Es justicia y no ayuda lo que necesitan
Por José Carlos García Fajardo*
Los países ricos del Norte sociológico desembolsan cada año más de mil millones de dólares por día con el fin de mantener a sus agricultores. Es decir, seis veces la cantidad de lo que conceden anualmente para la ayuda al desarrollo de los países empobrecidos del Sur.
Por José Carlos García Fajardo*
Los países ricos del Norte sociológico desembolsan cada año más de mil millones de dólares por día con el fin de mantener a sus agricultores. Es decir, seis veces la cantidad de lo que conceden anualmente para la ayuda al desarrollo de los países empobrecidos del Sur.
Tan sólo la Unión Europea y Estados Unidos son responsables de dos tercios del total de esas subvenciones, tan alardeadas como generosidad altruista.
Como resultado de esta política: niveles de producción cada vez más elevados, disminución de las importaciones de productos de los países del sur y la invasión de nuestros excedentes de producción que hunden los precios de sus mercados al no haber competición posible. Eso cuando no se disfraza la oferta de nuestros “excedentes de producción” como créditos FAD (Fondos de ayuda al desarrollo.) ¿El desarrollo de quién? No se trata del desarrollo deseable: endógeno, sostenible, equilibrado y global.
Hablemos de cifras en un producto tan propio de países africanos y otros del tercer mundo meridional como es el algodón.
Estados Unidos concede tres mil millones de dólares al año en subvenciones a sus cultivadores de algodón; China mil millones doscientos mil dólares y la Unión Europea mil millones de dólares en un producto tan poco adecuado a nuestros climas como el algodón, que destroza las tierras y exige agua que sería necesaria para la agricultura de subsistencia.
Los productores de África del Oeste y Central (Benin, Burkina Faso, Malí, Chad y Togo), con una población de diez millones de habitantes, denuncian que esas subvenciones falsean el comercio, les obliga a exportar su algodón a precios inferiores a sus costos y suponen una pérdida de beneficios entre 200 y 300 millones de dólares por año.
Este algodón fue introducido en países africanos por Francia para aprovechar la mano de obra barata, cuando no forzada, en perjuicio de los productos tradicionales de sus poblaciones. Con ello ocasionaron espantosas erosiones, aplanamientos de terrenos preparados desde hacía siglos para otros productos agrícolas cuidados por las comunidades, sequías, desplazamientos de poblaciones y hambre, ruina y guerra cuando se fueron los colonizadores.
Lo mismo sucedió con las desaparecidas aguas del Mar de Aral. Los soviéticos decidieron utilizar sus ricos caudales para imponer el cultivo de algodón en cientos de miles de hectáreas que acabaron convirtiendo el antiguo Mar en unas salinas muertas con irreparables repercusiones en los sistemas ecológicos y en la biodiversidad desaparecida.
No fue otra la política de Gran Bretaña en inmensas extensiones de la India, reducidas a ese cultivo que, durante centenares de años, habían garantizado la subsistencia de comunidades de campesinos. Con la agravante, como denunció Ghandi, de prohibir la manufactura del algodón indio a las muchachas indígenas a las que, hasta 1946, amputaban los pulgares de sus manos para que no pudieran hilar. El algodón y el hilo se cultivaban en India por los indígenas pero se enviaban a la metrópoli para manufacturar los tejidos que luego vendían a los nativos.
¿Serán necesarias otras concentraciones como las de Seattle y en tantos otros lugares, para denunciar el escándalo de unas instituciones creadas para ordenar el comercio a escala mundial pero que empobrecen a los campesinos que no tienen otras formas de subsistencia?
Ni el Banco Mundial ni el Fondo Monetario Internacional ni la Organización Mundial del Comercio ni las Agencias de Ayuda al desarrollo ignoran estas realidades.
Pero se empeñan en engañar a la opinión pública con la "ayuda" que los países ricos hacen a los pobres que no tienen otra moneda de cambio que sus productos agrícolas y minerales.
Lo mismo sucede en países de Latinoamérica y de Asia. Gracias a las redes de solidaridad a través de Internet es preciso pasar la palabra y secundar el levantamiento de las poblaciones campesinas contra un sistema injusto que les había sido impuesto por los colonizadores y ahora les venden los agentes del FMI como requisitos necesarios en sus reajustes estructurales si quieren ser aceptados por la comunidad internacional. Es falso y es preciso denunciarlo: mientras los países ricos del Norte continúen subvencionando a sus agricultores con mil millones de dólares diarios, será una fuente de desesperanza y de ira el discurso que pretende venderles o imponerles la “democracia”. Si estos son los beneficios de las democracias, algunos no dejarán de rebelarse aún a riesgo de que los consideren terroristas, haciendo explotar sus vidas en gritos de desesperación para denunciar el exterminio de sus pueblos.
*Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del CCS
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Como resultado de esta política: niveles de producción cada vez más elevados, disminución de las importaciones de productos de los países del sur y la invasión de nuestros excedentes de producción que hunden los precios de sus mercados al no haber competición posible. Eso cuando no se disfraza la oferta de nuestros “excedentes de producción” como créditos FAD (Fondos de ayuda al desarrollo.) ¿El desarrollo de quién? No se trata del desarrollo deseable: endógeno, sostenible, equilibrado y global.
Hablemos de cifras en un producto tan propio de países africanos y otros del tercer mundo meridional como es el algodón.
Estados Unidos concede tres mil millones de dólares al año en subvenciones a sus cultivadores de algodón; China mil millones doscientos mil dólares y la Unión Europea mil millones de dólares en un producto tan poco adecuado a nuestros climas como el algodón, que destroza las tierras y exige agua que sería necesaria para la agricultura de subsistencia.
Los productores de África del Oeste y Central (Benin, Burkina Faso, Malí, Chad y Togo), con una población de diez millones de habitantes, denuncian que esas subvenciones falsean el comercio, les obliga a exportar su algodón a precios inferiores a sus costos y suponen una pérdida de beneficios entre 200 y 300 millones de dólares por año.
Este algodón fue introducido en países africanos por Francia para aprovechar la mano de obra barata, cuando no forzada, en perjuicio de los productos tradicionales de sus poblaciones. Con ello ocasionaron espantosas erosiones, aplanamientos de terrenos preparados desde hacía siglos para otros productos agrícolas cuidados por las comunidades, sequías, desplazamientos de poblaciones y hambre, ruina y guerra cuando se fueron los colonizadores.
Lo mismo sucedió con las desaparecidas aguas del Mar de Aral. Los soviéticos decidieron utilizar sus ricos caudales para imponer el cultivo de algodón en cientos de miles de hectáreas que acabaron convirtiendo el antiguo Mar en unas salinas muertas con irreparables repercusiones en los sistemas ecológicos y en la biodiversidad desaparecida.
No fue otra la política de Gran Bretaña en inmensas extensiones de la India, reducidas a ese cultivo que, durante centenares de años, habían garantizado la subsistencia de comunidades de campesinos. Con la agravante, como denunció Ghandi, de prohibir la manufactura del algodón indio a las muchachas indígenas a las que, hasta 1946, amputaban los pulgares de sus manos para que no pudieran hilar. El algodón y el hilo se cultivaban en India por los indígenas pero se enviaban a la metrópoli para manufacturar los tejidos que luego vendían a los nativos.
¿Serán necesarias otras concentraciones como las de Seattle y en tantos otros lugares, para denunciar el escándalo de unas instituciones creadas para ordenar el comercio a escala mundial pero que empobrecen a los campesinos que no tienen otras formas de subsistencia?
Ni el Banco Mundial ni el Fondo Monetario Internacional ni la Organización Mundial del Comercio ni las Agencias de Ayuda al desarrollo ignoran estas realidades.
Pero se empeñan en engañar a la opinión pública con la "ayuda" que los países ricos hacen a los pobres que no tienen otra moneda de cambio que sus productos agrícolas y minerales.
Lo mismo sucede en países de Latinoamérica y de Asia. Gracias a las redes de solidaridad a través de Internet es preciso pasar la palabra y secundar el levantamiento de las poblaciones campesinas contra un sistema injusto que les había sido impuesto por los colonizadores y ahora les venden los agentes del FMI como requisitos necesarios en sus reajustes estructurales si quieren ser aceptados por la comunidad internacional. Es falso y es preciso denunciarlo: mientras los países ricos del Norte continúen subvencionando a sus agricultores con mil millones de dólares diarios, será una fuente de desesperanza y de ira el discurso que pretende venderles o imponerles la “democracia”. Si estos son los beneficios de las democracias, algunos no dejarán de rebelarse aún a riesgo de que los consideren terroristas, haciendo explotar sus vidas en gritos de desesperación para denunciar el exterminio de sus pueblos.
*Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del CCS
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