Historia, madre y maestra
Nicolas de Pierola


Piérola I
por Manuel González Prada; Figuras y figurones, Obras, Tomo I, volumen 2, pp. 337-373, Lima 1986

Por más que los europeos nos miren retratados en libros y diarios o nos vean desfilar en caricaturas y sainetes, nunca se formarán una idea precisa del ambiente que respiramos ni se imaginarán con exactitud a los hombres que nos gobiernan.

 

Si Enrique Heine envidiaba la suerte de los Magyares porque morían en garras de leones mientras los alemanes sucumbían en los dientes de perros y lobos ¿qué diremos nosotros? Aunque poseamos muchas constituciones, muchos códigos y muchas leyes y decretos, los peruanos gemimos bajo tiranías inconcebibles ya en el Viejo Mundo, vivimos en la época terciaria de la política sufriendo las embestidas de reptiles y mamíferos desaparecidos de la fauna europea.

En Piérola diseñamos a uno de los bárbaros prehistóricos en medio de la civilización moderna, a uno de esos presidentes sudamericanos que justifican las palabras de Child, Gustavo Le Bon y Cecilio Rhodes.

I

Durante algunos años, Chile atisbaba la ocasión de lanzarse sobre el guano y el salitre: la riqueza del Perú le quitaba el sueño. En 1879, cuando su presupuesto acusaba un enorme déficit y sus finanzas sufrían una crisis no muy lejana de la quiebra fiscal, sus hombres públicos se resolvieron a tentar la empresa bélico-mercantil o asalto a la bolsa de los vecinos: a más de la oportunidad de caer sobre nosotros, hallaron entonces la causa justificativa de la agresión —nuestra inofensiva y candorosa alianza con Bolivia.

Inflamada la guerra, sucedió lo que debía de esperarse dada la condición del Perú: nuestros buques sucumbieron ante la escuadra enemiga, nuestros improvisados batallones quedaron vencidos y deshechos por fuerzas mejor armadas y mejor dirigidas. Si con la captura del Huáscar aseguraba Chile su dominio en el mar, con la victoria de San Francisco ganaba el litoral de Bolivia, Iquique, Pisagua, Tarapacá. Mas su codicia no estaba satisfecha y volvía los ojos hacia Tacna y Arica. Entonces el pueblo de Lima, como enfermo que se imagina sanar repentinamente con sólo variar de medicinas y de médico, pasó de la legalidad a la dictadura, derrocó a La Puerta y levantó a Piérola.

Y conviene decir el pueblo de Lima, al considerar que un hombre solo, entregado a sí mismo, sin colaboradores ni cómplices, sin el auxilio del ejército ni la anuencia de las masas populares, no habría logrado consumar el golpe ni entronizarse en el mando. Aunque la Ciudad de los Reyes no se distinga por los sentimientos viriles ni los arranques heroicos, sabe con la sola abstención o fuerza de inercia cortar el vuelo a los ambiciosos e impedir el arraigo de las tiranías.2 En la Dictadura del 79, tanta responsabilidad cabe, pues, al hombre que tuvo la audacia de imponerla como al pueblo que aceptó la degradación de sufrirla.

Sin la guerra con Chile, el Régimen Dictatorio no habría pasado de un auto sacramental con intermedio de ópera bufa y evoluciones funambulescas; pero entre la sangre, la muerte y el incendio se convirtió en una tragicomedia, en una especie de Orestiada refundida en El Dómine Lucas.

Dado el hombre ¿se concebiría diferente representación? Piérola nació en los amores del Genio Atolondramiento con el Hada Imprevisión: de ahí que en sus revoluciones no se descubra el plan de un político sino la empresa de un aventurero. Con fe ciega en la fatalidad, como un creyente de Mahoma, o confiado en el auxilio de la Providencia, como un fanático de la Edad Media, él no calcula las probabilidades del buen éxito, no mide la magnitud de los estorbos, no estudia a los hombres para descubrir sus vicios o virtudes ni entrevé la sucesión lógica de los acontecimientos: cierra los ojos y dispara, como jinete con delírium tremens en un caballo desbocado.

