El día que la Unión dejó solo al Huáscar frente al enemigo chileno
Por Cesar Vásquez
La conducta de Aurelio García y García, comandante de la corbeta peruana, el 8 de octubre de 1879.
Carta de un oficial peruano de la "Unión" sobre el combate de Angamos y el comportamiento del comandante de la corbeta durante la misión conjunta de ésta con el "Huáscar".
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Capitán de Navío Aurelio García y García, comandante de la corbeta "Unión", nave que acompañaba al "Huáscar" el 8 de octubre de 1879. A su regreso al Callao, García y García fue relevado del mando de la nave, el que fue asumido por el Capitán de Navío Nicolás del Portal. Meses después, Piérola encargó el comando de la "Unión" al Capitán de Navío Manuel Villavicencio.
A bordo de la Unión − Arica, octubre 9 de 1879
Querido X.:
Es casi seguro que no podré conversar contigo ni un momento, porque esta noche saldremos, y yo no podré ir a tierra por lo mismo. Manco como estoy y todo, quiero hacerte conocer la verdad desnuda y la grande desgracia que acabamos de sufrir...
Ayer, querido X., ha sido día de duelo, de gloria y de vergüenza para el Perú: de duelo, porque ha desaparecido nuestro único buque y el jefe más valiente de todos los que actualmente estaban embarcados; de gloria, porque sin duda ha sucumbido dando ejemplo al mundo de su arrojo temerario y de su pericia como marino; y de vergüenza, indignación siento decirlo, porque este buque, compañero del Huáscar y su subordinado de él, no hizo nada; pero absolutamente nada en su auxilio. Huimos vergonzosamente del teatro del combate, y para mayor ignominia, perseguidos por una corbeta primero y después por un transporte que nos desafió haciendo fuego y presentando su costado en más de cuatro veces de las diez horas que duró nuestra huída.
Ayer..., amigo mío, hemos llorado como niños, y yo particularmente, de genio algo intemperante, pensé en algo que, aunque justo, habría sido grave y tal vez un desatino.
Pero ¿qué otra cosa podía esperarse a la vista de un cuadro en el que rebosaba todo entusiasmo, valor y abnegación cristiana? Dime, y éste es un símil, ¿quién que ve asaltado por una cuadrilla de asesinos a un hermano querido y que principia su obra de exterminio, permanece tranquilo primero y emprende acto continuo su fuga? ¿Quién piensa en su vida cuando va a darla por un pedazo de su corazón y por salvar su honra propia, junto con la de la República? Nadie, X., que no sea un infame, y sin embargo, lo repito, así es nuestro papel.
De regreso de nuestro viaje de Tongoy, convinieron Grau y García y García, entrar a Antofagasta buscando aventuras provechosas. Entrábamos a la 1 p.m., y cuando la Unión, que esperaba ver salir alHuáscar, porque este buque fue quien en realidad entró, trayéndonos nuevas glorias, se ordenó para emprender un ataque. Lo vimos, pues, salir pegado a tierra y mostrándonos la luz convenida para avisarnos que habían buques enemigos cerca de nosotros; a las 7.45 p.m. los divisamos; y entonces, deduciendo que buques de madera no podían provocar un combate con nosotros, comprendimos que estaban con un blindado. No nos habíamos equivocado; al amanecer se vio uno de los blindados, una corbeta y un transporte. Aceptar combate no habría sido prudente; era más conveniente emprender nuestra retirada al norte, en cuya dirección fuimos perseguidos de cerca por esa división naval, y cuando creímos salvar de ella, tuvimos la desgracia de ver cruzada nuestra proa con la otra división naval chilena.
No había remedio: un encuentro era inevitable, y así sucedió en efecto a las 9.30 a.m. El Huáscar, que tenía a tiro de cañón al Cochrane, cambió de rumbo, se acercó a tierra y rompió sus fuegos sobre el enemigo. Aquí principió lo que hubo de sublime y de infame. El Huáscar aceptando un combate temerario, rompiendo sus fuegos primero sobre un buque muy superior, sin tener en cuenta que acto continuo debía ser atacado por el otro blindado y corbeta, era todo lo más grande que se puede esperar de un jefe de buque.
