9-7-1882
Memorias del mariscal Andrés A. Cáceres; Milla Batres 1986, pp. 69-72
Aquel mismo día, alrededor de las tres de la tarde, las fuerzas del coronel Gastó atacaron al destacamento chileno acantonado en Concepción: una compañía del batallón Chacabuco.
Los chilenos no habían advertido la marcha de los nuestros por las alturas. Mas, al avistarlos, cuando ya descendían por las agrias laderas, corrieron a apostarse en las bocacalles de la plaza. Y allí opusieron obstinada resistencia a las primeras acometidas de los guerrilleros, causando a estos numerosas bajas, pero sin lograr rechazarlos. Al contrario, abrumados luego por las reiteradas embestidas guerrilleras, retrocedieron precipitadamente a guarecerse en un antiguo caserón conventual, donde también acuartelaban.
Y, parapetados en el soportal del derruido edificio y ventanas de la contigua iglesia, renovaron porfiada resistencia. Y aunque su nutrido y certero fuego de fusilería producía terribles estragos en las filas de los asaltantes, estos, incesantemente reforzados, mantenían su impulso arrollador; y la lucha cobraba, por momentos, feroz encarnizamiento.
Extinguiéndose ya el día comenzó a declinar también la refriega. Pero el improvisado reducto estaba ya completamente cercado. A pesar de todo, el enemigo continuó defendiéndose con inaudita fiereza, hasta que la niebla y la oscuridad envolviendo el campo tornó la brega en intermitente tiroteo. Y así, ambos adversarios, con el alma en vilo, se mantuvieron en acecho toda la luctuosa noche, hasta que poco antes de amanecer del 10 de julio, los guerrilleros, testigos y víctimas de los crueles atropellos, saqueos, violaciones e incendios de los chilenos, les dieron un furioso asalto, del cual no se salvó ni uno solo de los 76 hombres que componían el destacamento enemigo.
Retirada de la división de Del Canto
El día 10 reanudé la marcha sobre Huancayo, resuelto a continuar la lucha; pero Del Canto había evacuado ya la población, dirigiéndose a Jauja. El enemigo, en su fuga, incendió los pueblos de Concepción, Matahuasi, Matamalzo, Ataura y San Lorenzo, asesinando al paso a multitud de indefensos pobladores.
Al retirarse de Jauja los chilenos, se disponían a saquear la ciudad, cuando de improviso les cayeron los guerrilleros de Concepción; por lo cual, sin tiempo para realizar sus fechorías dejaron la población y se encaminaron a Tarma.
El 15, por la noche, después de un ligero encuentro entre las guerrillas de nuestra vanguardia con la retaguardia enemiga, cuyo grueso se hallaba ya en Tarma, llegué a Tarmatambo, una legua distante de aquella ciudad.
Este era el momento propicio para lanzar un ataque resolvente con el grueso de mis fuerzas, y así lo concebí al instante. Pero, juzgando en seguida que un combate reñido en tales condiciones iba a traer como consecuencia la destrucción de la ciudad, opté por asediar al enemigo, cerrándole todas las avenidas y obligándole a hacer frente a los amagos e incursiones de los guerrilleros. Por otra parte, no me daba prisa en atacarle esperando el aviso de Tafur, de haber cortado el puente de La Oroya.
El día 16 envié un pequeño destacamento por las alturas de San Juan de la Cruz que dominan la ciudad de Tarma por el noreste, donde enzarzó en gresca con un destacamento contrario, al que causó algunas bajas, haciéndole retroceder hacia la población.
Luego ordené marchar hacia Acobamba, a dos leguas al norte de Tarma, a un destacamento de guerrilleros que, unido a los de aquel pueblo, debía cerrar también el paso al enemigo, el cual hasta el día 17 permanecía en la ciudad, sin dar señas del propósito de abandonarla. En la tarde del mismo día, dispuse que la segunda división y el destacamento guerrillero de San Jerónimo fueran a ocupar las alturas que dominan Tarma, sobre el camino que sale por La Oroya. Avisados los chilenos de la presencia de estas fuerzas en dichas alturas, midieron el inminente peligro de que fuera cortada su retirada hacia Lima. Y emprendieron la fuga inmediatamente, en la noche del 17, tomando las mayores precauciones para no ser sentidos. Fue la tal retirada favorecida no solo por las sombras de la noche, sino también por la densa neblina que en la mañana del 18 cubría la campiña, impidiendo distinguir los sitios en donde instalaban los días anteriores sus puestos avanzados. De otra suerte, hubiérase advertido la ausencia de tales puestos en la madrugada misma del 18 y se habría practicado un reconocimiento a fondo hasta la ciudad y dispuesto la persecución. Los escuchas apostados en las alturas que bordean el angosto y hondonado camino, tapizado de nieve, por el cual se deslizaban furtivamente las tropas enemigas, no pudieron verlas ni menos oír el paso de su silente marcha nocturna.
Se ignoró pues, la escapada de los chilenos hasta eso de las siete de la mañana, en que disipándose ya un tanto la niebla, se me dio el consiguiente parte. Inmediatamente con lo más escogido de mis tropas y destacamentos guerrilleros, emprendí la marcha en su seguimiento. Creí alcanzarle en La Oroya y allí batirle. Pero al llegar jadeante a dicho lugar, ya Del Canto había cruzado el puente, haciéndole volar en seguida, para asegurar su retirada.
Tafur no había cumplido la misión que se le encomendó, y el puente de La Oroya quedó libre para el paso de los chilenos.
Mi propósito de encerrar a la división de Del Canto en el valle del Mantaro y destruirla, habíase, por cierto frustrado.
Sin embargo, se consiguió expulsar al enemigo del departamento de Junín, tras infligirle una serie de derrotas (Marcavalle, Pucará, Concepción) y acosarle durante nueve días consecutivos (desde Marcavalle hasta Tarma), sin dejarle punto de reposo.
En cuanto al proyecto operativo propiamente tal, no obstante su magnitud y la desproporción de tropas regulares con respecto a las del enemigo, habría alcanzado el éxito deseado, de no haber ocurrido el infortunado contratiempo de Tafur.
La atropellada retirada de la división chilena tuvo todos los caracteres de una desastrosa fuga. Perdió mucha gente y dejó abandonados por doquier rifles, municiones y equipos, así como ganado vacuno y bestias de silla y de carga; todo lo cual fue recogido por los nuestros y oportunamente aprovechado.
Siéndome imposible seguir adelante, regresé a Tarma, donde asenté mi cuartel general, deplorando que mi plan concertado en Izcuchaca e iniciado con tan halagüeñas perspectivas, no llegase a su cabal realización.
Luego hube de dedicarme a la tarea de reorganizar mi diezmado ejército, que ya no sumaba sino 890 hombres de tropa regular y 500 guerrilleros.
La indignación contra los chilenos cobró considerable incremento e intensidad entre los naturales de los pueblos comarcanos, a causa de los atroces crímenes que aquellos cometieron durante su fuga a Lima. La huella de su paso estaba tétricamente señalada por la multitud de cadáveres de pacíficos e inermes pobladores, cruelmente victimados, y por las violaciones, la depredación y el saqueo. Y por todas partes surgían guerrilleros, dispuestos a luchar sin cuartel contra el odiado invasor.
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