OTAN: el legado de George W. Bush

George W Bush
Por Adrián Mac Liman (*)

La cumbre de la Alianza Atlántica, celebrada esta semana en Bucarest, es el último gran encuentro de la estructura militar de Occidente en el que participa el Presidente Bush. El Imperator llegó a las tierras rumanas tras un periplo que le llevó a Ucrania, país candidato, junto con Georgia, a la integración en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Una perspectiva ésta que no agrada sobremanera a los autócratas del Kremlin, preocupados por el constante acercamiento de los ejércitos del Imperio, del otro Imperio, a las fronteras de la Madre Rusia.


Tras la caída del Muro de Berlín, la desintegración del llamado “campo socialista” y la disolución de su sistema de defensa, el Pacto de Varsovia, rival estratégico de la Alianza, la mayoría de los países que se hallaban en la órbita moscovita pasaron a formar parte de la OTAN. Tras la integración, en 2004, de Rumanía y Bulgaria, Estados que se sitúan en los confines culturales y religiosos de los Balcanes, la llamada “última frontera” ideada hace más de una década por la ex Secretaria de Estado Madeleine Albright, sólo quedaba pendiente la inclusión en el mapa estratégico de la región de tres minúsculos países: Albania, Croacia y Macedonia. Su integración figuraba en el orden del día de la cumbre de Bucarest, que los atlantistas empedernidos no dudan en calificar de “la reunión más importante de la OTAN desde el final de la guerra fría”.

Hubo que eliminar un último escollo: el veto de Grecia a la ex república yugoslava de Macedonia, cuya denominación preocupa a los políticos de Atenas. Grecia cuenta con una región septentrional llamada Macedonia que, desde el punto de vista histórico, podría plantear problemas a la hora de una posible (aunque por ahora hipotética) reivindicación territorial por parte de las autoridades de Skopje.

Más difícil parece el guiño de la Administración Bush a otros candidatos en potencia, Ucrania y Georgia, países fronterizos con la Federación Rusa cuya integración podría llevar al deterioro de las relaciones económicas y energéticas, entre el Kremlin y las capitales comunitarias. Las dos “locomotoras” de la UE, Alemania y Francia, lideran un grupo de naciones que se oponen a la “ampliación excesiva o demasiado rápida” de la Alianza, alegando que la expansión territorial podría dañar su filosofía.
Hay quien dice que los europeos tienen que escoger entre los suministros de gas natural ruso y la libertad de los pueblos de Ucrania y Georgia, entre la política con mayúscula y la prudente estrategia de la contención, destinada a mantener el frágil statu quo en las relaciones de la UE con el tandem Putin–Medvedev. Bush y Putin tienen previsto firmar un documento destinado a crear un marco para el desarrollo de las relaciones ruso-americanas en el período de transición abierto por la llegada al poder de Dimitri Medvedev y el relevo presidencial en los Estados Unidos.

La estrategia del actual inquilino de la Casa Blanca obedece a un viejo, aunque nada anticuada estratagema de los politólogos estadounidenses, quienes idearon, por los años 90, una pinza estratégica capaz de neutralizar el poderío militar del gigante ruso. Para la materialización de este proyecto, Washington cuenta con el apoyo de los países de Europa oriental, democracias más proclives a defender los intereses americanos, cuyos líderes estiman, erróneamente, que su recién recobrada libertad se debe a los discutibles esfuerzos diplomáticos del Imperio transatlántico.

Si bien el incremento de la presencia militar de la Alianza en Afganistán no parece tropezar con reticencia alguna, los detalles del “escudo antimisiles” divide a los miembros de la OTAN. Los países que tienen que acoger las instalaciones estratégicas, Polonia y la República Checa, no las tienen todas consigo. A las presiones ejercidas por el Kremlin se suma la oposición popular. Todo hace recordar la vieja pugna entre Moscú y Washington en los años 60 y la oleada de manifestaciones pacifistas registradas en aquél entonces en la RF de Alemania. Los tiempos cambian, el malestar subsiste.

Después de Bucarest, atrás queda un mundo que nada tiene que ver con la configuración del Viejo Continente en la época de Bush padre y su “nuevo orden mundial”. El nuevo desorden del último cuarto de siglo sienta nuevas bases para la estabilidad o, mejor dicho, la inestabilidad política de nuestro planeta. El réquiem por el Viejo Mundo no ofrece motivos de satisfacción ni de excesiva alegría. La herencia de Bush es, en definitiva, un mundo más inseguro.

(*) Analista político internacional
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