En efecto, hubo, en las casi dos horas que del combate presenciamos, sublimidad de parte del Huáscar. Era de verlo, X., atacando primero con sus cañones al primer blindado; después, cuando se vio entre los dos, embestir con el ariete, ponerse a tiro de pistola y descargar sus fusiles y ametralladoras, moverse de un lado a otro defendiéndose de tres buques a la vez, que luego lo atacó una corbeta más; pero él siempre seguro, siempre con ardimiento; era de verlo, te repito, porque así solamente se puede tener idea cabal del glorioso combate de nuestro monitor.
Y todo esto que acabo ligeramente de narrarte, ¿sabes tú cómo lo veíamos? Navegando a revienta máquina desde que dos de los buques de la primera división se fueron sobre el Huáscar, abandonando ignominiosamente a éste, cuando podíamos haberlo auxiliado distrayendo en algo siquiera al buque de madera; y para mayor vergüenza, perseguidos por dos buques enemigos más débiles que la Unión relativamente, y cañoneados por la popa a manera de burla.
Así presenciamos parte del combate del Huáscar, y ni su ejemplo, ni el honor militar, ni el amor a la patria, ni los sagrados deberes que impone la ordenanza en estos casos, ni los sentimientos de humanidad, ni los temores al pueblo, en fin, que hoy tiene perfecto derecho para preguntarnos: ¿Caín, qué has hecho de tu hermano? fueron móviles a impulsar a los que nos mandan para aceptar un combate con los dos que nos perseguían, por más que estos buques se separaron poco más de cuatro horas del centro de su escuadra.
Te digo al principio que hasta lloramos como niños, y no te exagero, X.; los oficiales, cuando vimos firme decisión de huir desde el principio y nada más que huir ciegamente en los que nos mandan, derramamos lágrimas de desesperación, vergüenza e indignación. Algo más a mi idea, y espontáneamente resueltos todos y convocados por mí al frente del enemigo todavía, cuando García y los demás jefes simulaban con la mayor impasibilidad un acuerdo entre ellos para justificar quizá ante el General Prado y el país el crimen que se consumaba, suscribimos un acta suplicando se nos llevara al combate para salvar nuestra honra y vengar al Huáscar. Esa acta, que la conservo en mi poder, suscrita por todos los oficiales, guardiamarinas y hasta los niños aspirantes, no se presentó, sin embargo, por efecto de esas pequeñeces de forma y de cuerpo en las que se detienen los espíritus poco versados y en vía de envilecimiento por el despotismo que con estudio ejercen ciertos hombres en la escuadra; de todos modos, el Comandante General García lo supo en el acto por referencias exactas que le hicieron, y algunos de nuestros compañeros suponen que él se valió tal vez de dos o tres jóvenes para desanimar a la mayoría o no coronar la obra de salvación de nuestra dignidad ultrajada. Con todo, no me arredro, y mucho me alegraré que lo supiera en esos mismos momentos, porque nos sonrió la esperanza de que, acatando la voluntad de la corporación, volviese sobre sus pasos y se resolviese a combatir, o por lo menos viese que nosotros no nos hacíamos ciegamente cómplices de una infamia que el país debe castigar inexorablemente.
Ha llegado la ocasión, querido X., de que se castigue de una manera ejemplar a los delincuentes. ¿Qué espera el General Prado, que inocentemente cargará en algo con la responsabilidad de tan horrible proceder de parte de García, para remover de su puesto, por lo menos, a quien siempre, antes y hoy, viene dando pruebas de una indecente y sin rival cobardía?
La prudencia, con la que siempre se escuda, y con la que intentarán defenderlo sus amigos, tiene límites que no deben anteponerse a los del deber militar, a los de la dignidad de hombre y mucho menos a los del honor nacional ultrajado. Hay crimen, según la ordenanza, en no defender y ayudar al buque capitán y en abandonar el combate sin orden superior ni causa justificativa alguna; crimen en no defender al hermano empeñado en defender el honor de la madre ultrajada, y crimen asqueroso y execrable en correr perseguido por dos de los bandidos de la cuadrilla, cuya comparación te hice al principio, y que ultimaba a su presencia a los seres queridos encerrados en lo único que era la esperanza del país en esta guerra.
