Por Adrián Mac Liman (*)
El “histórico” viaje de George W. Bush a Israel y los Territorios Palestinos precipitó la previsible ruptura de la frágil coalición de Gobierno israelí. La reanudación de los contactos entre el Ejecutivo de Tel Aviv y las autoridades de Ramala desencadenó la ira de los parlamentarios pertenecientes a “Israel Beteinu” (Israel es nuestro hogar). Una agrupación política de corte ultranacionalista liderada por inmigrantes procedentes de la antigua Unión Soviética. Su máximo exponente, Aviador Lieberman, judío de origen moldavo que ostentaba el cargo de viceprimer ministro encargado de cuestiones estratégicas, presentó su dimisión al no estar conforme con el enfoque de las negociaciones de paz. A su vez, los once diputados de “Israel Beteinu” retiraron su apoyo al partido de Olmert, instando a los demás grupúsculos nacionalistas a abandonar la coalición. Cabe suponer que otros partidos minoritarios seguirán el ejemplo de sus correligionarios rusos, aumentando los riesgos de ingobernabilidad del Estado judío.
Pero, cui prodest? ¿A quién le beneficia este caótico ambiente, que recuerda la tan socorrida crisis de Gobierno? Hay quien estima que los laboristas de Ehud Barak, actual titular de Defensa, se frotan las manos, barajando la opción de un vacío de poder que les permitiría hacerse nuevamente con las riendas del Gobierno. Se trata, sin embargo, de meras conjeturas, pues la caída de Olmert también podría desembocar en la convocatoria de elecciones anticipadas, de unos comicios que facilitarían el avance de los conservadores del Likud.
Ficticio o real, el malestar provocado por la visita del Presidente Bush ha encontrado eco en la opinión pública israelí, que parece haber detectado importantes y “peligrosos” cambios en la postura del inquilino de la Casa Blanca. Por ahora, se trata de meras cuestiones semánticas. Los discursos de Bush en Jerusalén y las entrevistas concedidas a los medios de comunicación hebreos desvelaron la existencia de un nuevo e inhabitual lenguaje, distinto del empleado por la Administración republicana durante la era Sharon. Los politólogos hebreos quedaron sorprendidos por el abandono del término “Estado judío”, acuñado por los miembros del equipo de Bush en noviembre de 2001, a petición expresa del entonces Primer Ministro Sharon. Durante su gira, el Presidente se limitó a hablar del “hogar nacional” judío, retrocediendo a la época de la Declaración Balfour (1917).
Para el establishment político de Tel Aviv esta fórmula equivale a un blindaje: al defender el concepto étnico (Estado judío), Israel se protege contra una hipotética oleada de inmigración palestina, aunque también, y ante todo, de la cada vez más inquietante explosión demográfica de los árabes israelíes, que representan en la actualidad el 19 por ciento de la población del Estado y cuya tasa de natalidad podría suponer, a la larga, un auténtico peligro para la “judeidad” de Israel.
Esta vez, Bush se limitó a aludir vagamente al “derecho de retorno” de los casi 4 millones de refugiados empleando, según los expertos judíos, un vocabulario muy parecido al de los palestinos.
Otro motivo de controversia fue la referencia a los futuros confines de Israel. El mandatario estadounidense volvió a subrayar la necesidad de respetar las fronteras de 1949. Uns postura criticada por los sucesivos Gobiernos hebreos, que pretenden negociar la retirada de los territorios palestinos teniendo en cuenta el statu quo actual, generado por la presencia de numerosos bloques de asentamientos en la Cisjordania controlada, cuando no ocupada, por el ejército de Tel Aviv. Pero en este caso concreto, la postura de Bush fue muy clara: el Presidente subrayó la necesidad de iniciar las consultas sobre el estatuto final “acabando con la ocupación que dio comienzo en 1967”.
Aunque el actual inquilino de la Casa Blanca optó por no pronunciarse claramente acerca del estatuto de Jerusalén, temiendo las posibles críticas del poderosísimo lobby judío norteamericano, reconoció que un sinfín de obstáculos de índole política y religiosa entorpecían la solución de la doble capitalidad.
En resumidas cuentas, muchos, demasiados sinsabores para la clase política israelí, que esperaba un espaldarazo por parte del Presidente de los Estados Unidos.
Muchos sinsabores también para las monarquías “amigas” del Golfo Pérsico, que interpretaron la gira del Presidente como una mera incitación a coaligarse ante un nuevo “peligro global”: el llamado “terrorismo iraní”. Si bien es cierto que Irán no cuenta con demasiados amigos y aliados en la zona, también es verdad que la perspectiva de una nueva aventura bélica parecida a la iraquí hace temblar los cimientos de las monarquías feudales de Oriente Medio.
En algo parecen coincidir árabes e israelíes: hoy por hoy, hay muchas, demasiadas razones para desconfiar de las estratagemas de Washington.
(*) Escritor y periodista
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