Chile mismo no habría elegido mejor aliado. Cuando convenía ceñirse a disciplinar soldados, reunir material de guerra y aumentar los recursos fiscales, Piérola remueve las más pasivas instituciones: era el caso de ordenar, y desordena; de hacer, y deshace; de conservar, y destruye; de operar, y sueña. En el estado de guerra, cuando las funciones del cuerpo social son de más intensidad y de mayor extensión, suprime órganos o les sustituye con mecanismos artificiales y muertos. Peor aún: asume el Poder Legislativo, el Ejecutivo, el Judicial, el Generalato en Jefe del Ejército, el Almirantazgo de la Marina, en fin, presume realizar una obra que no imaginaron Alejandro, César, Carlomagno ni Bonaparte. Un dedo pretende monopolizar todas las funciones del organismo.

Como Poder Judicial, expide, o mejor dicho, firma un laudo reconociendo a la Casa Dreyfus un "saldo de veinte millones de soles", precisamente cuando ese mismo Dreyfus se declaraba deudor al Perú y estaba en vísperas de celebrar una "transacción equitativa y amigable" con nuestro Agente Financiero en París. De ese laudo provienen nuestras más graves complicaciones financieras: dígalo el forzado arbitraje de Berna.

Como Poder Legislativo, promulga un Estatuto inquisitorial y vejatorio que él mismo viola el primero cuando la desmoralización cunde en todas las capas sociales, cuando tiene en sus manos al desertor, al espía y al concusionario. Así corta (como sucedió con García Maldonado los juicios por desfalcos y gatuperios en) que resultan complicados sus acólitos, sus caudatarios, sus amigos y sus deudos. Sólo muestra mano de hierro para fusilar a un pobre soldado de marina y a Faustino Vásquez, "no obstante las irregularidades legales cometidas en el proceso" (sic).

Como Poder Ejecutivo... Pero ¿quién sigue a Piérola en su actividad de polea loca, en su vertiginosa carrera de locomotora lanzada a todo vapor y sin maquinista? Al recorrer hoy las series de leyes y decretos que por conducto de sus pasivos Secretarios manaban incesantemente de su cerebro, como por los boquetes de una pared vieja y cuarteada sale un enredado sistema de correas sin fin; al leer sus resoluciones sobre delitos de prensa, fundación del Instituto de Bellas Artes, Gran Libro de la República y uniforme del Vicario General de los Ejércitos; al verle celebrar 3 como un segundo Lepanto el aniversario de la escaramuza entre el Huáscar y dos fragatas inglesas; al considerar el embrollo financiero que producía rechazando los billetes fiscales y estableciendo la libra esterlina como moneda legal, para en seguida regresar al papel moneda con la emisión de los incas; al recordar la barahúnda que introducía en la Reserva y ejército de línea con su renovación de jefes y cambio de táctica, la misma víspera de San Juan y Miraflores, duda uno si está bajo la acción de una pesadilla o se encuentra cogido en una balumba de locos arrebatados por el delirio incoherente. Eso fue un chorro continuo de aberraciones y absurdos, una avalancha de quimeras y desvaríos, un diluvio disparatorio, no de cuarenta días y cuarenta noches sino de cerca de cuatrocientos días con sus cuatrocientas noches.

Y ¡los hombres que aplauden y rodean al Dictador! En vísperas de las batallas de enero, cuando los ejércitos chileno y peruano se hallan a la vista, sus generales huyen furtivamente del campamento para venir a refocilarse con las prostitutas de Lima, sus ministros bailan desnudos en las saturnales de los barrios bajos o repletos de alcohol se desploman en las plazas y calles de la ciudad. Basta ser primo de una madre abadesa para conseguir una Prefectura, basta descender de un canónigo para desempeñar una Comandancia General. Cuando se cruzan barchilón y sacristán, el uno pregunta: "¿Cómo va, mi coronel?" y el otro responde: "Para servir a usted, mi comandante". Mayores hay que eructan a cañazo revuelto con chanfaina mal digerida, mientras dejan asomar por los bordes del kepí unas inmemoriales aglutinaciones de viruta, cola y aserrín. Porque el Dictador, desdeñando la ciencia y la espada de los hombres encanecidos en la guerra, concede grados militares a los leguleyos, a los mercaderes, a los pilluelos y a los sinvergüenzas, con la misma facilidad que Don Quijote de la Mancha otorgaba el don a la Tolosa y a la Molinera.

