burro lenguaMartín Scheuch

El Sodalicio nació en los años ‘70 a partir de un diagnóstico negativo del mundo y su cultura —lleno de «errores y males provenientes de la permanente seducción del pecado»— como «un intento de ensayar la verdad». El Sodalicio tenía la pretensión de ser «una santa milicia, en los tiempos en que vivimos, que atraiga a los hombres a Cristo, por intermedio de nuestra Santísima Madre, y por medio de ellos ordenar todo el universo hacia Él». Así está indicado en el Folleto Azul “Sodalitium Christianae Vitae”, uno de los documentos fundacionales de la institución.

Posteriormente se especificaría que el trabajo apostólico de los sodálites estaba dirigido principalmente hacia los jóvenes, para con el paso de los años —a partir de década de los ‘80— ir añadiendo paulatinamente a su ideario las otras áreas en las realizan su labor proselitista… ejem, evangelizadora: cultura, pobres y familia.

Sabemos que han sido efectivos con los jóvenes que han logrado reclutar, arruinando la vida de cientos de ellos. Asimismo, también son evidentes las consecuencias sobre numerosas familias, donde los lazos familiares se han visto resentidos debido al compromiso fanático —“radical” en lenguaje sodálite— de algún familiar con los ideales de la institución. Y su labor con los pobres —que es preferentemente de corte asistencial y paternalista— parece estar más al servicio de un proselitismo cristiano espiritualista que en función de una auténtica promoción humana de los más necesitados, considerándolos como verdaderos protagonistas de su desarrollo social.

El Sodalicio afirma estar comprometido con la «evangelización de la cultura» y se jacta de tener entre sus miembros a «intelectuales, historiadores, escritores, literatos, pintores, escultores, músicos, así como profesionales en diversas áreas» (verhttp://sodalicio.org/evangelizacion-de-la-cultura/). La mayoría de ellos, además de desconocidos e irrelevantes, no sobrepasan la mediocridad. Y no puede ser de otra manera, debido al concepto de cultura que se ha manejado en el Sodalicio y que tiene su fuente en el mismo Luis Fernando Figari, el cual cimentó durante mucho tiempo entre sus seguidores la falsa reputación de ser «uno de los principales pensadores católicos de América Latina» (ver https://en.wikipedia.org/wiki/Luis_Fernando_Figari).

En el Sodalicio se asumió muy pronto el término “cultura de muerte” que acuñó el Papa Juan Pablo II para descalificar de manera general la cultura occidental moderna, sobre todo cuando sus manifestaciones no están inspiradas por la fe cristiana. Bajo este criterio, una valoración objetiva de las expresiones culturales del mundo moderno se hace casi imposible. Y eso es lo que ha ocurrido en el Sodalicio. Los miembros de la institución no comprenden el mundo en el que viven, pues interpretan la cultura sobre la base de los binomios de pecado-gracia y muerte-vida, juzgándola según criterios éticos y relegando a un segundo plano los criterios estéticos. Además, su consigna de “estar en el mundo sin ser del mundo” los convierte prácticamente en extraterrestres llegados a un planeta incógnito.

Es así que la única cultura válida para los sodálites es la que se inspira en la fe cristiana. Y ni siquiera eso, pues los contenidos tienen que ser afines a la ideología conservadora y fundamentalista que les ha legado Figari. Por ejemplo, los sodálites “intelectuales” conocen relativamente bien la obra de escritores católicos como Léon Bloy, Charles Péguy, Paul Claudel, Georges Bernanos y Gilbert Keith Chesterton. Pero no suelen prestarle atención a los libros de autores más ambiguos, pero también católicos, como Kahlil Gibran, François Mauriac, Julien Green, Graham Greene o Heinrich Böll. Los escritores ajenos al catolicismo —salvo aquellos cuyos libros estaban incluidos en una lista de lecturas obligatorias que había sido autorizada por Figari, como Antoine de Saint-Exupéry, Hermann Hesse, Aldous Huxley y varios narradores de ciencia-ficción— eran considerados autores mundanos y sus obras tratadas como si fueran mierda, es decir, algo que no debía ponerse debajo de las narices de uno para dedicarle el placer de la lectura. «¿Qué haces leyendo esa mierda?», fue una pregunta que escuché varias veces en comunidad cuando el superior descubría que estaba leyendo algún libro de Ernesto Sabato, Julio Cortázar o Gabriel García Márquez.

