por Alfonso Bouroncle Carreón

La batalla resultó ser la última de importancia entre Cáceres y los chilenos, después de dos años y medio que duraba la campaña de La Breña y con esa batalla se diluyeron las posibilidades del Brujo de los Andes al dejar de ser peligro a los planes chilenos, por la pérdida casi completa de su capacidad combativa.

Iglesias quedó libre, y su camarilla llegó incluso a brindar por el triunfo chileno. Al respecto Guerrero dice (187):

"A raíz de la derrota de Cáceres en Huamachuco, los partidarios de Montán dieron el incalificable espectáculo de celebrar, en Cajamarca, el triunfo chileno.

Iglesias disponía de agentes montados en diferentes sitios de Huamachuco a Cajamarca. Uno de ellos galopó a mata caballo hasta esta ciudad trayendo la noticia de la derrota de Cáceres. Las autoridades iglesistas festejaron jubilosas la victoria de los chilenos. Iglesias mandó una comisión especial a Huamachuco para felicitar en su nombre a Gorostiaga.

El cuartel general chileno favorecía abiertamente a Iglesias y le entregó el departamento de La Libertad, sus aduanas y ferrocarriles, a fin de que pudiera hacerse de fondos. Le entregó aun rifles y municiones y 30 000 pesos en dinero para gastos urgentes. Con la ayuda franca de los chilenos pudo Iglesias ocupar Trujillo, que los chilenos le entregaron".

Gorostiaga por su parte, siguiendo la tónica impartida por el gobierno de Santiago de hacer el mayor daño posible, inmediatamente después de la batalla, en la cual hasta su caballería comenzó a huir, dio las órdenes de no dejar a un solo peruano con vida y, en forma sistemática, los chilenos se dedicaron al "repase" de cuanto herido encontraron y aquel que caía con vida, era ejecutado en forma inmediata. La caballería chilena salió en persecución de los soldados en retirada y aquel que alcanzaron, lo ejecutaron en el lugar.

Es el caso del heroico coronel Leoncio Prado, quien recién el día 14, a cuatro días de la contienda, las patrullas enemigas en busca de peruanos, lo encontraron gravemente herido en una pierna, en la casa de José Camón, por vil delación del propietario, en el lugar denominado Cushuro, a 15 kilómetros del campo de batalla. Preso fue llevado a Huamachuco junto con sus ayudantes. No se le permitió comunicación alguna y al día siguiente fue fusilado en su lecho de herido, se le concede únicamente la gracia que él mismo diera la orden de su ejecución según una versión, y victimado alevosamente según otra. Poco después fueron ejecutados sus ayudantes.

En esa forma murieron cerca de 700 a 1300 soldados, de un ejército que al entrar en batalla no contaba con más de 1800 hombres. Enfrentamiento que tiene una particularidad: que no hubo un solo prisionero ni tampoco heridos, todos murieron. Los únicos que lograron sobrevivir, fueron aquellos que pudieron alejarse del campo de batalla y no fueron alcanzados, incluso estando heridos, como el caso del coronel Recavarren quien, con grave herida, fue retirado del campo por su ayudante, alejándolo del lugar.

La soldadesca de Gorostiaga, después de la batalla se dedicó a depredar y destruir la ciudad de Huamachuco. Para mostrar lo que sucedió, copiamos algunos párrafos de la obra "La batalla de Huamachuco y sus desastres", escrita por Abelardo M. Gamarra "el Tunante", obra presentada por el editor en las "Memorias de Cáceres": (188) ...

"Para pintar los horrores de la implacable crueldad de los chilenos nos bastará citar las siguientes palabras textuales de don Raimundo Valenzuela, chileno, autor de un libro titulado "La batalla de Huamachuco" (Santiago, Imprenta Gutemberg, 1885), que dice, hablando de la persecución de los fugitivos: "Duró esta como hasta las nueve de la noche. En el delirio de la persecución no perdonaban a nadie: enemigo alcanzado era enemigo muerto". Lo que quiere decir que repasaron a los que heridos habían quedado en el campo, que ultimaron despiadadamente a los que se rendían y que fusilaron a jefes y oficiales, dignos por mil títulos de respeto de quienes en verdad fueran hidalgos; pero no es esa carnicería espantosa la menor de las manchas, que eternamente llevarán sobre sí los chilenos que pelearon en Huamachuco, sino las escenas que pasamos a describir, y de cuya autenticidad a Dios ponemos por testigo. La hora del infortunio había sonado.