En esta vegetación viciosa y malsana, reinan de preferencia los hongos nacidos en el estercolero del echeniquismo. Con los supervivientes y herederos de la antigua mazorca, el robo asciende al rango de institución social. Se roba en la dieta de los enfermos y en el rancho de los soldados, hasta el extremo que las guarniciones de los fuertes permanecen días enteros sin víveres ni leña.4 Cañones hay que no funcionan por falta de saquetes: la franela, en lugar de contener pólvora, ha servido para envolver la ciática o reumatismo de alguna recomendable matrona. Los ambulantes despojan a los heridos o les sustraen las prendas valiosas, porque al sagrado de la Cruz Roja se acogen no sólo muchos prudentes que desean ponerse a salvo de las balas chilenas, sino algunos desalmados que en el dolor y la muerte quieren beneficiar un rico filón.

Supongamos que una tribu de beduinos acampara en el Palacio de Gobierno y sus alrededores; mejor aún, imaginemos que en un museo de Antropología se escaparan los monstruos recogidos en las cinco partes del Globo, y adquiriríamos una idea remota de los personajes que desde fines de 1879 hasta principios de 1881 componían el círculo del Dictador.5

Si por lo dicho en los anteriores párrafos se vislumbra el lado serio de la Dictadura, por lo siguiente se divisa su lado jocoso.

Piérola no sólo se caracteriza por el atolondramiento y la imprevisión: estrambótica mezcolanza de lo cómico siniestro con lo trágico ridículo, resume la caricatura de personajes diametralmente opuestos. Así, cuando funda la Legión del Mérito 6 y establece en las sucursales de Palacio un Versailles con viejas almidonadas y reteñidas, se le diría un Luis XIV rebajado a la talla de Nene Pulgar, y cuando lanza contra los veteranos de Chile a los infelices reclutas de la puna, habiendo observado la precaución de hacerles confesar y comulgar antes de enseñarles el manejo del rifle, parece un Gambetta clerical y tonsurado. Con esa personalidad ambigua, se desdobla y completa metamorfosis inesperadas: organiza con el nombre de Partido Demócrata una facción maleante y agresiva, inflama el odio justo del oprimido contra el opresor y anuncia una formidable liquidación social; pero una vez encaramado en el Poder, cuando debería lanzar rayos y truenos, enciende un fosforillo de cera y produce el retintín de unos cascabeles: de Espartaco surge Polichinela, como de una vaina con incrustaciones de oro sale un chafarote de cartón.

Por eso, mientras algunos rugen de cólera y hasta lloran al columbrar el despeñamiento seguro de la Nación en un abismo sin luz ni salida, otros se ríen a caquinos al presenciar el desenvolvimiento de un drama donde figura un héroe trapalón y cursi, una especie de trinidad carnavalesca formada por la integración de Arlequino, Roberto Macaire y un rata de La Gran Vía.

Imposible no reírse de Piérola al verle recorrer las calles de Lima con estrechísimos pantalones de gamuza, enormes botas de carabinero español, casco a la prusiana y dolman sin nacionalidad. Se empinaba sobre descomunales tacones para disimular la deficiencia de la estatura, echaba atrás la cabeza, abombaba el pecho y avanzaba con pasos diminutos y acompasados, moviendo las piernas, no con la suavidad de un miembro que articula sino con la rigidez de un compás o la tiesura de una barra que sube y cae de golpe. Separado de su cortejo, aislado para ofrecer mejor blanco a los ojos de la concurrencia, miraba sin pestañear, a manera de las Divinidades Indostánicas, embebecido y transfigurado como si en lontananza divisara los deslumbrantes resplandores de su apoteosis futura. Era Robespierre en la fiesta del Ser Supremo, era un vencedor romano en los honores del triunfo, era más aún, porque nadie -emperador o monarca- atravesó jamás las calles de una ciudad como Piérola cruzó Lima el 24 de setiembre de 1880 al seguir el anda de Nuestra Señora de las Mercedes. Los chuscos y las granujas lanzaban una carcajada homérica, los más ciegos partidarios del Dictador se mordían los labios para no reventar de risa al presenciar algo así como el desfile de Tom Pouce con el yelmo de Mambrino: todo el mundo palpaba lo ridículo del acto, del disfraz del hombre; menos Piérola, que avanzaba triunfante, sereno, inmutable en su papel de Magnus Imperator.7

