedades que hereden de padres y abuelos malsanos por el consumo excesivo de carne y alimentos procesados en general.
Hecha esta pequeña introducción, pasamos a transcribir las difícilemente refutables tesis de Christine Chemnitz. Un conjunto —ojalá que cada vez mayor— de científicos, médicos, artistas y economistas se han dado cuenta de que la sostenibilidad de la humanidad y del planeta que por suerte habita no corre parejas con el crecimiento del consumo desmedido e infinito.
La ganadería a gran escala es una impulsora crucial de la industralización de la producción agropecuaria —sostiene Chemnitz—. Su expansión sin escrúpulos ni remordimientos está contribuyendo al cambio climático, a la desforestación, pérdida de biodiversidad y violación de los derechos humanos —todo para satisfacer el malsano apetito de las sociedades occidentales por la carne barata.
Europa y Estados Unidos han sido los más grandes consumidores de carne en el siglo XX, con un consumo promedio por persona de 60-90 kilos anualmente —mucho más de lo que se require para satisfacer la necesidad nutricional humana —prosigue la autora. A pesar de que las tasas de consumo de carne se estancan e inclusive declinan en ciertas regiones de Occidente, siguen siendo mucho más altas que en la mayoría de las otras regiones del mundo.
Mientras tanto, en las economías emergentes —especialmente las que se agrupan en el llamado BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica)— los miembros de una floreciente clase media están adoptando dietas similares a las de sus contrapartes de los países ricos. En las próximas décadas, conforme los ingresos continúen elevándose, lo mismo ocurrirá con la demanda de carne y productos lácteos.
Para satisfacer esta demanda, las firmas de agronegocios del mundo intentarán aumentar su producción anual de carne de 300 millones de toneladas actualmente a 480 millones de toneladas hacia 2050, generando serios desafíos sociales y presiones ecológicas virtualmente en cada etapa de la cadena de valor (provisión de alimento, producción y venta minorista).
Un problema mayor de la ganadería industrial —señala Chemnitz— consiste en que conduce a una cantidad considerable de emisiones de efecto invernadero —y no solamente porque el proceso digestivo (el eructo) de los rumiantes produce metano. La bosta de los animales, los fertilizantes y los pesticidas utilizados para producir su alimento generan grandes cantidades de óxidos de nitrógeno.
De hecho, el modelo industrial implica un cambio significativo en el uso de la tierra e implica la desforestación, comenzando con la producción del alimento. Actualmente, cerca de un tercio de la tierra existente dedicada a la agricultura se utiliza para la producción de alimento para animales, y si a dicho tercio se agrega el espacio que ocupa el ganado y el apacentamiento, el porcentaje de tierras dedicadas a todo ello alcanza aproximadamente el 70%.
Con el incremento del consumo de carne, tan sólo la producción de soya llegaría a casi duplicarse, lo que implicaría un aumento proporcional del uso de insumos tales como tierra, fertilizantes, pesticidas y agua. A su vez, el aumento de las cosechas derivadas a la alimentación del ganado ejercería una presión hacia el alza de los precios de la comida y de la tierra, haciendo más y más difícil para los pobres del mundo la satisfacción de sus necesidades nutricionales básicas.
Para colmo de males —argumenta Chemnitz—, el cambio del uso mixto o de los sistemas indígenas a las operaciones de gran escala para la crianza de ganado pone en peligro la vida en las áreas rurales, particularmente en los países en vías de desarrollo. Los pastores, los pequeños productores y los granjeros independientes simplemente no pueden competir con los bajos precios de venta minorista que sencillamente no contabilizan los verdaderos costos ambientales y de salud de la industria. Y el sistema de ganadería industrial, con sus bajos salarios y malos estándares de salud y seguridad, no provee una buena alternativa de empleo.
Finalmente, existe el impacto de la ganadería industrial en la salud pública —afirma la autora—. Para principiantes, los niveles excesivamente altos de consumo de carne y lácteos están creando problemas de salud relacionados con la nutrición, como la obesidad y las enfermedades cardiovasculares. Más aún, mantener grandes concentraciones de animales en espacios reducidos facilita la proliferación de enfermedades infecciosas transmisibles a los seres humanos, como la gripe aviar. Y las medidas destinadas a mitigar ese riesgo, tales como el uso de bajas dosis de antibióticos para prevenir la enfermedad (y optimizar el crecimiento) generan una crisis en la salud pública al fortalecer la resistencia a las drogas antimicrobianas.
Añádase a lo dicho las horrendas condiciones que sufren los animales mismos, debido a la resistencia de la industria a aplicar estándares razonables de bienestar animal, y uno podría preguntarse por qué se ha permitido que la industria crezca tanto —discurre Chemnitz—. La respuesta se encuentra en el poder oligopólico, que permite a los ganaderos industriales externalizar los verdaderos costos sociales y ambientales, los cuales tienen que ser cubiertos por los trabajadores y los contribuyentes.
La realidad es que hay otros modos de satisfacer la demanda mundial de carne y lácteos —apunta la autora—. En la Unión Europea, solo dos elementos clave de la Política Agraria [Agricultural Policy (CAP)] tendrían que cambiarse para reducir drásticamente las distorsiones en el sistema de producción. Implementar estos cambios enviaría una clara señal a los políticos europeos en el sentido de considerar seriamente el deseo de los consumidores.
El primer cambio —sugiere Chemnitz— sería prohibir las importaciones de alimentos genéticamente modificados, y requerir que los granjeros produzcan por lo menos la mitad del alimento de sus animales en sus propias granjas. Un conjunto claro de reglas sobre el abastecimiento de alimento eliminaría los desbalances internacionales en los nutrientes, y reduciría el poder de las corporaciones multinacionales de biotecnología agropecuaria como Monsanto. Mas aún, el barro y la bosta ya no tendrían que ser transportados cubriendo largas distancias, y se podrían utilizar para fertilizar la misma tierra de los granjeros y producir alimento para sus animales.
Segundo, el innecesario uso de antibióticos en el alimento y en los sistemas de abrevadero debe ser prohibido —prosigue Chemnitz—. Esto obligaría a los granjeros a tratar a los animales individualmente, basados en el diagnóstico veterinario.
En los Estados Unidos, la Administración de Alimentos y Drogas (Food and Drug Administration) podría prohibir el uso no terapéutico de antibióticos. Y el Departamento de Agricultura podría incrementar el apoyo a las operaciones de ganado en libertad, a fin de incentivar sistemas más sostenibles de producción de carne.
Ciertamente, estas acciones solo constituirían los primeros pasos de importancia —concluye la investigadora—. Conforme crecen las clases medias de las economías emergentes, resulta vital reconocer que los actuales modelos occidentales de producción y consumo de carne no constituyen un proyecto para el futuro. Ya es hora de crear un sistema que se ajuste a nuestros límites ecológicos, sociales y éticos.