mapamarPor Gustavo Espinoza M. (*)

El litigio marítimo con Chile que habrá de resolverse en forma definitiva el próximo lunes 27 de enero, cuando el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya haga conocer una resolución inapelable y obligatoria, por tanto, para ambas partes; ha servido para diversos efectos.

Por un lado, ha atizado los dolorosos lazos que unen a peruanos y chilenos, hermanados y enfrentados a lo largo de la historia. Evocaciones alusivas a la lucha por la Independencia de ambos países y al papel jugado por chilenos como Bernardo O´Higgins en el Ejercito Libertador Sanmartiniano, por un  lado; y remembranzas de los más dramáticos episodios de la Guerra del Pacifico, cuando nuestras poblaciones fueron cruelmente diezmadas por el ejército invasor, por otro; han servido como alimento cotidiano en este contexto concreto en el que se han cantado mensajes de odio y amistad algo más que  en otros tiempos.

Más allá de estas convergencias, y diferencias, sin embargo, cabe aludir aquí al hecho que la decisión de la Corte Internacional está inscrita en un escenario concreto, cuando el Perú busca un camino de salida a su mas honda crisis; y cuando  Chile procura recuperar su identidad diezmada por el régimen fascista de Pinochet y gobiernos posteriores que administraron ese suelo a espaldas de los intereses populares.

En otras palabras, cuando Ollanta Humala esboza tímidos proyectos de cambio sin atreverse siquiera a caminar hacia ellos; y Michelle Bachelet comienza una segunda gestión de gobierno que su país espera sea mejor y más definida que la anterior, cuando vivió maniatada por una constitución heredada de la dictadura; los tambores bélicos no son necesarios. Asoman tan solo como amenazas dolientes contra pueblos hermanados por el atraso y la miseria..

En ambos países, curiosamente, la inminencia del fallo de la Corte ha servido para presentar la imagen de una “unidad nacional” que —todos sabemos— es casi un producto de exportación.

En Chile, en efecto, no habrá “unidad nacional” mientras no se procesen atinados proyectos de reconciliación, que sólo serán viables, si transitan por la ruta de la verdad y la justicia.

Pensar  en la “unidad nacional” en el país de Mapocho —la patria de Neruda—  en tanto existan desaparecidos y torturados, además de asesinos y torturadores gozando de la mayor impunidad; es no sólo una ingenuidad, sino también una insensatez.

Los seres humanos no están hechos para “poner la otra mejilla”, como aspira el Evangelio, sino para construir un mundo racional en base a principios de convivencia universal.

Algo parecido puede asegurarse con relación al Perú ¿Podemos hablar de olvido y de perdón cuando aún están cerradas y escondidas las tumbas de millares de peruanos vilmente asesinados en los años de la violencia?

Ya sé. Hay “causas superiores”, nos dirán. Si, pero eso podrán decirlo quienes no sintieron en su propio cuerpo ni en su alma el cincel doloroso de la muerte y la tortura, ejecutada por gentes que hoy gozan de prebendas infinitas sustraídas a las propias poblaciones esquilmadas.

Podrán hacerse muchos discursos en torno a la “unidad nacional indispensable en esta hora”, claro, pero ¿qué nos une a la Mafia anti peruana que robó y masacró impunemente a nuestro pueblo y que se dispone a volver a hacerlo con mayor rencor y frescura aún en el futuro?

¿Qué nos une a Alberto Fujimori o a Alan García, que entregaron al capital extranjero —y también chileno— bienes y recursos nacionales, incluyendo aeropuertos, líneas aéreas, transporte, empresas de servicio y otros? ¿Acaso no sabemos que si ellos volvieran a la gestión gubernativa incurrirían en la misma conducta anti peruana del pasado reciente?

No tiene sentido lacerar heridas generadas por una guerra de ataño entre países vecinos, entre otras razones porque esa guerra fue creada y alimentada por los mismos “grandes intereses” que medraron a costa del Perú y de Chile todo el tiempo.

Y es bueno darse cuenta, en forma definitiva, que los trabajadores peruanos y chilenos tienen entre sí mucho más lazos de amistad y de solidaridad, que nos unen; que vínculos y dependencias con las oligarquías nativas que los explotan.

