José Carlos García Fajardo (*)
Hay varias clases de pobres: los que no tienen que comer, los que no tienen acceso a la educación, los que no saben que son pobres y los que no saben que son personas.
Cuando casi nos habíamos acostumbrado, no sin dolor ni sin ira, a convivir con los pobres, surgió en las últimas décadas el concepto de los excluidos. Aquellos que no sabían que eran pobres, ni tan siquiera que eran seres humanos. En menos de una década ha surgido una nueva figura, la del perdedor radical.
En un lúcido ensayo, H Magnus Erzensberger ha querido ver en el terrorista suicida una muestra de este ser desarraigado y letal que ya puebla nuestro imaginario.
Al analizar las causas del terrorismo, sobresalen la tremenda injusticia social, nuestra dependencia energética y la fábrica de perdedores en que hemos convertido nuestras sociedades.
El perdedor radical es un hombre al borde del precipicio, su vida no vale nada porque se siente desposeído de una pretendida superioridad ancestral cuya razón no comprende. Es una bomba humana que puede estallar en un acceso de locura destructiva como el amok malayo. De repente, leemos en los periódicos que un joven se lanza a matar con una escopeta a sus compañeros de colegio, o un padre de familia a su esposa e hijos y hasta a su propia madre anciana para finalmente darse muerte a sí mismo. Otras veces, toman como rehenes a seres inocentes sin pedir nada a cambio sino para inmolarse con ellos.
A diferencia del fracasado, al que sólo le queda resignarse y claudicar; o de la víctima que reclama satisfacción, el perdedor radical se aparta de los demás, se vuelve invisible, alimenta su quimera, concentra sus frágiles energías y aguarda su hora. Sufre, pierde el sentido de la realidad y se siente incomprendido y amenazado.
No se trata de casos aislados, su número crece en la medida en que nuestra sociedad se ha hecho opulenta y excluyente. Derechos humanos para todos, bienestar, reivindicaciones, expectativas de igualdad, consumismo y la lucha despiadada por convertirse en ganadores, pues son los únicos que la sociedad respeta. Al mismo tiempo, los medios de comunicación han exhibido la tremenda desigualdad entre los habitantes del planeta. La decepción de muchos acompaña al progreso de los elegidos. Al no poder identificar a los responsables de su situación y de la de sus deudos, llega a fundir la destrucción con su autodestrucción matando. También sucede que los medios, por una vez, tomarán cuenta de su existencia. Pero algunos de estos perdedores radicales se hacen gregarios, inventan una patria, un más allá delirante y desembocan en un sentimiento de omnipotencia calamitoso. Es el mundo del terrorismo fanático que no busca reivindicaciones porque de su enemigo sólo quiere el cadáver. Aquí, Enzensberger, en una apropiación indebida del concepto, focaliza esta nueva realidad en el islamismo fanático. Pero a nosotros nos interesa el ambiente social capaz de producir esos desarraigados y perdedores radicales que, en palabras de Butros Galli, constituyen “una bomba social de incalculables consecuencias”. Por culpa de un modelo de desarrollo injusto e inhumano. Frente a este malestar creciente se alzan otras propuestas por un mundo mejor. Otro mundo posible en el que no quepa la pobreza como estado natural de la mayor parte de la humanidad.
Porque estamos con los pobres contra la pobreza, la lucha contra el hambre y la injusticia es el mandato más urgente e inaplazable de la vida. Hay una forma de respuesta desde nuestro puesto, la del voluntariado social al servicio de los más débiles y marginados. Con palabras de Frei Betto, ser voluntario es sumar esfuerzos, entrar por la puerta de la compasión y repartir lo que ningún mercado ofrece: cariño, apoyo, talento, complicidad, a fin de dar la vez a quien enmudeció la opresión y la voz a quien la injusticia marginó. El voluntario rescata mi propia autoestima, rediseña mi rostro humano, despliega las fibras anquilosadas de mi pereza, me inserta en la dinámica social, me hace cercano a las multitudes empobrecidas. Ser voluntario es saberse solidario, alzarse con pasión frente a la injusticia y aportar propuestas alternativas. La solidaridad es hacer propias las miserias ajenas. Saberse tú y actuar como nosotros. Alejo de mí el asistencialismo que crea dependencias. “Voluntario, soy multitud. Solidario, soy trabajo compartido. Sumando con todos aquellos que tienen hambre y sed de justicia”. Me niego a acatar cualquier fractura que niegue a la familia humana el derecho a la fraternidad, para dar las manos a quienes asumen que la felicidad es el artículo único de la declaración de los Derechos Humanos.
(*) Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
Twitter: @CCS_Solidarios