anciana alzheimerBianca Munteanu*

Cuando perder y olvidar se convierten en sinónimos, es muy difícil hacerle frente a la realidad. Aceptar que la memoria, esa herramienta tan preciada y a la que podemos recurrir una y otra vez en busca de innumerables desafíos, recuerdos o incluso de consuelo; esa constante que nos convierte en quienes somos, pueda llegar a deteriorarse hasta el punto de necesitar una dependencia constante de los demás, es tan duro para aquellos que lo sufren como para los que asumen el papel de cuidadores.

La palabra “Alzheimer” suscita miedo: “Enfermedad degenerativa del cerebro que se caracteriza por una demencia de comienzo insidioso; hay deterioro progresivo de la memoria, el juicio y la capacidad de atención; se produce pérdida de habilidades y acaba con apraxias graves y, en definitiva, una pérdida global de las capacidades cognitivas”.

Pero la pregunta es, ¿Para quién?

Muchos dirán que para los que poseen la enfermedad, ya que para nadie es agradable que aquello que da sentido a su vida, aquello que conoce o ha conocido a lo largo de su existencia, tiene fecha de caducidad. Sin embargo acabarán por deshacerse de la esa carga emocional con el paso del tiempo a causa de la enfermedad.

Ese no es el caso de las personas cercanas al enfermo, familiares, amigos, aquellos que permanecen a su lado y cuya actitud evoluciona a la par que las etapas de la enfermedad.

Primero llega una etapa de negación en la que mientras el enfermo sufre pequeñas pérdidas de memoria, confusión o cambios de humor al no saber enfrentarse a ciertas acciones que antes le resultaban sencillas de realizar; el familiar se muestra reacio a la aceptación de la enfermedad.

Una segunda etapa, en la que se agrava la situación, disminuye la memoria reciente y los cambios de comportamiento son más acusados, siendo constantes la agresividad, el miedo o incluso las alucinaciones. Aquí es donde el familiar ya cobra conciencia del diagnóstico y empieza a conocer el dolor de la perdida que presencia ante sus propios ojos.

Una tercera y última etapa, en la que la dependencia del enfermo es total, tanto la memoria reciente como la remota se pierden y ya no es capaz de reconocer ni siquiera a sus más allegados. En ella, el familiar ya se encuentra exhausto, afectado por la perdida y opta por la resignación y  finalmente aceptación de la enfermedad.

Cuando se da un caso de Alzheimer, la vida de todos aquellos cercanos al enfermo, incluso de los que no van a colaborar, se ve afectada. Da igual si aportan su ayuda o permanecen al margen debido a que sienten inquietud, miedo o rechazo. Todos sufren la dolencia en mayor o menor medida.

Tal y como asegura Jesús María Rodrígo, director de la Confederación Española de Asociaciones de Familiares de Personas con Alzheimer (CEAFA): “El familiar-cuidador está también enfermo por culpa del Alzheimer porque se ve atrapado por la enfermedad”.

El Alzheimer supone una constante evolución tanto del enfermo como de sus familiares. Requiere adaptación, constancia del hecho de posponer las necesidades propias a las del afectado por la enfermedad. El Alzheimer supone vivirlo aunque no se padezca.

*Periodista

Centro de Colaboraciones solidarias