Objetivamente, por encima de diferencias de otro orden, Luis Emilio Recabarren y José Carlos Mariátegui, al igual que Luis Figueroa o Isidoro Gamarra; podrían darse un abrazo fraterno sin grima y sin rencores.

Por lo demás, no hay, en nuestro tiempo, peligros reales de guerras entre países fronterizos, salvo que sean urdidos artificialmente por el capital financiero y los grandes intereses imperiales, como sucede en el Medio Oriente y regiones aledañas.

Pero si por ventura eso ocurriera, trabajadores peruanos y chileno podrían, en su mismo suelo, luchar con más éxito contra sus propios opresores y abrir paso a una verdadera y legítima hermandad latinoamericana; que es lo que todos estamos empeñados en forjar, y lo que se afirma día a día con los procesos liberadores, que corren sueltos en nuestro continente..

Los peruanos no debiéramos nunca dejar de leer a Mariátegui ni pensar en sus sabias reflexiones. El Amauta nos dijo en la revista “Variedades” en diciembre de 1928: “El deber de la Inteligencia, sobre todo, es, en Latino-América, más que en ningún otro sector del mundo, el de mantenerse alerta contra toda aventura bélica. Una guerra entre dos países latino-americanos sería una traición al destino y a la misión del Continente. Sólo los intelectuales que se entretienen en plagiar los nacionalismos europeos, pueden mostrarse indiferentes a este deber. Y no es por pacifismo sentimental, ni por abstracto humanitarismo, que nos toca vigiar contra todo peligro bélico. Es por el interés elemental de vivir prevenidos contra la  amenaza de a balcanización de nuestra América, en provecho de los Imperialismos que se disputan sordamente sus mercados y sus riquezas”.

No se trata de una frase extraída de contexto, sino de una reflexión lógica derivada de la experiencia política del Amauta, que recoge las lecciones de la Guerra del Pacífico y las proyecta en el escenario continental en ese entonces amagado por el peligro —luego concretado— de la Guerra del Chaco, que trajo dolor y sufrimiento, inútiles, a pueblos hermanos: Bolivia y Paraguay.

Es bueno, entonces, que esperemos el Fallo de La Haya con tranquilidad y sin expresiones del patrioterismo ramplón que algunos alientan. Y que busquemos siempre anudar lazos entre pueblos hermanos porque más allá de las contingencias de hoy, está el porvenir que nos espera, y que será pan y luz para los pueblos

Cambiando de tema. El pasado lunes 20 de enero, el historiador peruano Antonio Zapata publicó un artículo en el diario “La República”, referido a la fundación de Vanguardia Revolucionaria. Quizá por falta de información o exceso de optimismo, afirma algo que no tiene nada que ver con la verdad. Sostiene que en el Congreso refundación de la CGTP —junio de 1968— VR contaba “con el 30% de delegados”.

Es preciso aclarar eso. En ese evento, se registró un clima unitario muy fuerte que permitió que todas las ponencias se aprobaran virtualmente por unanimidad. No hubo votaciones de confrontación. Ocurrió, sin embargo, una cuando la elección del primer Consejo Nacional de la Central.

Era nuestro deseo que esa misma unidad permitiera la integración de una lista de consenso que fuera aprobada por aclamación en el Congreso. Vanguardia Revolucionaria resolvió enfrentar ese criterio y optó por “marcar la diferencia” inscribiendo una lista propia. Eso nos obligó a proponer, en aras de la unidad, que consumada la elección, cada lista tuviera en el nuevo Consejo un número de cupos proporcional a su porcentaje de votos. Y así fue.

Nuestra lista, encabezada por Isidoro Gamarra, obtuvo el 83% de los votos congresales, por lo que alcanzó 15 de los 18 puestos del Consejo Nacional. La lista de VR, liderada por Rolando Riega, logró el 17% de los votos, con derecho a tres puestos. Así se hizo la historia. Que el buen amigo Zapata, la conozca (fin)

(*) Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera / http://nuestrabandera.lamula.pe