Historia, madre y maestra
Piérola IV
por Manuel González Prada; Figuras y figurones, Obras, Tomo I, volumen 2, pp. 337-373, Lima 1986
IV
Y semejante hombre, empinándose más alto que Bolívar, se congratula de "haber construido el nuevo hogar del Perú".
Imaginar que se pega un tajo decisivo entre el pasado y el porvenir de una sociedad, que merced a unas cuantas leyes mal trasegadas se muda la condición mental de un pueblo, y que se amasa y se amolda a los hombres como si poseyeran la maleabilidad de la cera, es abrigar una concepción infantil de las cosas. Las aglomeraciones humanas no se parecen a bolas de billar que lanzamos con el golpe del taco ni a fluidos gruesos que adaptamos a la forma del recipiente: como los individuos, las colectividades poseen su yo más o menos reductible. Para modificar a un pueblo se necesita modificar a los individuos, no sólo intelectual y moralmente, sino de un modo físico. ¿Qué higiene o qué medio de obtener una alimentación sana y barata nos ha dado Piérola? ¿Qué escuelas ha fundado? ¿Qué lecciones de moralidad nos ha ofrecido? El constructor de hogares nuevos no puede ni siquiera ofrecérsenos como ejemplo de buen esposo, desde que ha vivido y vive en el seno de la lubricidad, considerando las puertas falsas como resortes de gobierno, el proxenetismo como institución social y la cantárida como indispensable colaborador político.
Lo nuevo se construye con lo nuevo; y el gobernante que para modificar a un pueblo se vale de instituciones añejas y leyes retrógradas se parece al arquitecto que se vanagloria de levantar una casa nueva cuando toma un viejo caserón y le remienda con adobes desmochados, maderas apolilladas y hierros enmohecidos. Los individuos y las naciones no edifican algo bueno y estable sin fundarlo en la verdad y la justicia; ahora bien, toda la existencia de Piérola se reduce a un bloque de iniquidades y mentiras, a una barbarie en acción. ¿Acaso el hombre civilizado se caracteriza por sólo cubrirse de paño y alumbrarse con luz eléctrica? La civilización se mide por el encumbramiento moral, más que por la cultura científica: quien al mínimum de egoísmo reúne el máximum de conmiseración y desprendimiento, se llama civilizado; quien todo lo pospone al interés individual haciendo de su yo el centro del Universo, debe llamarse bárbaro; más que bárbaro, ave de rapiña.
El triunfo del Partido Demócrata no ha significado la aparición de elementos saludables y reconstituyentes sino la fermentación de gérmenes morbosos y disociadores. Esos Coalicionistas, que blasonaban de "arrasar con la tiranía de Cáceres y restablecer el augusto imperio de la Ley", han procedido con tanta ilegalidad y tanta perfidia que nos obligan a clamar por los gobiernos militares. Siquiera los soldadotes herían de frente y a la luz del Sol: eran enemigos desenmascarados o fieras diurnas, no alimañas oblicuas, nocturnas y cavernosas. Lo venido del cuartel no hace tanto mal como lo salido de la sacristía, ni el microbio de la sangre posee tanta virulencia como el microbio del agua bendita.
En el actual reinado de Loyola y Priapo, en la fusión de cosas tan opuestas como la hipocresía y el cinismo, los Civilistas no merecen perdón ni excusa. Ellos, en vez de actuar como freno moderador o camisola de fuerza, sirven de claque y bombo cuando no de agentes provocadores y aguijón. Todo lo aplauden o lo disculpan y lo aceptan, siendo algo así como los padres putativos y comadrones de los monstruos concebidos en el desorganizado cerebro de Piérola. Con aire de sacrificarse en aras de la Nación, besan la mano que siempre les abofeteó, lamen la bota que siempre les magulló las posaderas. Y sufrirían mayores ultrajes, si la remuneración creciera proporcionalmente a la bajeza: a los Civilistas no les duele caer al cieno, cuando ruedan por una escalera de oro; no les importa revolcarse en la ignominia, con tal de sentir llena la bolsa y atiborrado el estómago.
