Por Alejandro Rocamora Bonilla*
Hasta mediados del siglo XX se consideraba la enfermedad mental como una vivencia personal; el individuo era el único causante de su propia situación. La teoría más defendida consideraba la genética el origen de la enfermedad mental.
En los años 50-60 del siglo pasado, la Escuela de Palo Alto (California), en contra de los postulados defendidos por el psicoanálisis y apoyándose en las teorías cibernéticas, defendió la “teoría sistémica” para explicar el origen de los trastornos mentales. La familia se constituye así en el caldo de cultivo de todos los problemas psíquicos y por lo tanto también debe ser la protagonista en la solución. Desde ese momento ya no se habla de enfermo sino de “paciente identificado”, para subrayar el hecho de que toda la familia está enferma y lo que ocurre es que uno de sus miembros es portavoz de la enfermedad. Una consecuencia importante: no hay que tratar sólo al enfermo sino a toda la familia. Aparece así la terapia familiar sistémica.
Una tercera vía, más actual, defiende una postura más ecléctica. El modelo psicoeducativo de terapia familiar admite en el origen de la enfermedad mental una doble causa: la genética (hoy hablamos de vulnerabilidad genética), pero también considera de suma importancia los factores ambientales y vinculares (familia, amigos, escuela, etc.) y por tanto los tratamientos se deben realizar en una doble perspectiva: farmacológica y psicoterapéutica.
En las últimas décadas ha aparecido un nuevo modelo de familia donde lo que se defiende es una mayor igualdad entre sus miembros, una mayor libertad, una mayor socialización y donde aparecen nuevas formas de convivencia.
La familia como conjunto puede favorecer o entorpecer la propia dinámica de sus miembros. En términos generales, podríamos afirmar que el entorno familiar puede jugar el papel de verdugo o de víctima. Con su hostilidad puede incrementar el sufrimiento del enfermo, o convertirse en su "paño de lágrimas", aceptando "heroicamente" las exigencias de la enfermedad. De cualquier manera, la familia nunca será un elemento insensible en el proceso curativo del enfermo, sino que, como un catalizador en una reacción química, tiene el poder de acelerar o retardar el final del proceso.
La familia sana no se distingue por la ausencia de problemas sino porque su bienestar se produce cuando se ha conseguido armonizar a todos sus elementos, respetando sus posibilidades y también sus limitaciones, pero sin olvidar las exigencias del propio grupo. En este difícil equilibrio entre las necesidades del individuo y del colectivo es donde puede florecer la salud mental de todos los componentes de la familia.
La familia no será feliz si no consigue crear un clima de amor y seguridad, que posibilite crecer a los pequeños y robustecer las estructuras más sanas de los padres. Toda la familia tiene el mismo objetivo: el bienestar de sus miembros, aunque en ocasiones no se ponen los medios adecuados: por ejemplo, cuando los padres tienen comportamientos patológicos (violencia, abusos sexuales, etc.) o cuando lo que predomina en el clima familiar es el temor, la desconfianza, la envidia, etc.
Padres e hijos debemos aprender a escuchar, no solamente a oír, a los otros. La familia sana es aquella que permite decir lo que siente y también recibir, sin descalificaciones, las opiniones de los demás. En este encuadre, todos los miembros familiares deberían tener como un sexto sentido para poder captar el estado de ánimo del que tiene junto a su mesa. Convivir no solamente es compartir habitación, sino estar alerta para detectar los pequeños y grandes sufrimientos del otro.
El diálogo es una manera de expresar una “escucha atenta”. Dialogar y negociar casi siempre van unidos. Este axioma se ve claramente en el diálogo con el adolescente.
La familia es esencialmente cambio, y por lo tanto, todos sus miembros deberán hacer un esfuerzo para adaptarse a las nuevas situaciones. Muchos conflictos se producen por la tendencia de algunas familias a permanecer ancladas en el pasado. En muchas ocasiones, la confrontación en la familia se produce precisamente por exigir a los demás según sus posibilidades reales. Comentarios como: “mira qué buenas notas ha sacado tu hermano...”, o “yo a tu edad estudiaba y trabajaba” deberían abolirse.
Decía la psicoterapeuta Virginia Satir que la familia sana se caracteriza porque sus miembros tienen una autoestima alta, la comunicación es directa, clara, específica y sincera, las normas son flexibles y se acomodan a la propia evolución de cada familia y por último, mantiene un vínculo abierto y confiado con la sociedad que le rodea.
*Psiquiatra y miembro fundador del Teléfono de la Esperanza
Centro de Colaboraciones Solildarias