Pasos contra las bombas de racimo
Por José A. Fernández Carrasco (*)
Ochenta y dos países han firmado la Declaración de Wellington para la prohibición de las bombas de racimo. Sin embargo, ha faltado la rúbrica de países como EEUU, Israel, China y Rusia, principales fabricantes y usuarios de estos “asesinos silenciosos” que han causado la muerte a más de 100.000 personas, un 98% de ellos civiles, la mayoría niños.
Cada vez son más los Estados que comprenden que las bombas de racimo deben ser eliminadas. En esta reunión, la penúltima del Proceso de Oslo, más de 30 países se han sumado a la iniciativa. Las bombas de racimo fueron creadas durante la Guerra Fría para utilizarse contra las columnas blindadas del Pacto de Varsovia en las llanuras centroeuropeas. Desde entonces los ejércitos las defienden como “opción legítima” contra enemigos, infraestructuras y vehículos blindados. Pero en realidad son armas de destrucción masiva. Su único objetivo es matar, mutilar y humillar. Las utilizan cerca de la población civil y cada artefacto contiene cientos de submuniciones que se expanden en una superficie similar a cuatro campos de fútbol; hasta un 30% de ellas fallan, quedan sembradas en la tierra y son las que ocasionan la mayoría de las muertes. Además, sus colores y formas llamativos hacen que parezcan juguetes y cajas de ayuda humanitaria, dejando a quienes las ven, sobre todo niños, a merced de su curiosidad.
Son demasiados los países y ejércitos que con la fabricación, el uso y la venta de las bombas de racimo arrinconan, sin ley ni orden que les detenga, el Derecho Internacional. Más de 30 países las fabrican, las venden a alrededor de 70 Estados y ya han sido utilizadas en múltiples conflictos armados. Se ha comprobado en Kosovo, Afganistan, Irak, y Líbano, entre otros: no sólo ignoran la máxima que exige proporcionalidad entre medios y fines, sino que violan el principio de discriminación entre civiles y militares.
En mayo se aprobará el tratado definitivo en Dublín. Debería seguir en la línea de la Declaración de Wellington, cuyos objetivos son la prohibición de las bombas de racimo y la consecuente destrucción de arsenales, la asistencia a las víctimas y la limpieza de los territorios contaminados.
Según la Coalición contra las Municiones de Racimo, aún hay hasta 132 millones de bombas activadas, lo que pone en peligro a cuatrocientos millones de personas que viven en Camboya, Laos, Líbano y Sierra Leona, entre otras zonas. Ante algo tan atroz, no caben medias tintas, y mucho menos actitudes tan hipócritas como la que han mostrado algunos Estados. Es el caso de Francia, Japón, Alemania y España, que acumulan grandes arsenales y han intentado que prevalezcan sus intereses. Es inaceptable que después de tantos años de lucha y esfuerzo se pretenda que la prohición sea compatible con excepciones o con períodos de transición para hacer “liquidaciones”. Menos aún con la idea de que se puedan seguir produciendo y utilizando en las relaciones con países que no formen parte del tratado.
Sin embargo, lo más preocupante es la postura de los países que se niegan a negociar el tratado. Para EEUU, Israel, China y Pakistán, entre otros, las bombas de racimo son un negocio. Los seis mayores fabricantes de estas armas -Lockheed Martin, EADS, Thales, GenCorp, Textron y Raytheon-, ingresaron unos 12.600 millones de dólares de seis grupos financieros entre 2003 y 2006. A éstos cabe sumar los fondos aportados por otras sesenta entidades y bancos internacionales.
Todos los Estados deberían ser conscientes de la necesidad de aprovechar la oportunidad creada en Wellington, para prevenir más muertes y asistir a las víctimas. Tienen los medios y también referentes con los que guiarse. El Tratado de Ottawa, aprobado en 1997, acabó con la proliferación de minas antipersona. Países como Bélgica y Noruega han hecho grandes esfuerzos por prohibir la llamada “lluvia de acero”. En América Latina y África también son muchos los Estados que luchan contra ella y reclaman ser zonas libres de éstos artefactos. Cuando existe una oportunidad, está ahí para aprovecharla. Paso a paso, codo con codo.
(*) Periodista
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