Por Amy Goodman y Denis Moynihan
Amazon emitió esta semana su tan esperado anuncio: la revelación de dónde estará ubicada su segunda sede central, llamada HQ2 (por su sigla en inglés). El proceso de selección enfrentó a más de 200 ciudades que compitieron por la posibilidad de albergar el nuevo campus de la empresa, que traía de la mano la promesa de crear 50.000 empleos bien remunerados. En su competencia para ofrecerle a la empresa el mayor número posible de tentadores subsidios públicos y atractivas exenciones tributarias, los políticos se postraron ante el gigante de la venta por Internet y su fundador y director ejecutivo, Jeff Bezos, el hombre más rico del mundo. Cada una de estas autoridades locales tenía la esperanza de que la ciudad ganadora prosperara con el aumento de los ingresos fiscales y el surgimiento de un pujante polo tecnológico que podría competir con el mismísimo Silicon Valley. Finalmente, Amazon anunció que la nueva sede se iba a dividir en dos ubicaciones más pequeñas: una en Queens, Nueva York y la otra en Crystal City, Virginia. Si bien los detalles de los subsidios financiados con fondos públicos que se le otorgarán a Amazon siguen sin revelarse, lo que se sabe hasta ahora es suficiente para confirmar los peores temores de los numerosos críticos de Amazon: la licitación de la HQ2 fue, en el mejor de los casos, un derroche. Otro ejemplo más de bienestar corporativo, donde se transfiere el dinero de los contribuyentes de la clase trabajadora a un gigante empresarial y su dueño multimillonario.