Y durante los doce o trece meses de la Dictadura, ni un solo momento dejó de hacer el Magnus Imperator, si no con la magnificencia de un Julio César, al menos con la fatuidad de un Pompeyo. Antes que nada, se tituló Jefe Supremo de la Nación y Protector de la Raza Indígena; en seguida se formó una especie de corte donde predominaban abogados que le tenían por buen general y militares que le creían eximio doctor en leyes. Hacía observar la más rigurosa etiqueta, se arrellanaba en un sillón dorado y no recibía tarjeta o papel sin venir en una bandeja de plata conducida por un lacayo de rigurosa librea. Hasta con sus más íntimos familiares usaba un tono imperioso y enfático. Si alguno por descuido no le prodigaba el Excelentísimo Señor, él se lo recordaba con frialdad y aspereza. " — Caballero, habla usted con el Jefe Supremo", dijo a un condiscípulo que llanamente le endilgó el acostumbrado tú. Dibujaba en sus labios una eterna sonrisa de suficiencia o menosprecio, y de cuando en cuando tomaba un aire lánguido y fatigado, como si le abrumara el peso irresistible de su propio genio. Seguramente, al cruzar por delante de un espejo, se inclinaba con religioso respeto.

En los negocios de Estado fallaba ex cáthedra, marcando el timbre de su vocecilla nasal y desapacible. Las más veces se expresaba con monosílabos o frases cortadas y sibilinas para no descubrir la integridad de sus concepciones: aparentaba guardar en el cerebro un rico tesoro que habría depreciado enseñándole a ignorantes y profanos. El legendario "tengo mi plan" lo justificaba y lo explicaba todo. Para muchos, tan exagerado disimulo nacía de un profundo saber, de una consumada política. El silencio del oráculo producía el asombro en algunos infelices que se apiñaban en los rincones de Palacio y se decían a media voz, puesto el índice sobre los labios:

"-Don Nicolás no habla, pero ya veremos cuando opere". Sin embargo, algunos de esos malintencionados y burlones que no faltan en ninguna parte, se demandaban si el silencio de Piérola sería el prudente silencio de Conrado, y si los famosos planes se parecerían a la gestación de una mujer joven y fuerte o a la hidropesía de las viejas verdes, de esas pobres señoras que llegadas a la edad climatérica toman por embarazo la hinchazón, cosen los pañales, almidonan las gorritas, adornan la cuna, eligen el padrino y aguardan todos los días a un muchacho que nunca llega.

Guiados por semejante cabeza, parece inútil preguntar a dónde fuimos. Sin auxilios ni refuerzos, reducido a luchar contra fuerzas superiores en número, disciplina y armamento, el ejército peruano del Sur sucumbió en el Campo de la Alianza.8 Después de Tacna cayó Arica, y después de Arica le llegaba su vez a Lima. La pérdida de la capital no tardó mucho en realizarse: al empuje de los veteranos chilenos se desbarataron en San Juan y Chorrillos las improvisadas y colecticias legiones del Dictador, y en vano parte de la Reserva opuso en los reductos de Miraflores una resistencia heroica y desesperada. Lima cayó en poder de los chilenos, y Piérola, aturdido pero no curado, huyó a guarecerse en las encrucijadas de la sierra.

Al poco tiempo se hizo nombrar General por la Asamblea de Ayacucho.
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1 Nicolás de Piérola, nacido en Camaná (Arequipa) en 1839. Ministro de Hacienda en 1869; Jefe Supremo de la Nación durante la Dictadura, de diciembre de 1879 a enero de 1881; Presidente de la República de 1895 a 1899. Fundador del Partido Demócrata. Fallecido en Lima en 1913.

