por Herbert Mujica Rojas

¡Bien hecho, a los rateros hay que matarlos! y agregó -macabramente- ¿cómo hacemos con los de cuello y corbata? La peligrosa reflexión fue de un ciudadano que miraba el noticiero que describía cómo cayeron en Ate tres delincuentes en amago de asalto. Referíase ¡qué duda cabe! a quienes él reputaba como tan delincuentes como los mencionados en la crónica.

 

En Perú no hay duda que tras el disfraz de cuello, corbata, sonrisa ganadora y sobradora, hay no pocos funcionarios públicos, ediles, regionales, ministeriales, en todas las dependencias del Estado y que por tanto viven de lo que el pueblo paga en impuestos, que son redomados pillos, habilísimos hampones que timonean a manadas de abogángsteres y pagan millones para que todas las ilegalidades sean investigadas dentro de muchos años. O nunca.

La peligrosa reflexión sotto voce del ciudadano da mucho qué pensar. ¿Cómo hace el peruano o peruana para lograr justicia, celeridad y eficiencia en sus trámites ante la burocrática maquinaria del Estado? Puede interponer reclamos, gritar exponiéndose a que los de seguridad le desalojen con maneras gorilescas o simplemente callar y resignarse a la cantinela relamida: “así son las cosas”.

La psicología popular sabe que pelear con el Estado es un asunto engorroso, desesperante, cuasi inútil y hay que poseer mucho tiempo para hacer seguimiento de cómo van los casos y no faltan vivos que retrasan los procedimientos porque están amparados en triquiñuelas dilatorias que se aprenden de abuelos a nietos con desverguenza consuetudinaria. La exigencia vale poco, más bien llave maestra es la coima que ha refinado su modus operandi y que establece tarifas según el escalafón del funcionario a cargo.

Como los medios de comunicación transmiten toneladas de violencia, el ciudadano da por hecho que esto es normal y parte de aquella y prefiere el camino rápido y tramposo para la consecución de sus objetivos. Cierto que para que la ecuación perversa funcione requiérese, también, de empleados corruptos que reportan a sus superiores y comparten los dividendos diarios, semanales o mensuales.

Hombre o mujer que inicia carrera en la cosa pública y objeta la corrupción se convierte, ipso facto, en apestado o réprobo. La irrealidad torna regla y lo absurdo preside un comportamiento que todos aborrecen pero que pocos denuncian y que la ley casi nunca castiga. Siempre hay un amigo, referido, pariente, cófrade, que ayuda para atenuar las puniciones si acaso éstas se producen.

¿Ha escuchado o leído, amable lector, si hay investigación o juicios contra notorios hampones que medran en la cosa pública desde hace décadas y que heredan a hijos y parientes sus puestos de confianza? ¡Nunca un gerente de alta responsabilidad, a menos que sea un bobo hedonista, da con sus huesos a la cárcel! Y, absolutamente todos saben que el muy descarado es un ladrón.

¿Cómo se defiende la sociedad contra estas taras en la cosa pública? El burócrata, sin excepción, de gerente a secretario, en el Estado, no es más que un simple servidor de la ciudadanía. Su sueldo sale de los impuestos que paga cada quien, por tanto, es imperativo exigirle buen comportamiento, honestidad y eficacia en las tareas que tiene asignadas. ¡No es al revés!

Cuando uno está en las dependencias del Estado, todo hace presumir que el funcionario “nos hace un favor” atendiéndonos o regalándonos su sonrisa “servicial”. La coima prospera y hasta tabula sus precios dependiendo del análisis de quién es el coimeable.

La peligrosa reflexión alusiva a los de cuello y corbata admite analogías. Si estos roban y a los que roban con armas, se los fulmina a balazos, entonces, una solución terminal de esta misma naturaleza violenta, podría ser aplicada a los elegantes que hacen ¡exactamente lo mismo! ¿Qué diferencia hay entre un caco de origen popular con el que no se ensucia las manos pero cuyos botines se cuentan por millones de soles? Cierto que esto constituiría la salvajización –no muy lejana- absoluta de la sociedad peruana, premisa inadmisible que da muestras, día que pasa, de existir al margen de nuestros deseos.

¿Llegará el día del tribunal moral en Perú? Cientos de miles debían ser inhabilitados ¡de por vida! para trabajar en el Estado, incubadora de corrupción desde la génesis de la República.