Por Alejandro Sánchez-Aizcorbe
Había un telescopio cerca del balcón. El apartamento asomaba a una playa popular.
—Para espiar a las cholas —me dijo Ribeyro, aguzando los ojos de su filoso rostro de vieja rijosa.
La reunión no apuntaba a ese apetecible objetivo. Quizá, si no hubiera sido noche de neblina masticable y la coyuntura no hubiera demandado seriedad, nos habríamos arriesgado a ajustar el ojo al lente.
Antonio Cisneros y Ribeyro habían redactado un manifiesto contra el genocidio de Sendero Luminoso. Uno de sus fraseos me pareció cercano a la realidad: «Aterrorizan y empobrecen a la población para senderizarla mejor.»
Media docena de cigarrillos fumados hasta la mitad y aplastados con rabia yacían en el amplio cenicero, único adorno de la mesita de centro.
Antes de despedirme, le conté que la otra mañana, pedaleando en mi bicicleta coreana amarillo limón, procedente de Breña, camino a la Herradura, había pasado frente a su apartamento gritando: Julio Ramón, Julio Ramón, Julio Ramón!
—Ahora entiendo —dijo Ribeyro—. Escuché mi nombre y por un instante creí…
«Que la voz venía del más allá», pensé yo y no le dije nada porque Ribeyro ya me lo había dicho. Reí para mis adentros. Me gusta confundir a los ilusos.
Durante los días que siguieron, Marcela y yo dimos a leer el manifiesto a escritores, pintores, intelectuales. Nadie dejó de firmarlo. Me tomé la libertad de incluir como firmante a Arturo Corcuera, poeta de confianza, sin consultarle.
La mañana del segundo día, acudí a nuestra mesa de café. Se acodaban a ella Julio Sanz, Dennis Chávez de Paz y otros sanmarquinos. El doctor Sanz, director de la Escuela de Posgrado de San Marcos, leyó el manifiesto y al punto de firmarlo comentó que un senderista había ejecutado al portero de su universidad debido a que se atrevió a impedirle la entrada porque no mostraba identificación. Chávez de Paz firmó y lo mismo hicieron los demás circunstantes con flema de sanmarquinos viejos.
Haciendo gala de mi curiosidad impenitente, les mostré un artículo de La Recherche en que se planteaba lo siguiente: Platón especula que tras el caos aparente existe un orden, mientras que otros suponen que tras el orden aparente existe un caos indeterminado. Julio Sanz mandó fotocopiar el artículo. Nos despedimos con la satisfacción de haber compartido otra taza de café —sobre la cual escondo un poema inimitable de Pablo Guevara— a pesar de bombas, balas perdidas, ejecuciones, calles clausuradas, apagones.
Esa misma noche, transportándome en el legendario Toyota Corolla (motor sin cadena) de Marcela, recién reparado y pintado, que pronto robarían de la puerta de la Alianza Francesa, hice llegar el manifiesto a las agencias de noticias extranjeras y a los medios locales. Lo propalaron inmediatamente.
El sábado, fuimos a visitar Arturo Corcuera, que sin darse cuenta lo había firmado. El sol del mediodía se colaba entre los jirones de neblina. Un picaflor chupaba la miel de una rosa bermeja como si no sucediera nada en el mundo que no fuera el palpitar de la vida en el jardín.
—Me han mandado decir que aunque pierdan la guerra van a matar a los firmantes —dijo Corcuera, separando con los dedos la página de uno de los periódicos en que se había publicado el manifiesto.
Veintiocho años después, sigo existiendo, y sabemos que setenta mil o más peruanos perdieron la vida en la guerra interna que desataron los asesinos de Sendero Luminoso.
La palabra asesino viene del árabe y su función operativa se registra en Le dévisement du monde de Marco Polo, uno de cuyos capítulos, el del Vieux de la Montagne (Alamut), revela la antigüedad del sicariato que nos asola.
Algunos de los dirigentes de Sendero Luminoso han salido en libertad, y se aferran a la vida que, como era ajena, apagaron sin compasión, valiéndose de asesinos semejantes a los que utilizó el Viejo de la Montaña.
Hasta ahora, durante las noches de insomnio en que escucho las guerras que narran Victor Hugo y Benito Pérez Galdós, a la espera de la próxima matanza de niños y adolescentes en una escuela de los Estados Unidos, de la próxima degollina en el Medio Oriente, de la ejecución de otra lideresa en Brasil, agobiado por las decenas de miles de cadáveres de la perenne guerra mexicana y por la vigencia de la esclavitud, la visión del picaflor posando la aguja de su boca en la rosa bermeja me rescata del caos indeterminado y me asienta en el orden que deseó un filósofo hace más de 2400 años; un filósofo vendido como esclavo por voluntad del tirano que lo contrató para edificar una república en Siracusa.