El presente artículo —escrito a fines de 1898 o principios de 1899— es inédito: su publicación fue impedida, en dos oportunidades sucesivas, por el gobierno de Piérola. En la primera, agentes de policía penetraron en el taller tipográfico donde se preparaba la publicación en folleto, destruyeron la maquinaría y confiscaron el manuscrito. Pero un cajista leal logró conservar una prueba de las Partes I y II, que entregó más tarde a González Prada: es así cómo, en los originales que han llegado a nuestro poder, las Partes I y II están en prueba de galera, y las Partes III y IV, manuscritas, pues el autor debió rehacer estas secciones del original perdido.

Una segunda tentativa de publicación, en agosto de 1899 (en El Independíente, cuyas prensas fueron también destrozadas por esbirros) resultó tan «fructuosa como la primera. Concluido en setiembre de 1899 el período presidencial de Piérola, González Prada consideró, sin duda, pasada la oportunidad política de estas páginas, y han permanecido inéditas hasta la fecha.
Un detalle: el manuscrito que confiscó la policía fue entregado al Presidente: Piérola ha sido, pues, la única persona en conocer este artículo, fue en del círculo familiar del autor. (Nota del editor).


2 El autor ha borrado aquí, dejándolo en forma ilegible, un párrafo alusivo a la revolución de los Gutiérrez. Parece probable que lo suprimido repitiera pensamiento semejante al expresado en Manuel Pardo (página 133) sobre los sucesos de Lima en julio de 1872. (Nota del editor).

3 Sólo faltaba fijar la suma que Dreyfus entregaría, suma destinada para comprar al Gobierno de Turquía un blindado. Al recibirse en París noticias de la revolución efectuada por Piérola el 21 de diciembre del 79, Dreyfus cambió de tono: sabía muy bien a qué atenerse.

4 Nota marginal del autor: A persona decente, miembro de familia respetable, hay que despedirla de un hospital porque se roba la carne y la leche de los heridos.

5 Nota marginal del autor: Una legión de proveedores y rematistas se lanza sobre la Nación para explotarla y esquilmarla, cuando más apremiada se ve por las circunstancias y cuando más necesidad tiene de recursos.

6 Nota marginal del autor: Por decreto de 28 de mayo de 1880, Piérola hizo otorgar a Grau, a título póstumo, la condecoración de segunda clase en la Legión del Mérito...

7 Nota marginal del autor: Uniforme de Piérola, al desembarcar en Pacocha el 19 de noviembre de 1874, según Zubiría: "Kepí sui géneris, porque sus bordados no correspondían a ninguna de las altas clases conocidas en el ejército. "Levita de aspirante, porque no tenía presillas ni insignia alguna de clase militar. "Pantalón del fuero común. "Botas a lo Federico II. "Faja bicolor con borlas de oro, de gran mariscal o de ministro de estado. "Espada de subteniente de gendarmes". (Justiniano de Zumbía, La Expedición de El Talismán, Valparaíso, Imp. del Mercurio, 1875; pág. 140).

8 Al margen del, texto original aparece escrita con lápiz esta frase trunca: "El epitafio de Piérola fue.. ." El autor tuvo, indudablemente, el propósito de aludir a la conocida satisfacción que produjeron en el Dictador y su círculo las derrotas del ejército del Sur. A fin de completar el pensamiento inconcluso, juzgamos oportuno reproducir los siguientes comentarios de don José María Químper:

"El Dictador sacrificó a su ambición a aquel puñado de héroes (el ejército de Montero) hostilizándolo cuanto le fue posible y negándole todo refuerzo o ayuda de cualquiera clase. La noticia del desastre se recibió con dolor profundo por todos; pero Piérola y los suyos no supieron siquiera disimular su alegría. No existía ya ni sombra de oposición al régimen dictatorial, que dominaba sin rival en un vasto cementerio. La Patria, órgano de Piérola, con un cinismo que rayaba en demencia, calificó placenteramente la derrota de Tacna como "la destrucción del único elemento que restaba del anterior carcomido régimen"; se refería al constitucional".

Manifiesto del ex-Ministro de Hacienda J.M. Químper a la Nación.— Citado por Tomás Caivano en su Historia de la Guerra de América entre Chile, Perú y Bolivia; Lima, 1901, Vol. 1, pág. 287. (Nota del editor).