Por Alberto Piris (*)
Hoy, cuando se observa la evolución del mundo a través de una óptica gran angular que permite analizar los contornos generales de la actualidad política internacional, el factor religioso vuelve a mostrarse tema dominante. Y su evolución encierra aspectos de gran preocupación para el futuro.
En nuestra experiencia histórica como europeos, la idea de una guerra entre religiones está tan alejada que cuesta asumir su realidad. Estamos acostumbrados a analizar causas económicas, sociales, políticas, o incluso territoriales, que den sentido inteligible a las guerras, y consideramos que combatir sólo por la religión es algo propio de un pasado irracional que ya no podría ni debería revivir.
Así que cuando la evidencia nos muestra que el islamismo fundamentalista de Al Qaeda invoca la guerra y llama a la violencia para abatir al “gran Satán occidental” y reconstruir un califato universal, nos resulta difícil aceptarlo y tendemos a refugiarnos en la idea de que se trata de un Islam “malo”. Y de que hay otro Islam “bueno”, ortodoxo. No advertimos de que el Islam, como el cristianismo, se basa en unos textos sagrados susceptibles de interpretaciones diversas y que, del mismo modo que Bush convocó una cruzada, interpretando a su gusto la tradición cristiana, el Islam es, en cada momento, lo que deciden los grupos o sociedades que los controlan.
Nos cuesta comprender que las guerras de religión surgen, se desarrollan y se extienden por el planeta por un sólo motivo: la religión. Por cándida que esta idea llegue a parecernos, lo que desde hace un par de decenios está aquejando a la humanidad, desde EEUU a Indonesia y desde Londres a Mogadiscio, es un brutal forcejeo violento, tras el cual subsiste la idea específica de un dios, de una divinidad, de alguna religión cuyas promesas incitan a la guerra, a tomar las armas y a morir esperando un paraíso, soñado e ideal, como recompensa al sacrificio de la vida.
Desde nuestro punto de vista cristiano occidental, donde la aparición y la propagación de la religión dominante se hicieron dentro de un Estado preexistente, el Imperio Romano, no es fácil entender la ideología del Islam. Religión que nace en una sociedad sin Estado y que lo va creando a su modo, a fin de servirse de él.
Los europeos modernos estamos habituados a la separación entre la religión y la política. El laicismo de la Ilustración confirmó de modo definitivo esa separación. Quizá por eso se nos hace difícil asumir que muchos millones de seres humanos viven en una cultura donde religión y política son inseparables; más aún, no es imaginable hoy un Islam activo sólo en un espacio mental íntimo, aislado del espacio público de las relaciones humanas y políticas. Por tanto, para ellos, es natural que la religión determine el rumbo de la política.
Los errores en la política exterior de EEUU, tras los atentados del 11S, y la irresponsabilidad de una Europa dividida e incapaz de hacer sentir su peso político y moral y su experiencia histórica, han abonado el crecimiento del islamismo fundamentalista que adopta el terrorismo como instrumento para sus fines. Esos errores han servido para delimitar el campo donde se mueve lo que quizá sea hoy el mayor peligro para la civilización occidental. Y para la salvaguardia de los valores que nos son propios, de nuestras libertades y de nuestros modos de vida.
La guerra declarada por Bush contra el terrorismo es inútil, porque no se trata de combatir con ejércitos a Estados o gobiernos hostiles. La lucha tiene y seguirá teniendo lugar en el plano de las ideas. Aquí es donde se necesita trazar las líneas rojas que no se deben rebasar. Del mismo modo que no aceptamos la ablación femenina, los crímenes “de honor” o el castigo físico a la mujer o a los niños, hemos de expresar y defender que la conciencia y la religión obedecen a la libre elección personal y al plano individual y que las relaciones políticas y la legislación son determinadas por la libre voluntad de los ciudadanos, y no vienen impuestas por ninguna divinidad inaccesible y, por tanto, irresponsable.
Entre el fanatismo de los islamistas y de los cristianos renacidos, y los que creemos que son las personas las que tienen que regular sus relaciones políticas, de acuerdo con los derechos humanos y el respeto a los demás, siguen las espadas en alto.
Si estas ideas llegan a prosperar, aunque sea muy lentamente, es posible que no sea preciso encender las señales de alarma. Pero, no nos engañemos, las perspectivas no son hoy muy halagüeñas. ¡Que el año 2008 nos dé un respiro en esta carrera alucinada que parece no tener fin!
(*) General de Artillería en la Reserva
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