Por otra parte, en el área musical los sodálites sólo cultivan música religiosa —a veces imitando melodías folklóricas—, o a lo más música antigua de los períodos barroco y clásico. Todo el desarrollo musical a partir del romanticismo en adelante les parece incompatible con la sobriedad de sentimientos que propugna la disciplina sodálite. Durante gran parte de los once años que viví en comunidades sodálites estaba prohibido escuchar esa música. Ni qué decir, casi toda la música popular contemporánea carece de interés para ellos o es simplemente ignorada. Un sodálite nunca reconocerá el aporte a la cultura musical de los Beatles, Led Zeppelin, Queen o Pink Floyd, por mencionar algunos ejemplos.

En lo referente al cine, la mayoría de los sodálites no tienen conocimientos más allá de lo que ofrece Hollywood comercialmente. La aversión hacia el cine clásico y el cine de autor que tenían Figari y Germán Doig —con la excepción de dos películas de genero religioso: Los diez mandamientos (Cecil B. DeMille, 1956) y Ben-Hur (William Wyler, 1959)— todavía influye en las preferencias cinematográficas de la mayoría de los sodálites, así como su devoción por Star Wars y otras películas de ciencia-ficción.

En general, en el Sodalicio se valoraban determinadas películas por su “mensaje”, aún cuando su puesta en escena fuera mediocre. No debe extrañar, pues, que muchos sodalites consideren ese pastiche ecléctico de espectacularidad sanguinolenta que esLa Pasión de Cristo (Mel Gibson, 2004) como una de las mejores películas de la historia. He de admitir que El Padrino (1972), obra maestra Francis Ford Coppola, gozaba de bastante popularidad en las comunidades sodálites, aunque creo que más por la representación de los códigos de lealtad y silencio que manejaba la mafia italiana antes que por sus méritos artísticos propiamente dichos. Pero en general, el moralismo y la inopia campeaban a sus anchas cuando se trataba de evaluar una película. Que a un sodálite le hablen del cine de Orson Welles, Buñuel, Fellini, Pasolini, Bertolucci, Woody Allen, Terrence Malick, David Lynch o Lars von Trier es como que le hablen en chino.

Y si nos vamos a otras áreas de la cultura, se podrá constatar que la aproximación sodálite al respecto es de un nivel paupérrimo, tal como se ve reflejado en la anodina web del Centro de Estudios Católicos (http://cecglob.com), entidad gestionada por sodálites que dice haber nacido en Lima en el año 1969, haciendo referencia a los círculos de estudios que inició Figari junto con otros en esa época.

En el Sodalicio todo libro que se lee o toda película que se ve requiere de la autorización de un superior. La única manera de cultivar una auténtica cultura es haciéndolo en secreto, como lo hice yo leyendo literatura latinoamericana sin avisar y viendo —a escondidas o escapándome al cine— algunas obras maestras del Séptimo Arte comoLadrones de bicicletas (Vittorio de Sica, 1948), Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984), Terciopelo azul (David Lynch, 1986) y varias películas de Woody Allen.

En fin, la pretensión de los sodálites de evangelizar la cultura —al igual que todas sus demás pretensiones evangelizadoras— es sólo una ilusión, pues desde el momento en que siguen interpretando el mundo de acuerdo a la ideología que Figari evacuó en sus mentes, continúan haciendo gala de una ignorancia supina sin parangón. Y para colmo, se atreven a calificar de “raros” o “locos” a quienes no comparten su misma aproximación. «Dejadlos; son ciegos guías de ciegos» (Mateo 15,14).

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