miguel angel rodriguez mackay 4Por Miguel Ángel Rodríguez Mackay

En la última semana la diplomacia peruana y la que involucra a la relación con los países vecinos y los de la región, ha sido objeto de especial atención por parte de la opinión pública nacional e internacional. Muchas cosas han sido dichas a favor de ella como también en contra. En primer lugar, es bueno tener presente que  la diplomacia jamás puede defenderse porque de todas las actividades del hombre, es tal vez la única que debe trabajar estrechamente aliada con el silencio. No me refiero al silencio, como creen muchos, en el sentido de misterio, sino el silencio como decía mi maestro, el Embajador Gonzalo Fernández Puyó, “en su dimensión más noble, que es la discreción”.

El actor visible de la acción diplomática es el embajador y en general el diplomático sea de carrera o político. En la actualidad es muy común oír decir que el embajador es un representante personal del Jefe de Estado, sea éste rey o Presidente de la República. Eso es un error. Constituye un resabio de épocas pretéritas en que el embajador era un representante del monarca y, como tal, tenía carácter representativo de acuerdo con el Reglamento de Viena de 1815. Con este concepto se terminó definitivamente en 1961 con la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas que constituye el texto más comprehensivo del Derecho Diplomático y que ha servido de base a otros acuerdos complementarios. El diplomático que quiera efectuar una buena labor debe hacer relaciones amistosas en todos los ambientes: con las autoridades y elementos del gobierno y, con la discreción necesaria, aún de la oposición; con personalidades destacadas de todos los círculos sociales, económicos, de los medios de comunicación y con los colegas de otros países, que en el curso de una carrera son de gran utilidad. Las buenas amistades personales son fundamentales para las relaciones entre los Estados. Hablar de “países amigos” no tiene el mismo sentido afectivo que entre los humanos y muy a menudo no es sino coincidencia de intereses y finalidades. El diplomático comunica a su gobierno los propósitos y planes de los gobernantes extranjeros. Con esto resguardan al Estado del peligro que lo amenaza y lo advierten de sus intenciones. De allí que el diplomático debe ser un hombre penetrante, instruido en todos los aspectos y capaz de atraerse a la gente. Debe saber discernir los planes de los gobernantes extranjeros, no sólo por sus palabras y actos, sino también por sus gestos y hasta por las expresiones de su rostro. Por ello siempre se ha recomendado al Jefe de Estado seleccionar a sus diplomáticos con el mayor cuidado. En la escala axiológica, el diplomático debe ser hombre honorable, fiel a su deber, honesto, hábil, con buena memoria, representativo, audaz, elocuente, que sepa el lugar y la oportunidad de las acciones y debe tener presente que los problemas deben ser resueltos por la diplomacia pues la fuerza viene en último lugar, allí donde todo esfuerzo de buena voluntad haya sido agotado y en donde, en consecuencia, la guerra emerge como el mejor camino para la paz. 

La palabra embajador empieza a utilizarse en los siglos XIV-XV y sólo se vulgariza en el siglo XVI, cuando Carlos V dispone que este título correspondía a los representantes de las monarquías y de la República de Venecia, pero no a los de otros gobiernos. Acerca de las cualidades de un diplomático ya en 1526 decía el veneciano Octavius Maggi que debía ser un buen lingüista, sobre todo en latín, que era el idioma de la diplomacia; debía darse cuenta de que todos los extranjeros eran considerados sospechosos y, en consecuencia, debía ocultar su astucia y aparecer como un hombre agradable y abierto; debía ser hospitalario y tener un excelente cocinero; debía ser un hombre de buen gusto y erudición y cultivar la amistad de escritores, artistas y científicos; debía ser persona de paciencia, y en su caso, saber prolongar las negociaciones; debía ser imperturbable, capaz de recibir malas noticias sin demostrar desagrado y de sentirse mal visto y mal interpretado sin demostrar el menor signo de irritación; su vida privada debía ser la de un asceta a fin de no dar a sus enemigos la oportunidad de propagar ningún escándalo; debía ser tolerante de la ignorancia y tontería de su propio gobierno y saber atemperar la vehemencia de las instrucciones que recibía; y finalmente, debía tener siempre presente que todo triunfo diplomático notable produce humillación y deseos de revancha. 

Ningún buen negociador debe jamás amenazar, mofarse o hacer chiste por lo que ha obtenido. De Calliéres, en profundo desacuerdo con quienes sostenían que el propósito de la diplomacia era el de engañar, decía que la base de la confianza está en actuar abiertamente, hablando con franqueza y callando aquello que es su obligación ocultar. Jamás un buen negociador puede fundamentar su éxito en la mala fe o en promesas que no puede cumplir. Es un error fundamental, agrega, creer que un hábil negociador debe ser un maestro del engaño. El engaño, para él, es la medida de la pequeñez de espíritu y prueba de que no se posee suficiente inteligencia para obtener resultados por medios justos. La honradez es siempre la mejor política. El negociador debe ser un hombre de probidad y amante de la verdad, de otra manera no podrá provocar confianza. Para Calliéres el diplomático jamás debía incurrir en espionaje y que tenía que preocuparse de lo que él llama la masonería de los diplomáticos, es decir, hacerse amigo de todos los colegas cuya amistad más tarde puede ser útil en otras situaciones y países. 

Entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, la diplomacia entra por el camino de la profesionalización. Deja de ser el reducto de círculos restringidos, de mayores posibilidades económicas y cultura, para hacerse accesible a una clase media de gente capaz y dispuesta a prepararse para el desempeño de una función a la que difícilmente habrían podido aspirar anteriormente. Decía Jules Cambon, en 1926, que “la democracia tendrá siempre embajadores y ministros; habrá que ver si tendrá también diplomáticos”. Esta duda ya no existe y hoy en día no se nace diplomático, como decía Mauricio Nabuco, sino que se le elige cuidadosamente por sus cualidades intrínsecas y se le prepara debidamente. No basta nacer, como se creía en el pasado, en un medio económico holgado, tampoco poseer cierta cultura y buena educación, en realidad los requerimientos son mucho más complejos. Sir Neville Bland, quien publicó la última edición de la obra de Satow, pone más énfasis en la calidad humana de la persona al decir que el diplomático debe poseer cuatro cualidades esenciales: integridad, buen sentido, versatilidad e imaginación. Y ello tiene lógica pues la diplomacia es la primera línea defensiva del país, de su seguridad e integridad territorial, de sus intereses y aspiraciones legítimas, y su acción debe inspirarse en el más puro patriotismo, sentimiento que, en el diplomático, debe estar por encima de cualquiera otra consideración. Este sentimiento es la razón de ser de los demás atributos humanos a que nos hemos referido. 

La vida de los diplomáticos, con todos sus atractivos, no está exenta de sacrificios, los he visto en el terreno de juego y en general diría que es admirable. Alejarse del país por corto tiempo es un agrado pero no lo es el separarse por largos años de familiares y amigos, del ambiente en que uno se ha formado. No siempre es fácil hacer amistades, y el diplomático jamás pierde su calidad de extranjero. El clima inhóspito de algunas regiones y a veces las dificultades de vida o su alto costo, son problemas que se unen a otros de carácter personal. De allí que requisito indispensable para esta labor de vinculación es la capacidad de adaptación del diplomático al ambiente. Las diferencias de lenguaje, clima, costumbres, religión, cultura, son inconvenientes que el diplomático debe salvar para no ir directamente a un fracaso. De Calliéres decía que el “negociador” debía acomodarse a las costumbres del país, sin manifestar repugnancia ni menospreciarlo; que no podía imponer a un país, donde estaría poco tiempo, su manera de vivir. 

Por la aparente liviandad de su vida, por el boato que rodea sus actividades, el diplomático es a menudo el blanco de envidias, malevolencias y, aun, intrigas que debe soportar y afrontar si llega el caso. Su labor no siempre es bien apreciada y nunca debe olvidar que todos sus éxitos son del gobierno y todo fracaso es personal. Mantener el prestigio de su país es un deber patriótico y esto obliga al diplomático a velar celosamente por su propio prestigio. Si algo sucede, su nombre se olvida en corto tiempo, pero no así el de su país. Es necesario, pues, que el diplomático sea un hombre de absoluta integridad, cuyo proceder honrado no sea puesto en duda. 

Decir la verdad es una característica del buen diplomático, pero ello no lo obliga a decir toda la verdad. Habrá siempre aspectos en los que deberá guardar reserva y éstos le serán indicados por las instrucciones de su gobierno o, generalmente, por su propio criterio. El diplomático debe tener muy presente que su dignidad es la dignidad de su país. Jamás debe recurrir a un acto ni medianamente criticable para enaltecer su reputación u obtener mayor figuración. Nunca debe colocarse en una situación desmedrada y debe hacer respetar su posición, el cargo que inviste, sin caer en situaciones ridículas. Debe evitar las circunstancias desagradables, no exponerse, hacerse respetar cuando corresponde y saber retirarse si es necesario. Jamás debe poner en juego esta dignidad, que es mucho más que suya. Ortega y Gasset, el gran filósofo español, decía que el trabajo que más rinde es el que se hace con agrado. Esta es una verdad que lleva al diplomático a luchar naturalmente por su perfeccionamiento y a aceptar sin protestas las vicisitudes de una carrera que no siempre es fácil. La vocación en la diplomacia es esencial, y quien ingresa a ella sólo por su atractivo, por viajar, por pasarlo bien, no comprende el verdadero objeto de su tarea y está condenado al fracaso. El diplomático que sabe que será siempre lisonjeado debe ser permanentemente el más humilde. 

Finalmente, los diplomáticos deben ser prudentes pero no temerosos; en realidad el diplomático que a todo le teme no puede desempeñar esta carrera pues la representación del Estado exige valor; por el miedo puede caer en la traición y eso en él será nefasto; decir lo que se piensa y con firmeza los enaltece; cuando las cosas se hacen mal deben decirlo, aquí el silencio los hace cómplices y cuando el error emerge incontrolado el castigo cae inmisericorde sobre ellos por eso y aunque no dirigen la política exterior, pueden tener influencia en su formulación mediante informes correctos y recomendaciones consideradas, lógicas y consistentes.

* Internacionalista. Decano de la Facultad de Derecho, Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Tecnológica del Perú. 


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