Por Eduardo González Viaña
Al Dr. Eduardo González León, mi padre
En la casa de mi infancia había un cartelito colgado por mi madre que decía: “Dios mío, ojalá que en esta casa no entren ni médicos ni abogados”.
Sin embargo, un abogado entraba y salía todos los días de casa. Era mi padre. Además, mamá tenía dos hermanos abogados, Y por fin, muchos años después, yo recibiría el título que me recomienda defender “las mejores causas” y también lo haría en su momento mi hija Anabelí. Todo lo cual revela el excelente sentido del humor de mi madre y ofrece la evidencia de que existen ciertas enfermedades de familia.
Como es normal entre los abogados, escribí poemas durante la adolescencia, y acudía con interés vehemente a las audiencias penales y a las clases de derecho de familia, pero tan sólo para inspirarme en ellas. Tiempo después colgaría en mi estudio el doctorado en literatura junto a mi poco usado título profesional de abogado, pero nunca olvidaría ciertas nociones jurídicas que han sido fundamentales en mi tarea de escritor y en mi pretensión de ser un hombre decente.
Ello se debe a un consejo que me dio mi padre cuando advirtió que mis pasos iban por el descarriado sendero de la literatura.“Es evidente que vas a ser escritor”- me dijo y añadió: “Por lo tanto, es preciso que leas con amor y atención el Código Civil. Fíjate bien cómo está escrito: no hay un solo adjetivo en sus páginas. No hay una sola palabra que sobre… y no hay ninguna que falte. Solamente cuando escribas así, serás de verdad un escritor.”
Y eso es lo que he intentado hacer toda la vida y lo que me ayuda a saber si mi prosa es limpia y si mi texto convence, deleita o inspira. Tal es también la madera de la que están construidos los recursos del litigante cuando tratan de ser eficaces y los mandatos del juez cuando son completos, en ambos casos cuando los textos se escriben por apetito de justicia y no por gula de palabras.
Viajo en estos días a España invitados por las facultades de Derecho de la Universidad de Catalunya y la de Oviedo para dictar algunas charlas sobre “Derecho y Literatura”. Esa es la razón de estos recuerdos.
Hay algo que mi padre añadió: “Si de todas maneras también quieres ser abogado, estudia y aprende bien la noción del acto jurídico, y lo serás. De paso, eso te servirá para saber si eres un hombre correcto.” Para los profanos, al decir “acto jurídico”, mi padre se refería a las relaciones consensuales en mérito de las cuales dos o más partes se ponen de acuerdo para establecer un contrato, armar una empresa, casarse, arrendar una casa, comprar un bien u ofrecer un servicio, vale decir para que los hombres hagan el milagro cotidiano de edificar una sociedad y de vivir en armonía.
Cuatro son sus elementos: sujeto legal, objeto posible, fin lícito y observancia de la forma prescrita por la ley, y aunque este correo no pretende ser un artículo jurídico, creo que todos ellos se sintetizan en el respeto a la voluntad de las partes que es la expresión del primer bien de la vida, la libertad; y ella, la libertad, es la que nos junta incansablemente y la nos hace más humanos y mejores integrantes de un mundo en el que nuestra misión es obrar con amor y crear una sociedad realmente justa.
Poco tiempo he ejercido la profesión de abogado, pero todo el tiempo vuelvo a los principios jurídicos que me hacen saber si mis acciones son correctas, y siempre trato de escribir como lo aprendí en Código Civil, y por todo eso, vuelve a mi recuerdo la imagen de mi padre levantándose de la mesa del almuerzo para atender a un cliente. “Discúlpame- le dice a mi madre- pero debes entender que un abogado es como un sacerdote, y debe llevar la paz a quienes la necesitan.”
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