La asignatura pendiente de Bush
Adrián Mac Liman (*)
Cuando los portavoces de la Casa Blanca revelaron los detalles de la gira de George W. Bush a Oriente Medio, los politólogos fueron incapaces de ocultar su escepticismo. El actual periplo del presidente estadounidense, que los comentaristas no dudan en calificar de “último desplazamiento importante” antes del final de su mandato es la verdadera asignatura pendiente de la Administración republicana.
Durante más siete años, el inquilino de la Casa Blanca se resistió a tomar cartas en el conflicto que opone a israelíes y palestinos, considerando que Estados Unidos tenía el deber de centrar su política en la “guerra global contra el terrorismo”, es decir, en una lucha sin cuartel contra el radicalismo islámico. Sin embargo, la estrategia, miope y selectiva, de Washington hacía caso omiso de un factor clave: las raíces del malestar generado en el mundo árabe por el apoyo incondicional de Estados Unidos a la política de Israel.
Un apoyo que los árabes consideran discriminatorio e injusto, teniendo en cuenta que la compleja cuestión palestina requiere un análisis más profundo y sosegado por parte de la mayor potencia de Occidente. Aún así, la Administración Bush prefirió dirigir sus miradas hacia Kabul y Bagdad, escenarios de sangrientos enfrentamientos bélicos, de dudosas victorias militares, de inevitables fracasos políticos y estratégicos. Mientras israelíes y palestinos parecían poco propensos a contener la espiral de la violencia, el Pentágono y el Departamento de Estado diseñaban nuevos planes destinados a acabar con el “terrorismo islamista” en Afganistán, Pakistán, Iraq o Irán. En la mayoría de los casos, la mal llamada “democratización” de la zona dependía ante todo de la intervención de los ejércitos occidentales. La pugna entre israelíes y palestinos seguía siendo la excepción; nadie se atrevía a contemplar el envío de una fuerza internacional a la frontera de Israel con los territorios palestinos. La propuesta, formulada en reiteradas ocasiones por la OLP o la ANP, tropezó con la negativa de los occidentales.
Las autoridades de Tel Aviv aprovecharon al máximo la psicosis generada por los atentados del 11-S, 11-M y 7-J para endurecer su postura frente a los palestinos, tratando al mismo tiempo de dinamitar las incipientes estructuras nacionales ideadas por la ANP de Yasser Arafat. Un extraño cúmulo de circunstancias (y de errores) llevó al distanciamiento entre los poderes fácticos de Tel Aviv y Ramala. La crisis se fue acentuando en los últimos años, tras la desaparición de Arafat y la victoria de los radicales de Hamas en las elecciones generales celebradas en Palestina en enero de 2006.
Los intentos de sofocar a los radicales islámicos desembocaron, sin embargo, en la división de los territorios palestinos. Desde el pasado mes de mayo, Hamas gobierna en solitario en la Franja de Gaza, mientras que las fuerzas el Al Fatah, fieles al Presidente Majmud Abbas, controlan Cisjordania. La Conferencia de Anápolis, celebrada bajo los auspicios de la presidencia norteamericana, trató de encontrar una solución, otra más, a la crisis. La iniciativa de última hora de contemplar la creación de un Estado palestino antes de finales de 2008, fecha fatídica para el actual inquilino de la Casa Blanca, parece poco convincente.
Sin embargo, George W. Bush decidió apurar los últimos meses de su mandato para lograr un acuerdo entre los dos contrincantes. Los obstáculos insuperables: fronteras del nuevo Estado palestino, la capitalidad de Jerusalén, la normativa de seguridad o el derecho de retorno de los refugiados. Temas que siguen entorpeciendo el ya de por sí difícil diálogo entre dos Gobiernos débiles, el israelí y el palestino.
El presidente estadounidense no se da por vencido: durante su visita a Jerusalén y Ramala, Bush reiteró su apuesta por una solución “milagrosa” del conflicto, que le permitiría terminar su mandato convirtiéndose en el pacificador de la zona. Bush, ¿pacificador? Pero la Paz es la auténtica asignatura pendiente de George W. Bush.
(*) Escritor y periodista
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