Por Robert Fisk
Dianne Feinstein, presidenta del Comité de Inteligencia del Senado, presentó el 9 de diciembre el informe sobre técnicas de tortura de la CIA en la guerra contra el terrorismo.
Gracias a Dios por Noam Chomsky. No por toda una vida de asaltos devastadores a nuestra hipocresía política, sino por su lingüística. Mucho antes de llegar a conocerlo, en mis tiempos de estudiante, cuando me afanaba en mi curso universitario de lingüística, el trabajo de Chomsky me alertó sobre el uso pernicioso del lenguaje. Por eso condeno de inmediato la vil semántica del Pentágono y la CIA. No sólo esa vieja frase lobuna “daño colateral”, sino el lenguaje entero de la tortura. O, como la llaman los chicos que torturan en nuestro nombre, “técnicas perfeccionadas de interrogación”.
Miremos eso más de cerca.
“Perfeccionada” es una palabra que implica superación. Sugiere algo mejor, más informado, incluso menos costoso. Por ejemplo, “medicina perfeccionada” implicaría presumiblemente una forma más simplificada de mejorar nuestra salud. Del mismo modo que “escuelas perfeccionadas” sugeriría una educación más valiosa para un niño.
Interrogación al menos da idea de lo que se trata todo esto. Hacer preguntas y obtener –o no obtener– una respuesta. Pero técnica las supera a todas. Una técnica es una habilidad, ¿no? Por lo regular, según me dice el diccionario, en el trabajo artístico.
Así pues, los interrogadores tienen habilidades especiales, lo cual implica entrenamiento, trabajo ilustrado, aplicación, producto del intelecto. Lo cual, supongo, es en cierto sentido de lo que se trata la tortura. No es sólo la forma en que yo normalmente describiría el proceso de azotar personas contra las paredes, medio ahogarlas en agua y embutirles humus por el recto.
Pero en caso de que eso sea demasiado gráfico, los chicos y chicas de la prensa estadunidense lo han dotado de una forma familiar. Todo el proceso de técnicas perfeccionadas de interrogación se llama ahora EIT (por las siglas en inglés de enhanced interrogation techniques). Como WMD (siglas en inglés de armas de destrucción masiva) –otro embuste en nuestro vocabulario político–, todo este negocio sucio es envuelto en un acrónimo de tres letras.
Y luego nos enteramos de que todo es parte de un programa. Algo cuidadosamente planeado, ustedes entienden, un proyecto, un desempeño, regular, aprobado, incluso teatral. Mi confiable American College Dictionary –publicado por Random House en 1947– define programa (en inglés) como un entretenimiento con referencia a sus piezas o números, que es lo que yo supongo que los desquiciados de la CIA disfrutaban cuando trabajaban a sus víctimas. Quítale la ropa, ponle un trapo en la cara, vierte el agua; oh, no demasiadas burbujas, por favor. Ah, bueno, estréllalo contra la pared otra vez. Un programa, vaya que sí.
Dick Lado Oscuro Cheney usó la palabra programa al condenar el informe del Senado sobre la tortura de la CIA. Resulta extraño, sin embargo, que su descripción del documento como lleno de mierda contuviese un efecto lateral no intencional del proceso que aplaude. Porque quienes son torturados a menudo orinan y defecan y, según sabemos por quienes han sufrido tales programas, los agentes de la CIA solían dejar a sus víctimas paradas y embarradas ante ellos.
Cheney quiere que creamos, por supuesto, que esos pobres hombres dieron información importante a las viles criaturas que los torturaban. Eso es exactamente lo que los inquisidores medievales descubrían cuando acusaban de brujería a inocentes: casi todas las víctimas, hombres y mujeres, reconocían haber volado por los aires.
Tal vez eso fue lo que Khaled Sheikh Mohamed, luego de ser sometido a la tortura de agua (waterboarding) 183 veces, dijo a sus interrogadores de la CIA: podía volar por los aires, como un dron humano terrorista. Supongo que esa es la clase de información vital que Cheney asegura que las víctimas dieron a la CIA.