Tú sabes que no tengo motivos particulares para odiar a García ni para querer a Grau; hablan, pues, en estos momentos mis sentimientos de hombre, de un oficial de marina a quien tal vez alcanzará el anatema de la historia por haber tenido la desgracia de estar en la Unión en los momentos decisivos para la patria; habla, en fin, un peruano herido en lo más recóndito de su corazón. No acuso, sábelo X... no ensalzo; hago justicia y me desahogo con el amigo querido, que sin duda siente y piensa como yo en estos momentos; y que estoy seguro que si en tu mano consintiera, cumplirías la justicia que el país todo debe reclamar cuando conozca claramente los sucesos.
Ayer Grau y los suyos han pasado casi de seguro al lugar que Dios tiene destinado a sus escogidos, cumpliendo con sublimidad su deber, y justo es que García deba pasar a los claustros en que la nación tiene derecho de encerrar a sus réprobos.
Comprendo que García, explicando al General Prado a su modo lo ocurrido, no haya sido separado y sometido a juicio hoy mismo; pero confiamos en que cuando se haga la luz que se debe adquirir hasta del último tripulante de la Unión, se cumpla justicia; de otro modo creo que sucederá lo que siempre me has dicho, y es que la impunidad para los delitos y aún para las leves faltas es uno de los peores sistemas de un pueblo que camina rápidamente a su perdición.
Hay un descontento general a bordo; hay más que esto X.: hay principios de insubordinación, y no será extraño que si vamos al Callao, o estalle un motín contra él o los que mandan, o por lo menos se deserte la mitad de la tripulación, una vez que el amor y el respeto que la gente tiene a la oficialidad puede contenerla para otra clase de desempeños.
Considero al General cómo estará en estos momentos; puede ser que quiera desahogarse contigo y te refiera cuanto a él le ha dicho sobre lo ocurrido. Tú leerás además el parte oficial, en el que por más que se disfrace la verdad, hallarás las pruebas de cuanto sin exagerar te refiero. El parte ha sido muy meditado entre ellos, y sin embargo sé que la conciencia ha podido más que el cálculo, pues el ojo menos avisado descubre, en los mismos elogios sobre las hábiles maniobras del Huáscar, que con ellas quiso no decirle a la Unión que huyese del combate, amenguando las glorias que le iban a dar a la patria, sino que tomara parte en esos momentos decisivos para la guerra actual, empeñando el choque con los dos buques de madera, es decir, el transporte y la corbeta.
Te repito: tengo en mi poder el acta firmada por todos los oficiales, que es, por consiguiente, lo más contundente y tremendo que hay contra García. Lee mi carta, graba en la memoria cuanto te digo y rómpela enseguida. Tú sabes cuánto daño puede hacerme por decir la verdad, estando de por medio hombres de alta posición social; tú mejor que nadie, que tan temprano has venido siendo víctima de tu sinceridad y de la verdad desnuda, puedes valorizar la necesidad de mi obligada reserva. Con todo, tú me conoces y no dudarás que en caso dado estaré también dispuesto a sostenerte, si a ello me provocan, pues el honor del país también está de por medio.
Dime en pocas palabras la impresión que en tierra haya causado la pérdida del Huáscar y nuestra conducta, especialmente en el ánimo del General, el Presidente y el tuyo propio. Manda en tu fiel amigo y recibe un fuerte abrazo de
X. X.
P.D.− Si encuentras prudente leerle esta carta al General, hazlo; y si no, refiérele cuando menos cuanto te digo, que es la pura verdad. Salúdalo con el respeto y cariño que le profeso, y ponme, como siempre, a sus órdenes. Es probable que otros amigos de acá te escriban; mientras tanto, guarda la reserva hasta donde lo creas posible.
Fuente: Pascual Ahumada. 1982. Guerra del Pacífico, Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello, Tomos VII y VIII, páginas 85 y 86.