Por Alejandro Rocamora Bonilla*
La ansiedad, la obesidad, los dolores, el insomnio o la misma depresión se suelen tratar por lo que dice un amigo o lo que le ha ido bien al vecino del quinto.
Se ha pasado de una actitud pasiva y sumisa ante el médico a la automedicación, en una actitud más autónoma pero también más arriesgada: “Yo sé lo que me pasa y conozco mi cuerpo y por lo tanto me tomo la medicación según considero oportuno”.
Entre estos dos extremos existe un término medio: una relación médico-paciente responsable por ambas partes. El profesional médico es el que diagnostica y pone el tratamiento, pero el paciente debe participar de forma activa e inteligente en las decisiones y en la gestión de las actividades terapéuticas que le atañen.
Cuando una persona mayor acude a la consulta es frecuente que extienda sobre la mesa del médico “los diferentes cartones”, para indicar los medicamentos que está tomando: para el colesterol, la hipertensión, la ansiedad, el insomnio, el mareo, los dolores de cabeza, para el estómago, etc.
A esta situación se llega por dos caminos: una atención médica dirigida al síntoma y por parte del paciente una incapacidad para aceptar “las goteras de la edad”. Vivimos además en “la cultura de la pastilla”: existe un comprimido para adelgazar, otro para dormir bien, para estar mejor, para estar más alegre, etc. Nuestra sociedad es una sociedad medicalizada que busca el remedio mágico para todo.
Existen personas que parten de una concepción muy negativa de su cuerpo, de sus capacidades para estudiar o para relacionarse con el otro sexo. Una solución fácil es tomar una pastilla para adelgazar o una anfetamina para conseguir un “mayor rendimiento intelectual” o un fármaco para ser más alegre, menos introvertido. Surgen los productos “milagro” para reponer o evitar la caída del cabello o no ganar peso, entre otros. La solución no está en la pastilla sino en la capacidad del sujeto para cambiar y tomar sus propias decisiones. Si no ‘remendamos’ nuestra propia existencia de nada servirán las opciones que tomemos. En el uso de los medicamentos a veces subyace la ley del mínimo esfuerzo. Los medicamentos pueden ayudar a mantener un adecuado nivel de bienestar, pero cada uno de nosotros debe esforzarse por mantener una vida sana y saludable.
Huimos de todo lo que huela a malestar y rápidamente tomamos el analgésico para el dolor de cabeza o de espalda o un ansiolítico cuando nuestro hijo adolescente no ha llegado a su hora a casa, etc. Los fármacos nos pueden quitar el síntoma, pero nos pueden incapacitar para poder comprender mejor la situación y consiguientemente poner los remedios más oportunos.
La actitud adecuada en la utilización de los fármacos es cuando existe sintonía con el médico o psiquiatra. Bien puede ser la instauración de un tratamiento farmacológico o el realizar alguna prueba diagnóstica o determinar que no se precisa ninguna medida terapéutica. Es necesario facilitar una información cualificada sobre los efectos de los mismos, por el profesional de la salud (médico o farmacéutico). Es un gravísimo error el tener como única fuente de información Internet para saber las aplicaciones de un fármaco y mucho peor el querer seguir un tratamiento encontrado en la red. Cada enfermo es irrepetible y por lo tanto el tratamiento debe ser individualizado. Como dice un viejo adagio médico: “no hay enfermedades sino enfermos”.
Otra postura extremista del mundo civilizado consiste en rechazar la medicina oficial y una defensa a ultranza de la medicina natural Estos productos tienen menos controles sanitarios y por lo tanto existe mayor riesgo de que sean nocivos para la salud. Es cierto que “los medicamentos oficiales” parece más perjudiciales, pero es porque conocemos mejor sus efectos secundarios; “la medicina natural” no es que no tengan efectos nocivos sino que no se estudian, o no se conocen o no se publican.
También pueden ser tóxicos por sí mismos cuando no están bien dosificados o se mezclan con otras sustancias. El ginseng, que se utiliza para la fatiga, es frecuente su adulteración y puede producir desde hipertensión, hinchazón mamaria hasta hemorragia; la manzanilla puede producir inflamación de la mucosa de la boca y lengua; el muérdago es tóxico para el hígado; el poleo, que se utiliza como sedante, puede producir necrosis hepática y se debe evitar durante el embarazo. Y la lista de productos naturales con efectos indeseados es interminable.
La farmacopea ha salvado muchas vidas. Hemos conseguido un mayor nivel de bienestar. Pero no podemos olvidar que el fármaco también se ha utilizado de forma inconveniente y que en ocasiones se abusan de los mismos. Una información cualificada y el uso racional de los medicamentos son los pilares para conseguir una adecuada salud física y psíquica.
*Psiquiatra y miembro fundador del Teléfono de la Esperanza
Centro de Colaboraciones Solidarias