Ya el país sale de su engaño, se quita la venda. La facción demócrata-civilista, embotada a fuerza de locupletarse en las Sociedades Recaudadoras y los negocios a la sordina, no escucha los estallidos de la opinión ni divisa en el semblante de las gentes honradas el gesto de repugnancia y asco, ese gesto precursor de tempestades y desastres. Desastres y tempestades van a renacer, por más que muchos no lo crean o finjan no creerlo. Gracias a la acción opresiva de los gobiernos, en el Perú no conocemos la protesta enérgica y vibrante del meeting: saltamos de la muda pasividad a la cólera ciega: sufrimos a modo de ovejas, y en el momento menos pensado embestimos a manera de tigres. Y no cabe medio, porque así lo quieren las autoridades. Si en las naciones civilizadas los hombres del Poder viven atentos a la voz de la opinión, aquí sucede lo contrario: en gobernar contra la nación se resume todo el ideal de nuestros mandatarios. Ellos incuban las revoluciones, no los pueblos, como se figuran los sociólogos que nos juzgan de oída, o nos observan desde las nubes. Si vivimos en perenne dictadura ¿qué extraño el combatir para derribarla? Clausurando imprentas, desbaratando reuniones pacíficas, lanzando turbas contra los diputados de la minoría, no respetando vidas, propiedades ni honras, Piérola agota el sufrimiento de las ovejas y excita la cólera de los tigres. El revolucionario de veinticinco años hace un presente griego a su inmediato sucesor, le deja el legado de una revolución.
Los hartos y felices encarecen las excelencias de la paz y anatematizan los horrores de la guerra civil. ¡Paz! grita el especulador de los bancos; ¡paz! el burócrata o servidor del Estado; ¡paz! el accionista de las Recaudadoras; ¡paz! el contratista de obras fiscales; ¡paz! el escritorzuelo de periódicos oficiales u oficiosos. ¡Paz! grita el mismo Piérola mientras alguien le responde ¡guerra! porque desde el instante que nacimos a la vida republicana, toda la política nacional se reduce a un juego de balancín donde evolucionan dos payasos: el ascendido a lo más alto proclama el statu quo, el descendido a lo más bajo predica el movimiento.
Los criminales impunes afirman que "en el Perú no existe sanción moral", fundándose naturalmente en haber escapado ellos mismos a la cárcel del Código Penal y a los faroles de las justicias populares. Conviene distinguir la sanción moral de la sanción jurídica, pues muchos criminales, burladores de la acción de las leyes, no han podido librarse del veredicto público y yacen ajusticiados en la conciencia de las gentes honradas. Y ¿quién nos asegura que tras la inofensiva sanción moral no venga mañana el castigo? Las grandes justicias populares marchan con pies de plomo, mas al fin llegan.
Pero, aunque no existieran gentes honradas, aunque todo el Perú sufriera una perturbación visual para llamar negro a lo blanco y blanco a lo negro, aunque un irremediable eclipse moral envolviera la conciencia de todos los individuos hasta el punto de reconocer en Piérola una personalidad justiciera y honorable, aunque todos, sin excepción de uno solo, se arrodillaran a sus pies y le embriagaran con nubes de incienso y cánticos de alabanza, nosotros no cejaríamos un solo palmo ni borraríamos una sola de las palabras consignadas en estas hojas. Frente a frente de Piérola, le diríamos con ese tú necesario y expresivo que sirve tanto para significar el respeto y el amor como para acentuar el desprecio y el odio:
Tú eres la causa principal de nuestra desgracia y de nuestra deshonra, tú vendiste a vil precio la riqueza nacional, tú allanaste el camino a la planta conquistadora de Chile, tú inoculaste en las venas del pueblo el virus de todas las malas pasiones, tú hiciste de la ambición una Divinidad y de la mentira un culto, tú prostituiste la verdad y la justicia, tú manchaste o violaste cuanto se puede manchar o violar, y como única y suficiente prueba de las acusaciones, recogemos del suelo y te arrojamos a la cara una mínima parte de la sangre y del lodo que has desparramado en treinta años de conspiraciones y pronunciamientos, de iniquidades y miserias, de ruinas y devastaciones.