Una a dos de la tarde del 10 de julio de mil ochocientos ochenta y tres. Durante los tres días del sangrante reñir, casi todas las familias principales, y no pocas de las del pueblo, habían, como hemos dicho, abandonado la población: dos o tres, a lo más, de las primeras, vieron llegar el terrible momento, y no tuvieron ni tiempo para huir, ni encontraron un lugar donde refugiarse. Como volcán que estalla y derrama su lava sobre la campiña, desde la cumbre del Sazón se lanzó sobre la ciudad la soldadesca desenfrenada, semejante a los bárbaros del siglo V, en los pueblos que conquistaban; aullando como jauría de perros, más que dando gritos de triunfo, en grupos armados se esparcieron los chilenos por toda la ciudad y sus suburbios, rompiendo a culatazos cuanta puerta encontraban cerrada, después de descerrajar tiros de rifles en las chapas.

Olvidando todo sentimiento humanitario, solo hablaba en aquellos feroces y crueles hombres el instinto del bruto; sus rostros mismos, bañados por el sudor, embadurnados con el polvo de la refriega y muchos salpicados con la sangre peruana, presentaban, según refieren testigos presenciales, aquel aspecto patibulario de los descamisados del 93, o de los salvajes compañeros de Atila. Ebrios por el licor, por lujuria y la codicia, acuchillando moribundos, "repasando" a los heridos, lanzando gritos, destrozando cuanto encontraban; era aquello como danza infernal, en la que el horror del asesinato, las imprecaciones del asesino y el clamor de las víctimas, se mezclaba la algaraza de la lubricidad.

—¿Dónde está la plata? —era la primera pregunta de aquellos criminales autorizados.

—Señor, soy una pobre —respondía alguna infeliz anciana—. Mientes, vieja bruja, entrégame la plata si no quieres morir —y la boca del rifle tocaba el pecho de la desventurada—. ¡Por el amor de Dios!

—Muere vieja ladrona —y el soldado arrojándola por el suelo, penetraba hasta el último rincón de la casucha; rompía los baúles, tomaba todo lo que era de valor, pasando a otra casa a repetir la misma escena, y así no hubo una sola de la ciudad que se librara del saqueo.

Las infelices subían a los tejados a ocultarse, las seguían los soldados: se arrojaban al suelo desde lo alto, prefiriendo la muerte a la deshonra, y sobre caídas y exánimes, como sobre cadáveres, se lanzaban los que no habían subido tras ellas, y las violaban.

Ebria la mayor parte de aquella infame soldadesca asesinaban por placer, robaban y cometían violaciones lanzando carcajadas bestiales. Ni el templo se libró del ultraje: rompieron a balazos las cerraduras, de igual modo las de los Tabernáculos, despojaron de sus alhajas a los altares y las imágenes, dejando pisoteados y por el suelo las vestiduras de los santos...

Todas las casas, desde la de Dios, hasta la del último ciudadano, fueron profanadas en tan criminal feria; unos entraban y otros salían, para facilitar su robo llevaban a los indios con alforjas al hombro en las que conducían a sus cuarteles cuantos objetos juzgaban de valor, y así la población quedó barrida

Los siete pecados capitales, en traje militar, celebraron su fiesta durante cinco días consecutivos. Nada fue perdonado, ni la criatura de once años, ni la anciana de ochenta: muchas desgraciadas murieron a consecuencia del acto criminal en ellas cometido; y por lo que hace a sangre fue vertida entre la de muchos, tomados caprichosamente por montoneros, la de setenta y dos ancianos, inválidos la mayor parte de ellos, por sus achaques, algunos miserablemente degollados.

De entre esos infelices recordamos a los siguientes... (sigue la relación de múltiples nombres).

Todos estos fueron victimados con una alevosía inexplicable, y nada clamará más al cielo, eternamente, como el asesinato de esos setenta y dos desventurados, que en vano levantaron sus manos juntas implorando misericordia. La casa del rico y la casucha del más pobre; todo cayó bajo el saqueo de los insaciables chilenos. Tal y tan grande fue esto que multitud de familias quedaron en la mendicidad, muchas sin más camisa que la que llevaban en el cuerpo, sin un plato en qué comer, ni menos un mal pellejo que pudiera servirles de cama. Casas hubo después del saqueo que parecían no haber sido habitadas jamás; y que únicamente por tener techo se podían diferenciar de las ruinas incaicas.

A la llegada de la noche era Huamachuco semejante al cadáver de un mendigo, y avaluando "tan solo" lo que en dinero, alhajas y especies de valor se perdió en el saqueo, se calcula un millón de soles de plata.

Todas las tiendas de comercio quedaron completamente escuetas: sin más que el entablado de sus pavimentos y destrozadas por completo sus puertas, parecían, vistas a la distancia, bocaminas; entre tanto, cada cuartel era una aduana". Anexo 56

 

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