Así será la próxima guerra

Por Adrián Mac Liman (*)

Los ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Europea acordaron esta semana la aplicación de una tercera tanda de medidas contra la República Islámica de Irán, haciendo especial hincapié en la negativa de las autoridades persas de renunciar a su controvertido programa nuclear.


Por ahora, las sanciones se limitan a prohibir las operaciones del Banco Melli, mayor establecimiento financiero persa, en los países miembros de la Unión y a denegar la concesión de visados comunitarios a técnicos y expertos nucleares iraníes especializados en energía atómica o la construcción de misiles balísticos. Estas medidas, aparentemente modestas, fueron acogidas con júbilo por la Administración Bush, partidaria del endurecimiento de las sanciones contra el régimen de los ayatolás. Por su parte, los neoconservadores americanos aplaudieron la iniciativa, recordando la convergencia de intereses entre los países industrializados, “victimas potenciales” de un ataque nuclear persa.

Más allá de los argumentos demagógicos esgrimidos en los últimos meses por los conservadores norteamericanos, se divisa el interés del establishment político de Washington y/o de los “halcones” de Tel Aviv, de acabar, de una vez por todas, con la hasta ahora hipotética amenaza nuclear iraní. Si bien la idea de borrar del mapa las instalaciones atómicas persas surgió durante la última etapa del Gobierno liderado por Ariel Sharon, muchos politólogos occidentales estiman que la obsesión de los estrategas hebreos llegó a adquirir carta de naturaleza en la clase política israelí tras la llegada al poder de Ehud Olmert, estadista más titubeante y ambiguo que el viejo general.

Huelga decir que tanto los conservadores “amigos de Israel” como los detractores de la política de Washington coinciden en que un enfrentamiento bélico entre Tel Aviv y Teherán causaría un espectacular número de bajas en la región. Según Anthony Cordesman, miembro del equipo de investigadores del Centro de Estudios Estratégicos Internacionales de Washington, una guerra entre los dos países podría provocar la desaparición violenta de alrededor de 16 a 28 millones de iraníes en un plazo de tres semanas. Paralelamente, las bajas israelíes ascenderían a 200 a 800.000 personas. Mientras la sociedad hebrea sería capaz de superar las consecuencias de este complejo ataque, las estructuras árabes se verían seriamente dañadas por la ofensiva.

Para los iraníes, que difícilmente podrán disponer de más de una treintena de ojivas nucleares en 2010, el objetivo prioritario sería sin duda la destrucción de los grandes centros urbanos, Tel Aviv o Haifa. A su vez, los israelíes centrarían sus ataques contra las instalaciones nucleares persas, ubicadas en Teherán, Natanz, Ardekan, Saghad, Gashin, Bushehr, Aral, Isfahan y Lashkar Abad, aunque también contra las principales ciudades iraníes, Teherán, Isfahan, Tabriz, Shiraz, Quon y Ahwaz. Por otra parte, Israel, que dispone actualmente de más de 200 cabezas nucleares, trataría de conservar armamento para posibles ofensivas contra sus vecinos —Egipto y Siria— o contra algunos Estados del Golfo Pérsico.

En el caso de Siria, la zona más castigada por un ataque nuclear sería la región poblada por la minoría alawita, a la que pertenece la dinastía de los Assad. El operativo militar hebreo provocaría alrededor de 18 millones de víctimas en apenas tres semanas. La respuesta de Damasco, que dispone de armas químicas y biológicas, acabaría con la vida de 800.000 israelíes.

En Egipto, la ofensiva se centraría contra las principales ciudades, El Cairo, Alejandría, Port Said, Luxor, Suez, o Asuán, causando bajas de decenas de millones de personas. Ello supondría, según Cordesman, el final de las civilizaciones persa y la egipcia, aunque también el de la era del petróleo.

Las apocalípticas previsiones del politólogo estadounidense están basadas en los informes elaborados por los servicios de inteligencia israelíes y occidentales, aunque también en una serie de declaraciones de políticos y estrategas que vaticinan el ocaso del régimen de los ayatolás, en caso de un ataque nuclear contra el Estado Judío.

Otro detalle significativo fue el simulacro de ataque aéreo israelí contra Irán llevado a cabo durante la primera semana de junio, en el que participaron más de un centenar de aviones de la Fuerza Aérea hebrea.

Los asesores del Presidente Bush prefieren centrar su interés en las consecuencias de una presión internacional concertada contra el régimen islámico de Irán, que podría desembocar en el abandono del programa nuclear persa. En el caso contrario, la Casa Blanca tendría dos opciones: confiar en que la elección del republicano Mc Cain garantizaría la continuidad de la política estadounidense frente a Irán o, caso de que el demócrata Barak Obama se alce con la victoria en las elecciones del mes de noviembre, que el Presidente Bush aproveche las semanas de interinato para lanzar una ofensiva militar contra los “rebeldes” islamistas persas. Sombríos augurios éstos para Oriente y Occidente.
(*) Analista político internacional
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