Desde luego, tocó al director de gótico semblante de la CIA, John Brennan, quizás al sentir el calor de algunos abogados de derechos humanos respirándole en el cuello, decir que algunas de las técnicas –sí, esa es la palabra que empleó– eran no autorizadas y aborrecibles. Y de ese modo proporcionó con destreza una nueva versión de los crímenes de la CIA. La AIT –la aborrecible tortura– debe ser repudiada por todos, pero no, al parecer, la vieja y respetable EIT. Como dijo Cheney, la tortura fue algo que tuvimos muy buen cuidado en evitar. Hago notar las palabras muy buen cuidado. Y me estremezco.
El bueno de Brennan reconoció: nos quedamos cortos cuando se trató de llamar a cuentas a algunos (sic) oficiales. Pero está perfectamente claro que los torturadores –u oficiales– no serán llamados a cuentas.
Tampoco Brennan. Ni Dick Cheney. Ni, me atrevo a mencionarlo, los regímenes árabes a los que la CIA remitió esas víctimas que merecían un trato aún más vil que el que la agencia podía administrarles en sus propias prisiones secretas.
Un pobre tipo, Maher Arar, era un ciudadano canadiense, un camionero capturado por la CIA en el aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York y despachado a Siria antes de la guerra civil para recibir un poco de AIT –no EIT, recuerden– a solicitud de los estadunidenses. Encerrado en un hoyo apenas un poco más grande que un ataúd, su primera experiencia de la AIT fue ser azotado con cables eléctricos.
De este modo, Cheney y sus chicos y chicas ejercieron su sadismo por intermediarios... con el mismo Estado cuyas técnicas de interrogación ahora indignan tanto a Occidente, que llama a derrocar al régimen sirio (junto con el derrocamiento de Isis y Jabhat al-Nusrah), en favor de moderados recién armados que, presumiblemente, sólo practicarán la EIT y no la AIT.
Pero, como ha dicho mi colega periodista Rami Khouri, entre los 54 países en el programa de ejecución de la CIA figuran Argelia, Egipto, Irán, Irak, Jordania, Marruecos, Arabia Saudita, Siria, Turquía, Emiratos Árabes Unidos y Yemen. Se puede añadir la Libia de Kadafi a esa lista. De hecho, hasta la policía secreta italiana ayudó a la CIA a secuestrar a un imán en las calles de Milán y empacarlo a El Cairo para recibir un poco de AIT a manos de los interrogadores de Mubarak. Lo cual probablemente explica por qué el mundo árabe y musulmán ha estado calladito después de la publicación del informe del Senado estadunidense –incluso en su forma altamente censurada–, la semana pasada.
Fue el periodista egipcio Mohamed Hassanein Heikal el primero en describir la forma en que la CIA circuló una película de una mujer iraní al ser torturada por la policía secreta del sha, para que otras naciones aprendieran cómo hacer hablar a las prisioneras de sexo femenino. No es lo mismo con la nueva y mejorada CIA actual, por supuesto, cuyos agentes destruyeron sus videocintas antes que el comité del Senado pueda echarles mano. Pero esta vez habría que estudiar la naturaleza subordinada de los regímenes árabes, porque también torturaron en nombre del Reino Unido. Como preguntó Khouri la semana pasada: ¿Hablaremos de nuestras propias colusiones criminales e imperiales con tanta apertura como Estados Unidos lo hace con las suyas, y trataremos de repararlas? No se molesten en esperar respuesta.
Las disputas están prohibidas; sólo se permiten conversaciones. Volviendo al tema de Chomsky y las palabras, antes de partir de Canadá hacia Beirut compré una magnífica chamarra de invierno. Hecha en China, por supuesto. Pero la garantía me informó que cumplía con una alta norma de resistencia al agua y respirabilidad. Esas palabras se unen a esa horrible expresión que ahora gobiernos y empresas usan para referirse a una discusión. Ya no nos dicen que están en una disputa con alguien: tienen una conversación con respecto a un tema. Dan ganas de aplicarle AIT al culpable.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
La Jornada. 22.12.2014