Por José Carlos García Fajardo*
Llamamos personas sin hogar a los que antes llamábamos mendigos, pordioseros o transeúntes. O personas sin techo, cuando su principal carencia es la de vivienda. Sin hogar hace referencia a la carencia afectiva, a la soledad, al abatimiento, a no tener apoyos para hacer frente a obstáculos enormes con los que se enfrentan.
Hablamos de personas que están en la calle por una enfermedad. Así están considerados los trastornos mentales de casi un 30% de personas viven en las calles. Enfermedad es para la Organización Mundial de la Salud el alcoholismo o las drogadicciones.
Ahora que en España tenemos cerca de dos millones de familias con todos sus miembros en paro, hambre, soledad, angustia, recortes sociales, asistimos al dolor de ver personas corrientes rebuscando en los contenedores de desperdicios. Lo terrible no es que se hayan multiplicado las familias desahuciadas y sin refugio, sino el incremento de agresiones por pandillas de bárbaros, o el desprecio por dueños de terrazas y de ciudadanos a quienes molesta su presencia.
Pero no se puede identificar exclusión social o sin hogar con delincuencia o incivismo. Y en ningún caso criminalizar la pobreza.
La gente que está en la calle lo está como resultado de un proceso lleno de vivencias traumáticas y duelos imposibles de cerrar.
Interminables caminatas por las venas abiertas de la ciudad, en amaneceres sin rumbo o en busca de comida, los mantienen en una nebulosa sin ruidos. Desaparecidos los centros de salud mental, muchos crónicos se han perdido. Cómo pájaros caídos de los nidos, heridos en sus alas o con patas encallecidas. Perdido el empleo, como excrecencias de un cuerpo social implacable con los improductivos. Víctimas de culpas por algo que no han sabido gestionar hasta convertirse en extraños a sí mismos.
Los voluntarios sociales acuden como la sangre a la herida y saben dónde encontrarlos, bajo cartones o sobre una vieja manta y tiritando de frío. Se despliegan por calles aledañas a las grandes avenidas con un termo de café o chocolate caliente y bocadillos. Se agachan en rincones inverosímiles para charlar un rato. Los llaman por sus nombres o por algún apodo familiar, como hacían sus madres o sus mejores amigos. Mientras se calientan las manos, intercambian palabras y miradas. No utilizan frases, sino monosílabos con sofocantes elipsis y con sus silencios camino del olvido. Se comenta algo oído en el transistor u ojeado en una página de periódico traída por el viento.
Pero sobre todo los escuchan. Las personas sin hogar van marcadas por lo efímero. No retienen porque no hay mañana, y el ayer va incluido en el fardo de la vida.
Esas personas sin hogar disponen de un tríptico en el que figuran direcciones de interés: emergencias, baños públicos, alimentos para refugiados o para inmigrantes sin recursos; horarios de lugares donde reparten bocadillos, comedores en los barrios con estación del metro; centros que gestionan el derecho a percibir una renta mínima, dispensarios de ropa, alojamientos; centros de noche para drogodependientes con asistencia médica, alimentación y asesoría jurídica; o con lavandería, ducha y enfermería; centros de día con talleres de español para extranjeros; servicios donde reciben información y gestión de las prestaciones sociales a las que tienen derecho por ser personas.
Hace casi 20 años, una compañera se llevó de mi mesa un café caliente. Era para un hombre aterido en aquella helada noche madrileña. Ahí comenzó todo. Nunca pude imaginar que, en el atardecer de mi vida, llegaría a ver semejante situación en una sociedad culta y con tradición de solidaridad, y de acogida.
Es responsabilidad de los municipios atenderlos, ofrecerles asilos, o refugios bien organizados, tratamiento psiquiátrico o medios para desintoxicarse. Comprensión y fuerzas para reinsertarlos en la sociedad de una manera digna. No basta con decretar que desaparezcan por razones estéticas o por el rechazo de los ciudadanos.
Los voluntarios no pueden ser remiendos ante las injusticias de un modelo de desarrollo implacable con los excluidos. Son gritos en el silencio que, mientras dan de comer y de beber, visten y consuelan, alivian y sostienen, se afanan en conocerlos para llamar a las puertas de los poderes fácticos para denunciar y aportar propuestas alternativas, organizar redes de solidaridad para transformar la compasión en compromiso y en acción política.
El servicio se transforma con el tacto y la delicadeza. Con la denuncia, con la acogida, con el compromiso y con la fuerza de la palabra en aulas y en medios de comunicación, en nuestros ambientes de trabajo y de ocio. Convencidos de que otro mundo más justo es posible, porque es necesario.
*Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
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Twitter: @CCS_Solidarios