No toda publicidad vale
Por Carlos A. Miguélez Monroy (*)
La regulación que prepara la Comisión Europea para los fabricantes de coches ha reanimado el debate sobre cuestiones de ética en la publicidad. Según la normativa, al menos una quinta parte de cada anuncio tendrá que dedicarse a decir qué cantidad de CO2 emite cada modelo.
Los anunciantes de muchos productos se quejan de que a la publicidad se le atribuye la obesidad infantil, la contaminación y todo tipo de males. Argumentan que no es labor suya educar, sino informar al consumidor y vender su producto. Su profesión pierde chispa por la represión de fuera y la autocensura a la que ellos mismos se someten, dicen.
Por otro lado, denuncian una cierta hipocresía en el sistema al tener que asumir por ley las advertencias de que su producto es nocivo, en lugar de que las autoridades prohíban de antemano el consumo de ese producto. Por ejemplo, resulta contradictorio que esté permitido fabricar coches capaces de levantar 250 kilómetros por hora cuando está prohibido circular a más de 120.
Por otro lado, ¿imaginan un mundo con tantas prohibiciones? Pensemos en todo lo que tiene potencial de convertirse en nocivo…
No habría utensilios para la cocina, sólo comeríamos productos de huerto, no llevaríamos nada de ropa fabricada a partir de plásticos que contaminan, no limpiaríamos el suelo ni la casa por la toxicidad de los productos, no podríamos ir en carretera a más de 50 kilómetros por hora, estarían prohibidos los aviones y no estaría a la venta un gran porcentaje de los medicamentos que tomamos para paliar malestares comunes.
Cabe resaltar dos factores que determinan la nocividad de las cosas: la toxicidad en sí del producto (nunca nadie ha anunciado las ventajas de beber aguarrás o de darle un trago al bote de lejía, aunque es normal que los padres pongan las botellas lejos del alcance de sus hijos) y la dosis. La lechuga no es mala, pero si comiéramos cuatro kilos o bebiéramos dos litros de leche, o de Coca Cola cada día, nos asustarían los resultados. La dosis sí guarda relación con nuestros patrones de consumo, influidos por la publicidad.
Además de informar sobre las cualidades de un producto, la publicidad aprovecha los factores psicológicos para influir en el comportamiento del consumidor. Los anunciantes de comida rápida han sabido explotar muy bien las configuraciones familiares modernas en las ciudades, donde los niños pasan mucho tiempo solos y cuentan con el dinero para comprar sus productos. Los productores de coches han hecho del medioambiente su estandarte y presionan para que, además del coche que ya tiene, la gente compre uno nuevo que contamine menos, como si la extracción de los materiales para la fabricación de un coche no contaminara. También es verdad que nadie obliga a las personas a comprar un coche “ecológico”, pero también que los contenidos de publicidad se analizan muy poco.
Hay productos que se venden como “beneficiosos” para la salud cuando no lo son o incluso son nocivos. En una clase de biología en la secundaria te enseñan que es malo el exceso de vitaminas. Sin embargo, algunas farmacias venden suplementos vitamínicos con el 400% del valor nutricional diario. Es decir, que si sigues su recomendación de tomar una pastilla diariamente, estarás consumiendo cuatro veces la cantidad de esa vitamina, más lo que encuentres de ella en los alimentos diarios.
Este tipo de cuestiones éticas despiertan inquietudes. Cabría preguntar, por ejemplo, si vale utilizar imágenes que le restan dignidad a una persona para despertar sentimientos de culpa en otra persona y sacarle dinero.
Para esclarecer la función de la publicidad en la sociedad actual, se podría comenzar por definir ‘publicidad’, que equivale a ‘propaganda’ (aunque este último término se asocia a doctrinas políticas): dar a conocer algo para atraer a posibles compradores, espectadores o usuarios.
Entonces, la primera condición sería que el posible consumidor obtuviera de la publicidad los suficientes elementos para conocer el producto anunciado para consumirlo o rechazarlo a partir de ese conocimiento.
No queremos que la publicidad sustituya a nuestros padres de familia y a nuestros profesores en la enseñanza de valores. Simplemente pedimos suficiente información para que podamos consumir con libertad, con responsabilidad y, sobre todo, con coherencia.
(*) Periodista
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